viernes, 4 de diciembre de 2009

En silencio


Hoy daba vueltas en torno a este concepto; mejor dicho, en torno a la fuerza significativa del silencio. Recorría este camino tantas veces frecuentado, giraba en falso, me extraviaba o entraba en callejones sin salida: una manera como cualquier otra de salir a pasear.


Resulta complicado recorrer un tren con el mismo tren que has de recorrer.


Vuelta a empezar.


En todo este galimatías hay una cuestión que siempre me resulta, de alguna manera, “significativa”, de la que siempre parto, precisamente porque marca un hiato, un silencio, y suele ser omitida o pasada por alto: por lo general, nuestra concepción natural, intuitiva, sobre la significación, la comunicación y el lenguaje nada tiene que ver con su funcionamiento real. Tratando, estéril, de tantear una teoría o dar con una explicación, me decía a mí mismo que no debía extrañarme de esa manera, ya que el lenguaje es la base de todo lo demás, de todo aquello que concierne a nuestra condición; una condición, como siempre digo, manufacturada, cuya enhiesta estructura es tan alta y compleja como débiles sus cimientos y vigas.


Un castillo de naipes, dentro de una vitrina, en medio de un huracán. Ésta es nuestra condición.


Hoy estoy espeso, echemos mano al libro...


¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal. (F. Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral.)


De igual modo que se nos hace imposible poder desentrañar los mecanismos del sueño mientras dormimos, todo lo que concierne a nuestra vida en común está entrelazado, conformado y dirigido por el lenguaje, es lenguaje; en palabras de Heidegger, “nuestra morada”. A simple vista bastaría con salir al exterior, posicionarse en un lugar cuya perspectiva nos ofrezca una panorámica de la casa y... Voilà, ya tenemos las respuesta que cientos de tipos aburridos y con mucho tiempo libre llevan buscando desde hace ya más de dos mil seiscientos años: hemos contemplado el ser, podemos dar respuesta a la pregunta fundamental con la que, una vez resuelta, tendremos el secreto del Bien y del Mal, la fórmula imposible de la felicidad y toda nuestra vida humana cobrará sentido en cuestión de segundos mecidos en esta epifanía. ¿Qué es ser? (¡ups!) Sólo que hay un problema; fuera, ahí fuera, apenas podemos soportar unos instantes, y no sólo por el desarraigo y la soledad que su vacío, la intemperie, amigablemente nos proporciona, sino, porque ahí fuera, todo está oscuro; sólo dentro de nuestra morada podemos mantener las ascuas vivas que iluminan esta estancia, entrar en calor: delimitar los contornos, distinguir las figuras, concretar los detalles de lo que se nos ofrece... fuera de ella, nuestra percepción, la reflexión, todo nuestro instrumental de aprehensión sencillamente no es, queda clausurado; razón por la cual, dicha experiencia ni tan siquiera conforma una experiencia, puesto que, para comunicarla, requerimos del lenguaje y nos alejamos, años luz, de ella. Si tuviera que expresarla, de alguna manera, su grafía sería ésta: des-estar/des-apercibirnos.


No hay manera, apenas nos queda encogernos de hombros y permanecer en silencio.


En torno al silencio, aparte de la paja mental que me acabo de hacer en público, observo una paradoja: sucede que aquello que quisiéramos decir, esto que más ansiamos poder expresar, no puede ser dicho, momento en que el silencio nos induce al desasosiego; por contra, en algunos casos, precisamente en aquellos en que preferimos permanecer callados, por las razones que sea, eso que tratamos de ocultar es dicho por el silencio. En el primer caso, el silencio es signo de una carencia o de una imposibilidad, en el segundo, el silencio es signo lingüístico, gesto cargado de significación, de lo que nuestras palabras, en el caso de ser dichas, sólo tratarían de enmascarar y, por ello mismo, callamos; lo cual revela sin tapujos la naturaleza del signo lingüístico y el juego de contrapesos que se ponen en marcha cada día, cuando salimos del sueño para vivir somnolientos, entre tanteos y juegos de poder: juegos de palabras.


Hay silencios muy elocuentes.


Pensaba en todo esto desde un principio, confieso, con una imagen cinematográfica en mente y recordaba la relación de los dos personajes que la protagonizan, marcada por el silencio. El film se titula El tercer hombre, está dirigido por Carol Reed, con guión de Graham Greene, y la escena en cuestión está interpretada por Joseph Cotten y Alida Valli; él representa a un escritor americano al que no se le ocurre otra cosa que acudir a una ciudad europea, Viena, tras la segunda gran guerra, en busca de trabajo; ella encarna a la antigua amante de un amigo de él, precisamente el mismo que lo animó a presentarse en Viena con la promesa de un trabajo. Él no es más que un escritor de novelas baratas –así es como él mismo se describe- que, cuando llega a la ciudad, se encuentra con que su amigo ha muerto... El hecho es que, en determinado momento, él comienza a sospechar que su amigo ha podido ser asesinado y, presto, como los personajes de sus novelas, a descubrir al asesino, entabla amistad con la que fue su amante. Como dos y dos son cuatro, las protagonistas de aquellas películas solían ser muy bellas y los hombres cuando estamos solos en una ciudad, borrachos, desesperados y enfurecidos somos capaces de todo, hasta de enamorarnos, sucede lo previsible. En este contexto que, espero, para quienes han tenido la paciencia de leer hasta este punto, no os haya aburrido demasiado, transcurre la escena: nuestro don Juan, al que le ha picoteado un dedo un loro y ha engarzado con la borrachera del día anterior una nueva borrachera con todo el dinero que le quedaba, acude al apartamento de ella para despedirse... en cierto momento él se insinúa a la chica, bueno, miento, directamente le revela que está enamorado de ella –lo sabe- y ésta permanece en silencio. La frase es de él: Hay silencios muy elocuentes.


Esta escena nos traslada, a través del silencio, a la última escena del film. Los protagonistas se encuentran en el segundo entierro que presencian en una semana del mismo hombre; esta vez el hombre sí es el amante de ella y, esta vez, a ambos, los separa un abismo en el mismo encuadre. Frente a frente, no hay manera de romper esa distancia. En la siguiente secuencia, en una avenida arbolada que se pierde allí, donde el punto de fuga, él decide bajar de un automóvil para esperarla a ella, que se acerca andando, lentamente, pero con paso decidido, hacia la cámara; él está en primer plano, si no recuerdo mal –describo de memoria-, a la izquierda del encuadre, apoyado en un automóvil. Cuando ella alcanza su altura, gira a la derecha, tomando una curva imaginaria, y sale del plano.





Hay silencios que acogen una mayor densidad semántica que cualquier desfile de palabras.


(Por cierto, el primer silencio se debe a que ella no había olvidado todavía a su amigo; el segundo a que él, llegados a cierto momento, y por razones ajenas a ambos, lo había matado...)