miércoles, 18 de noviembre de 2009

Títeres y titiriteros


Quizá la necesidad de interpretar es inherente a nuestra condición y constituya un estadio previo a las formas de representación que más tarde darían lugar a nuestros conceptos o anhelos de “expresión” o “comunicación”. Ser conscientes de ello, implica, necesariamente, modificar nuestras ideas asociadas a los mismos para entender el habla o la escritura como formas sofisticadas de interpretación o representación; maneras de hacer mundo.


Probablemente, especulamos, todo comenzó una noche, aquella noche eterna que eran las noches de nuestros inicios, en torno a una hoguera, como miles de siglos más tarde continuará sucediendo y sucede hoy en los entornos rurales. La narración de una cacería no da lugar a un mero ejercicio de bravuconería patriarcal; para nosotros, una especie herbívora que se alimentaba de raíces, follaje y, a lo mucho, algún que otro insecto, la ingesta de carne, no estrechamente ligada a los peligros que constituía su obtención, necesariamente, tuvo que estar vinculada a un ritual de consumo que ya, en los tiempos en que emerge nuestra conciencia simbólica, habría derivado en un complejo ritual representacional. Este ritual, mediante el cual era narrada la caza del animal y del que ya he hablado alguna vez, “interpretamos”, tenía un doble trasfondo: religioso y didáctico. De alguna forma mágica lograba transmitirnos cualidades propias de ese animal –no pasemos por alto que en la liturgia cristina literalmente se “come” el cuerpo de un dios para, posteriormente, recibir, de esta forma su gracia, investirnos, de alguna manera precaria, de sus cualidades- y, a su vez, no sólo aleccionaba a los más jóvenes sobre las estrategias o técnicas emprendidas en la cacería que, tarde o temprano, tendrían que poner en práctica para cazar “en comunidad”, también aleccionaban sobre dichas cualidades y lograban sugestionar lo suficiente como para que, tras su consumo, dichas cualidades se apoderaran de quienes la ingerían; de igual modo que nos alientan y otorgan, el día de nuestra iniciación como cazadores, el valor requerido para demostrar que somos merecedores de su atribución.


De modo que, lo que en un principio constituía una narración rudimentaria, gutural y gestual de lo acontecido, pronto adquiere la reglamentación conductual y reiterativa que cualquier ritual, por el hecho de serlo, constituye; a la que se le uniría todo un elenco de elementos simbólicos con los que, a falta de un lenguaje complejo, simbolizar más fácilmente aquello de lo que se pretendía “hablar”. Las pieles y los restos óseos amplificaban la densidad semántica de la interpretación propiamente dicha, de su forma de moverse o representar al animal en cuestión; y el narrador, aquel que debía interpretar/ejecutar el ritual, para diferenciarse de su público, para destacarse e investirse, para representar lo que no era, hacerlo presente, llamarlo a comparecer, debía desdibujarse, quedar en blanco, despojarse de su condición material, dejar de ser un miembro más y convertirse en medio, en vía de expresión o puente entre esos dos mundos que comenzaban a emerger. En otras palabras: anularse, constituir un vacío capaz de acoger una presencia ya inmaterial.


Cubrir nuestro rostro con una máscara, su convención, implica el reconocimiento de lo que no-es y también la anulación o el vació constitutivo de quien, como el artista, construye un mundo ficticio, paralelo, y toma, en el olvido o en la aceptación, ese no-ser-más-que-sueño, ilusión, como un real; y este mundo, esta máscara, “dominarían” a su receptor, al actor, a esa nueva naturaleza de la especie personificada (no pasemos por alto que el término persona proviene del latín persōna, que, a su vez, deriva del griego prósōpon, que significa, literalmente, "máscara").


Pronto, cada individuo del clan o de la tribu tendría su propia máscara, éste es el origen de la humanidad; de igual modo que los diferentes términos con los que a día de hoy “expresamos” nuestros distintos estados anímicos, subjetivos, tuvieron, en su momento, cada uno su máscara determinada.


Nuestras máscaras han sufrido diversas modificaciones, desde las más básicas, sin ornamento alguno, hasta las más complejas, coloristas y ligadas a emociones o roles muy concretos; posteriormente, ya no hicieron falta, comenzamos a pintar el rostro del actor y, en nuestros días, pese a los ornamentos corporales, nosotros, actores, no somos más que máscara.


Por ello resulta escandaloso, injusto, nuestro actual uso del término títere o de la propensión a acusar al titiritero o marionetista de ser un manipulador, un ilusionista. El títere, expresión sofisticada de estos rituales de interpretación, no deja de constituir en sí mismo una máscara y como tal, debemos preguntarnos, quién maneja, realmente, a quién.


No seamos inocentes, el titiritero no es más que un “títere”, un receptor despojado de cualquier temporalidad, en manos de quien realmente mueve las cuerdas.


(... y preguntarás, ¿Quién mueve esas cuerdas?

Pregúntaselo a las palabras con las que piensas que preguntas;

no sea que formes parte y portes la máscara de ese coro que interpreta el preguntar.)