jueves, 26 de noviembre de 2009

Ciudades imposibles


Tonteaba con uno de los pocos libros que suelen decorar mi mesilla u ocupar los bajos de la cama allá donde voy –yo no compro libros, pesan mucho, ocupan espacio y el espacio es muy caro y, por lo general, nunca sé dónde estaré el mes que viene- y al que tengo especial cariño, por lo que hay escrito en su primera página, la de cortesía, la que sale de imprenta en blanco...


Las ciudades invisibles de Italo Calvino (Ediciones Siruela, Madrid, 2006) es de esos libros ligeros a simple vista, simpáticos, bien escritos, que puedes llevar a todas partes y leer en cualquier momento. Está compuesto por textos que apenas si ocupan una página y que conforman, a su vez, preciosas imágenes de ciudades oníricas, utópicas o contrautópicas; lo difícil es discernir cuál es cuál.


Ése es el juego al que nos desafía Calvino.


Desde su constitución como concepto, la utopía sólo ha tenido lugar allí donde el eje espacio-temporal se extienden hacia la elipse: en la ficción. De hecho, hace ya algunos siglos que la literatura es el único bastión de la humanidad, el único espacio de libertad -cuidado con esta palabra- que nos queda; puesto que sólo con ella es posible dar orden y concierto, sacar a la luz y dar rienda suelta a nuestros deseos, ilusiones, pesadillas y frustraciones... a nuestra humanidad, al fin y al cabo.


Más allá, sólo podemos agarrarnos a esta asepsia hospitalaria que nos rodea.


Pensaba en todo esto y en otras cosas más, digo, tonteando con el libro, haciéndole la corte, por supuesto, proyectando, como no, el rostro del deseo... ya sabéis: perfilar con la mirada, definir con el recuerdo y ver con la imaginación. En eso estaba... releyendo y releyéndome, cuando, advierto que, y sin que sirva de precedente, “parecía” que esta aporía en la que me hallaba estaba, embriaguez isomórfica, referida en el libro; un libro, como digo, que, a simple vista, no parecía contener un mensaje unitario, una tesis definida, desde luego, menos aún sistemática.


De hecho, siempre he pensado que para expresar la imposibilidad de todo lo anterior -de hallar una tesis fundamental sobre la que construir un sistema de pensamiento capaz de abarcar la totalidad de la vida humana y, a su vez, dar respuesta a los problemas que se nos plantean-, lo último que debe hacerse es redactar un texto con esas mismas características que trate de “decir” lo que no se muestra con el gesto. Dicha idea, por ello mismo, sólo puede expresarse como gesto, bien sea de forma asistemática, bien sea a la manera expresionista.


Calvino lo adereza, en este caso, con sal y pimienta.


Cuál es la aporía que nos plantean estas ciudades invisibles.


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Las ciudades y la memoria. 2


Al hombre que cabalga largamente por tierras agrestes le asalta el deseo de una ciudad. Finalmente llega a Isidora, ciudad donde los palacios tienen escaleras de caracol incrustadas de caracolas marinas, donde se fabrican con todas las reglas del arte catalejos y violines, donde cuando el forastero está indeciso entre dos mujeres siempre encuentra una tercera, donde las peleas de gallos degeneran en riñas sangrientas entre los que apuestan. En todas estas cosas pensaba el hombre cuando deseaba una ciudad. Isidora es, pues, la ciudad de sus sueños; con una diferencia. La ciudad soñada lo contenía joven; a Isidora llega a edad avanzada. En la plaza hay un murete desde donde los viejos miran pasar a la juventud: el hombre está sentado en fila con ellos. Los deseos ya son recuerdos. (p.23.)


Aquí se entrecruzan ambas ideas: lo deseado y lo temido; pero también nos advierte de cómo algunas incoherencias de la memoria dan alas al deseo, en la superficie, mientras barruntan amenazas aterradoras, en los bajos fondos (siempre); nos habla sobre aquello que se-sabe y que, a su vez, no-es-sabido, y de cómo ambas cosas pueden llegar a constituir un mismo fenómeno. Lo temido, en este caso, no es la imposibilidad del deseo en sí, sino el desajuste entre lo deseado y el sujeto volitivo; cuando el producto del deseo forma ya parte de la memoria, es sólo Memoria. En ese momento, todo está perdido.


Isidora, la ciudad soñada, es la ciudad de sus deseos de juventud; una vez alcanzada, sólo arribando a ella, logra comprender el hombre que mientras soñaba, lo único que de verdad anhelaba era aquello que se perdería inevitablemente: la juventud. En tal caso, el feliz encuentro no es más que un darse cuenta de que Isidora era un deseo imposible: el de una juventud eterna; porque la ciudad soñada lo contenía joven y a Isidora llega en edad avanzada. ¿O es la memoria quien cree que aquella ciudad lo contenía joven?


Es estúpido desear lo que ya se tiene; el recuerdo sigue intacto, de igual forma que el deseo, quien ha cambiado es el sujeto del deseo, que olvidó que Isidora fue su deseo.


Cuidado con lo que deseas... siempre podría hacerse realidad.


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Las ciudades y la memoria. 4


Más allá de seis ríos y tres cadenas de montañas surge Zora, ciudad que quien la ha visto una vez no puede olvidarla más. Pero no porque deje, como otras ciudades memorables, una imagen fuera de lo común en el recuerdo. Zora tiene la propiedad de permanecer en la memoria punto por punto, en la sucesión de sus calles, y de las casas a lo largo de las calles, y de las puertas y ventanas de las casas, aunque no haya en ellas hermosuras o rarezas particulares. Su secreto es la forma en que la vista se desliza por figuras que se suceden como en una partitura musical donde no se puede cambiar o desplazar ninguna nota. El hombre que sabe de memoria cómo es Zora, en la noche, cuando no puede dormir, imagina que camina por sus calles y recuerda el orden en que se suceden el reloj de cobre, el toldo a rayas del peluquero, la fuente de los nueve caños, la torre de cristal del astrónomo, el puesto del vendedor de sandías, la estatua del ermitaño y el león, el baño turco, el café de la esquina, el atajo que va al puerto. Esta ciudad que no se borra de la mente es como un armazón o una retícula en cuyas casillas cada uno puede disponer las cosas que quiere recordar: nombres de varones ilustres, virtudes, números, clasificaciones vegetales y minerales, fechas de batallas, constelaciones, partes del discurso. Entre cada noción y cada punto del itinerario podrá establecer un nexo de afinidad o de contraste que sirva de llamada instantánea a la memoria. De modo que los hombres más sabios del mundo son aquellos que conocen Zora de memoria.


Pero inútilmente emprendí viaje para visitar la ciudad: obligada a permanecer inmóvil e igual a sí misma para ser recordada mejor, Zora languideció, se deshizo y desapareció. La Tierra la ha olvidado. (pp. 30, 31.)


En este caso nos enfrentamos con una densidad aún mayor (toda una tradición epistemológica sufre en zarpazo definitivo con esta sola imagen): nos hallamos ante un recuerdo, el de una ciudad, que, a su vez, sirve para recordar. Obligada a permanecer inmóvil e igual a sí misma para ser recordada mejor cumple una doble función maldita: es capaz de mantener en nuestra memoria todos y cada uno de los acontecimientos, nombres y artefactos que fuimos disponiendo en torno a ella..., pero, a su vez, este recuerdo que sirve para recordar, queda petrificado, esculpido en mármol puro, pulido y resguardado contra el viento... Tanto es sólo Recuerdo, que hemos olvidado que fuimos nosotros quienes erigimos este mausoleo; tanto es Recuerdo, que sólo existe realmente como objeto del recuerdo que se nos da, una vez más, en su desajuste con el objeto temporal.


El recuerdo no es más que la imagen de un cadáver al que hemos cubierto para ignorar su descomposición.


Con el recuerdo se anticipa el olvido.


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Aporía


(i) Nuestro deseo de las cosas no versa sobre las cosas mismas; pero las cosas mismas, sin deseo, apenas pueden ser percibidas, pues no logran calar hondo en nuestros sentidos.


(ii) Más allá del tiempo, las cosas logran permanecer, alcanzan la eternidad; pero, inevitablemente, por ello, no nos corresponden, se elevan, hasta parecerse sólo a sí mismas, hasta no reconocerlas ni mirándolas de frente.


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Para ciertas cosas nunca dejaré de ser kantiano.


Pensamientos sin contenido son vacíos; intuiciones sin concepto son ciegas.