viernes, 10 de julio de 2009

Saudade

Jaques Derrida provocó un profundo revuelo en el ámbito de la Filosofía, y también en el de la Lingüística, cuando publicó sus estudios sobre la estructura diferencial o de la diferencia sobre la que se asienta la significación, para lo cual acuñó un término homófono, différance, hibridado de las palabras francesas différence, “diferencia”, y différer, “posponer” -aunque, también, “diferenciar”-. Su teoría venía a dar un definitivo golpe de gracia a un idealismo en sus últimos estertores, que ya había sido echado por tierra, y a poner en evidencia el esquematismo trascendental kantiano, con todo lo que aquello suponía para el concepto de identidad.

Según el idealismo, en cierta manera también el naturalismo epistemológico, aquello que otorgaba identidad a dos fenómenos “similares” en el tiempo era, precisamente, una esencia, una substancia trascendente a esos mismos acontecimientos o entidades fácticas; y, por ello mismo, en el binomio palabra-cosa, introducía un tercer elemento, el sentido, que trazaba un puente de unidad entre el signo lingüístico y la cosa misma.

Pero pensar el sentido, aprehender el objeto suprasensible capaz de otorgar identidad a las cosas, hacer de un ente, en el tiempo, la misma cosa, resultaba, a todas luces problemático desde un punto de vista ontológico. El giro sobre esta cuestión llevado a cabo por Kant fue a todas luces agónico, aunque dado el marco en que el fue realizado, puesto que las ciencias positivas estaban operando de este modo, extremadamente lúcido en sus pretensiones. Trasladando aquel foco a las condiciones de aprehensión por parte de un sujeto cognoscente, el pensador alemán dio, de alguna manera, un respiro a nuestra percepción natural de las cosas y a toda una tradición epistémica. Ese esquematismo kantiano determinaba la identidad de un objeto/fenómeno en su existencia en el tiempo, categoría trascendental de la subjetividad, cuyo valor ontológico quedaba circunscrito o condicionado al sujeto cognoscente. Sólo en la temporalidad de una subjetividad abstracta, de una unidad de apercepción, podía una intuición concreta, un acontecimiento noumenal, entrar a formar parte de una experiencia como fenómeno; y sólo en la experiencia los objetos externos podían alcanzar la identidad. A grosso modo, la identidad venía dada por su reconocimiento como tal en un esquema, donde la memoria de intuiciones precedentes, lograba, mediante otros procesos y categorías algo más complejos, una identidad entre objetos dados a una experiencia, unidad básica a partir de la cual era deducida toda unidad posterior: identidades determinadas por una identidad primera y trascendental.

El gesto de Derrida se inscribe dentro del marco de descomposición o destrucción de toda una tradición metafísica en la cual, la identidad, el ser de las cosas, o el ser en abstracto, configuraba un campo temático fundamental. La estructura de la diferencia (différence), con la que traza un juego deconstructivo de los discursos que habían conformado esta tradición, imbricándola con el término francés différer,la différance, viene a descomponer nuestra percepción natural de la cosas y, principalmente, nuestro “sentimiento” de una presencia, de identidad, la propia y la de aquello que nos rodea o forma parte del mundo de la vida. Según esta estructura, no es la identidad, precisamente, la que traza un vínculo de unión entre dos acontecimientos, sino, todo lo contrario, la diferencia, la falta de unidad, su temporalidad insalvable, la yertitud de lo que acontece. Es, precisamente, en la diferencia, donde los objetos adquieren la cualidad objetual sobre la que la temporalidad traza identidades y los cosifica. De modo que, ante un signo, ante una palabra o un fenómeno, el que sea, lo que se anuncia, lo que acontece, en ningún caso es una identidad o una presencia de sentido; sino una ausencia irremediable, trágica, que a su vez es fundamento de un espíritu creativo y una condición epistémica que nos invita, nos impele a la identidad, al remedo, como acicate o fármaco.

En cierta manera, visto desde esta perspectiva, aquello que nos hace humanos, aquello a partir de lo cual vivimos en un mundo común/lingüístico, es precisamente la ausencia, la memoria, quizá trágica, aunque no necesariamente -ya que no toda saudade es nostalgia-, por lo perdido, por el tiempo, por lo que “ya no está”. En cierta manera, esta conciencia, engalanada de presencias eidéticas, no es más que un algoritmo engendrado de añoranzas y alentado por el vacío que deja lo que “ya no es”.

La saudade por aquello que echamos en falta es expresión, como ninguna otra, de la propia experiencia interior de -conciencia de...- una falta, y a su vez "habla" de las condiciones de nuestra experiencia. Esa ausencia que compadece como presencia y hace de lo que no acude una experiencia eidética o, en su autoconciencia, un desapego ante lo que ya nunca será. Porque toda presencia, es evidente, no deja de anunciar, a su modo, una ausencia obstinada. Porque cualquier identidad no deja de construirse en una alteridad insoportable y dolorosa, de modo que, a cada paso, cada palabra nuestra, pese a cualquier intento por nombrar las cosas, aprehenderlas y dominarlas, no es más que un gesto que nunca cesa de anunciar ausencias siempre repetidas.