lunes, 9 de noviembre de 2009

Secuencia (Ensayo a Dos bandas)


Ella bebía vino tinto en la taberna de paredes rojas de la Rambla, frente al gran gato negro, orondo, de bigotes dorados.


Él recorría en bicicletas sin frenos en diez minutos la ciudad tras su llamada; tenía hambre y frío, sólo buscaba calor.


Ella se impacientaba acariciando el libro sobre su regazo, contestaba alguna llamada, examinaba su peinado, indecisa, disimuladamente, en el espejo que hay tras la barra: nunca se vería lo suficientemente bella para esta noche.


Él engañaba el hambre con otro cigarro, ya camino, en el barrio, de su encuentro; “planchaba”, de cualquier manera, con la palma de la mano, su mejor abrigo, aquél negro, mientras le sonreían, cómplices, los vagabundos que se atrincheraban para la noche en los portales.


Ella abría el libro, con soberbia pose, como si leyera, mientras, de soslayo, auscultaba la puerta; buscaba su rostro, presentía la inminencia.


Él, tímido, miraba desde la acera, sonreía, y a quien sorprendía era a sí mismo con el poco frecuentado lujo de la mueca y la dicha.


Ella temía que olvidara la cita, miraba y remiraba hacia la calle, tratando de traspasar, más con el deseo que con la mirada, el tumulto agolpado ante la puerta y el humo inoportuno del ambiente.


Él se deleitaba con la imagen, la figura esbelta, su vestido negro, el pelo corto, aquella natural disposición, como un ritual aprendido desde la cuna y frecuentado cada noche, a levantar la copa para acercarla delicadamente hasta sus labios; la elegancia al alzar la cabeza, expulsar el humo del tabaco y volverla a inclinar hacia las páginas del libro...


Ella apenas veía las letras que se sucedían en la página; desdoblada, sólo se veía como lectora, con la copa y el cigarrillo, y le gustaba verse y que la vieran de esta guisa.


Él, por fin, desatrancó la puerta.


Ella, sin remedio, dejó el disimulo.


Él se acercó hasta su mesa.


Ella quiso levantarse,


... pero él se precipitó hacia sus labios, cayó el libro sobre el suelo, tintó el vino el mantel que cubría la mesa, contrastaba el frío con el bochorno del lugar, temblaba ella como si fuera la primera vez.


Ofreció un asiento a su lado, incrustó la mano en el bolsillo de su abrigo.


Nadie sabe cómo fue posible este "encuentro";

quizá fue la carencia de palabras lo que propició, irremediablemente, que se prometieran esta noche.