jueves, 23 de julio de 2009

El mayor desafío

La obra de arte, tras la ya proclamada y no sé si muy evidente muerte del arte, en sentido clásico, también romántico, como sea, resulta, a día de hoy, obstinada y extravagante, cuando no menos insidiosa, puesto que, en algunos casos, nos ofende con su propósito de sentido o, en otros, sencillamente sólo hace barroca referencia narcisista a la misma institución que la sostiene y celebra en torno a un público embriagado por la máxima del arte por el arte, sea lo que ellos quieran que sea aquello que se oculta tras esta categoría que, por ello mismo, adquiere tintes religiosos, elitistas e inverosímiles, cuando no simplemente estrafalarios. Una forma como otra cualquiera de mirarse el ombligo.


Cualquier objeto artístico equivale a un reto, supone un desafío, y por ello mismo es un descaro. Nos mira de frente, nos provoca con su extraña o extravagante sonrisa, con su dramático trazo, y nos amenaza. La amenaza del sentido y el desafío de su ajuste; quizá también la amenaza de su extravío. Instante fugaz en el que nos codeamos, consciente o inconscientemente, con lo más fundamental de cualquier experiencia humana.


A la obra de arte sólo hay dos formas de hacerle frente; que no son más que dos formas de rendir pleitesía a esta misma institución que, desde el púlpito, nos arenga sobre nuestras formas y maneras según tendencias. Una primera es el embelesamiento: nuestros sentidos se dejan llevar, como la hoja caída en otoño, por una cascada de sensaciones que se confabulan hacia el sentido y el sujeto que ha de interpretar queda embaucado (en y por el sentido). Una segunda es la suspicacia: nuestra autoconciencia lingüística desmantela los juegos retóricos/semióticos que hacen posible y edifican los caminos, múltiples e incognoscibles de antemano, más allá de toda justicia, del sentido: mera autocomplacencia. La vieja tradición sólo tuvo el reto epistemológico de privilegiar uno sólo de estos caminos del sentido: el del sentido adecuado. La muerte del arte se certifica y escenifica cuando la obra misma y su progenitor toman conciencia de la capacidad del signo, o cualquier otro objeto que funcione como tal, para generar caminos de sentido, tantos como sujetos dados a la interpretación o acuerdos previos hubo para asfaltar alguno de ellos. De modo que el arte, tras firmar su acta de defunción, derivó en juego semiótico y, con descaro, nos reta: Aquí estoy; ahora, interprétame. Visto de esta manera, al arte, en su ocaso, sólo le queda esta estrategia: la denuncia de sí mismo, y cualquier objeto artístico que aspire a serlo sólo alcanza a presentarse de este modo: Yo soy un engaño, una mera ilusión, ¿a que no descubres cómo lo he hecho?


Con este panorama tan halagüeño, travesía en el desierto, final y principio de la infancia, el objeto artístico carece de valor según las categorías tradicionales –se distancia de la naturaleza; jamás tendrá noticia de aquello que sea lo bello...- y ya no es más que objeto de consumo según las reglas del mercado frente al que su institución juró fidelidad hace ya algunos años. Tras lo cual, la única salvación que le resta es la de su apertura al sentido autoproclamándose mero “signo”. Éste es el único gesto honesto capaz de salvar el arte como práctica e institución: la capacidad que ha de tener el objeto artístico para “proponer” múltiples e inesperados sentidos, para “diferir” su capacidad de sentido extrapolándose a otros contextos donde nosotros, sujetos, nos encargaremos de preñarlo nuevamente de sentido; la confirmación del signo como algo capaz de representar cualquier cosa más allá del sentido impuesto y del momento de su constitución, prometiéndonos una eternidad mundana, empalada en la historia, sumida en las cosas. Cualquier alternativa que trascienda esta práctica, o bien desconoce la muerte del arte o bien sólo busca acicalarse ante el espejo para encontrase con lo que ya de antemano sabe que ha de encontrar.


Esta actitud ante el signo como material poiético, fuera cual fuera su clase o estatus, dispuesto a engalanar lo mundano con su trazo, anunciándose como signo, paradójicamente abierto en el hermetismo con que se nos presenta como tal, fue pensada por autores como Walter Benjamin (“Karl Kraus. Hombre universal” en Sobre el programa de la Filosofía futura y otros ensayos) o Roland Barthes (La muerte del autor, Sobre la lectura, De la obra al texto...); pero con diferencias. La pérdida del aura, tema recurrente en el ensayista alemán, alterna en sus escritos con distintas actitudes: en algunos casos como una forma de desacralización del objeto artístico o, en otros, plagada de nostalgia por lo perdido. Por lo que se refiere a Barthes, esta conciencia o actitud estaban vinculadas a una vía hermenéutica de enfrentarse al texto literario a partir de una determinada teoría del signo lingüístico. Lo que ambos supieron percibir, dado el nuevo marco teórico, fue una cualidad originaria, en un sentido primario, aunque no evidente, del signo como huella o incitación al sentido, a partir de la cual, cualquier teoría literaria o estética, cualquier hermenéutica del texto, debía renunciar a sus aspiraciones, a la promesa platónica del sentido adecuado, y abrirse, como posibilidad, a la excentricidad de sentido, cuya condición es, ahora, lo que para las teorías precedentes fue su mayor handicap: la inconmensurabilidad que se yergue ante nosotros cuando se nos presenta el signo como huella de un sentido que no nos pertenece; al que no sabemos darle uso. Por esta razón, Benjamin proponía “arrancarlo” de su contexto y “destruirlo” para resignificarlo en diversos contextos; darle una nueva oportunidad. Con esta actitud, de ninguna forma, estamos siendo “justos” con el texto que, como un cadáver sin facciones, se nos ofrece y, como un mal bebedor, nos desafía sin rubor: Léeme si puedes; atrévete a entenderme. La justicia, en este asunto, es con nosotros mismos y con nuestra maltrecha condición creadora; con esta actitud estamos dando paso al niño que, en el fondo, todos somos.


Si observamos las pinturas rupestres que “plagan” el territorio europeo (las hay, en realidad, por todo el globo), como las de Altamira, Lascaux, Font de Gaume o Chauvet, podemos contemplar “más de cerca” este fenómeno y la “justicia” que se halla tras el gesto de Barthes o Benjamin. Estas manifestaciones, artísticas, religiosas o de la índole con que se las quiera tildar, en un principio, no fueron, ni siquiera, reconocidas como tal ni atribuidas a nuestra especie actual. En primera instancia, según la concepción figurativa del arte en el momento en que fueron “descubiertas” (siempre estuvieron ahí, a la vista de quien se adentrara en la caverna; no cabe hablar de descubrimiento, sino de justicia, recuerdo o memoria), fueron atribuidas a un ancestro nuestro que no había alcanzado el grado cognitivo o de sapientización que se le presupone al artista o a quien es capaz de habitar un mundo lingüístico común. Pronto, ahora sí, descubrimos que aquellas pinturas tenían algo en especial; curiosamente, tal reconocimiento coincide con la eclosión de los movimientos de vanguardia. Comenzamos a pensar que aquellas imágenes y símbolos tenían un significado: constituían una huella hacia el sentido y, de alguna manera, nos “hablaban” desde el pasado. El propio Picasso quedó maravillado cuando las contempló en persona y fue consciente de que esas, con anterioridad, “burdas representaciones” eran el resultado de una voluntad creadora de sentido muy consciente de las condiciones de recepción, percepción o interpretación de un signo. Porque, en verdad, aquellas imágenes eran fabulosas, algunas extraordinariamente bellas y todas, en su conjunto, testimonios de una técnica o rituales asociados a su producción. A partir de ese momento nació la fiebre, platónica, por supuesto, por descodificarlas, traducirlas, por leerlas e interpretar, aprehender, su sentido. Los extraños símbolos que encontramos en las grutas, sabemos, nos están vedados, no hay Rosetta para este caso, pero aún continuamos preguntando por su sentido general, por el hecho de que una serie de individuos, cuyas vidas pendían, cada día, de un hilo, fueran capaces de adentrarse con simples antorchas o rudimentarias lámparas de aceite por aquellas grutas para hallar en la roca una imagen a partir de la cual, mediante pigmentos, representar fauna, seres o escenas de todo tipo. ¿Rituales religiosos? ¿Espacio de comunicación de un mundo simbólico? La representación, como sabemos, en muchos casos puede reducirse al simple graffiti que un turista deja junto al monumento para decir: yo he estado aquí. Y algo de todo ello tienen aquellas pinturas, pero también es cierto que esas imágenes no están en lugares públicos y accesibles, se encuentran en lo más intrincado de aquellas grutas, a decenas de metros, sin iluminación natural... ¿A qué correspondía aquel impulso? ¿Cuál era su función? ¿Podemos desentrañar su sentido? No lo sabemos, tampoco lo sabremos; el instinto de representar habla sobre nuestra capacidad, infantil, creadora y del juego en torno al cual se construye un Yo, pero no hay, porque es inconmensurable, ningún código a partir del cual podamos “traducir” aquel lenguaje al nuestro (a decir verdad, no hay código posible para confirmar que la comunicación entre individuos sea un hecho); la función que aquellas pinturas cumplía dentro de sus clanes resulta inexplicable, imposible, del mismo modo que lo sería para alguien completamente ajeno a nuestra civilización interpretar los cuadernos de escritura de un infante en su primera etapa escolar. Lo curioso, el hecho en sí, es que, pese a ello, somos capaces de plantear hipótesis de sentido: damos un sentido religioso al fenómeno, atribuimos cualidades totémicas a determinadas representaciones, algunas más figurativas, otras completamente abstractas, de aquellas imágenes. En verdad, todas esas figuras, han estado siempre ahí, antes incluso, como ellos sabían -porque ellos, igual que nosotros ahora, las pusieron; si no las hubieran buscado no las habrían visto, como nosotros a ellas-, de ser expuestas con pigmentos; y todo este tiempo, de olvido, también lo han estado, esperándonos para poder desafiarnos, una vez más: Atrévete a interpretarme... (si puedes).


¿Hay alguien que no sea lo suficientemente infantil como para rechazar este reto?