viernes, 11 de diciembre de 2009

Spleen


Este término francés fue popularizado por Charles Baudelaire en su poemario, tras encabezar con él una serie de poemas, cuyo rasgo común era cierto estado de melancolía similar a la nausea sartreana o a la clásica angustia vital que enarboló como estandarte el existencialismo. Siempre hay alguien que encuentra un nombre para lo que es inconmensurable y no puede ser dicho. [ ] Su característica principal, aquello que lo distingue de cualquier otro estado de melancolía común o saudade es, precisamente, la falta de objeto, el elemento detonante que lo ha preceder en un esquema de relación causal. Se trata de un complejo estado de conciencia inmerso en un cruce de caminos entre la tristeza, la apatía, el miedo y la absoluta y desconcertante sobriedad; una claridad insoportable; cierta conciencia de vacío acompañada de una elaborada reflexión en torno a la experiencia misma y vinculada, a su vez, a esa experiencia interior que es nuestra vida emocional y que, de ninguna manera, podrá alcanzar la expresión.


[En ese sentido, todos, estamos solos.]


Me hallaba en un estado similar al descrito, o subsumido, para que alguien me comprenda, bajo el concepto, y frente a la pantalla del ordenador; buscaba un “excusa”, porque tomar la palabra consiste en ello, para comenzar a escribir, pero no había manera.


[Ser es la excusa que nos damos para existir.]


Hay días en que no hay manera, entre galeradas, artículos sobre mantenimiento industrial o contactología; folletos publicitarios y banners; solapas de libros que no he leído –o a penas he ojeado por encima- o revisión de sus fichas... Después de esto, sucede, al final del día, que ya no te quedan palabras o que éstas pierden su vida, su poder de seducción, su capacidad para impresionar o llamar tu atención; se nos muestran como objetos de un mundo que no nos pertenece, en el que el lenguaje no es más que un desván impensable en el que nos es imposible ordenar los trastos.


[El centro de gravedad del Universo es el punto de partida para su cartografía; extraviado, astros y constelaciones zozobran sin gravedad.]


En ese momento, sólo quedan las imágenes, los gestos -los de verdad-, las miradas... sólo eso, parece, nos devuelve a la vida; nos recuerda que estamos vivos. No se trata de ninguna experiencia espiritual en la que nuestra mente se distancia del cuerpo; más bien es nuestro cuerpo lo que se piensa a sí mismo y nos contemplamos, a nosotros, como cosas en sí mismas. Probablemente, ese malestar se deba a la falta de hábito de algo que no es nuevo, en el fondo.


[Comenzamos a ser algo en el preciso instante en que dejamos de estar frente a nosotros.]


Eso hacía, recordar, mirando estas viejas fotografías, las que siempre guardo envueltas en un plástico transparente y tan viejo como el papel de las imágenes, como las imágenes mismas... Soy yo, no me parezco en nada, pero soy yo; sólo un par de muecas, muy mías, me delatan. No hay duda: fui yo. Miraba esa imagen y sabía que no sería capaz, hoy, de escribir nada. Volvía a mirarla y alguna sinapsis incontrolada, clandestina, traía a mi mente un poema –no acostumbro a consumir versos- de alguien por quien proceso una gran simpatía.




***


Pues eso, cuando nada hay

que decir,

lo pertinente será callar...

dejar espacio al poeta.


**

El niño yuntero

Carne de yugo, ha nacido
más humillado que bello,
con el cuello perseguido
por el yugo para el cuello.

Nace, como la herramienta,
a los golpes destinado,
de una tierra descontenta
y un insatisfecho arado.

Entre estiércol puro y vivo
de vacas, trae a la vida
un alma color de olivo
vieja ya y encallecida.

Empieza a vivir, y empieza
a morir de punta a punta
levantando la corteza
de su madre con la yunta.

Empieza a sentir, y siente
la vida como una guerra
y a dar fatigosamente
en los huesos de la tierra.

Contar sus años no sabe,
y ya sabe que el sudor
es una corona grave
de sal para el labrador.

Trabaja, y mientras trabaja
masculinamente serio,
se unge de lluvia y se alhaja
de carne de cementerio.

A fuerza de golpes, fuerte,
y a fuerza de sol, bruñido,
con una ambición de muerte
despedaza un pan reñido.

Cada nuevo día es
más raíz, menos criatura,
que escucha bajo sus pies
la voz de la sepultura.

Y como raíz se hunde
en la tierra lentamente
para que la tierra inunde
de paz y panes su frente.

Me duele este niño hambriento
como una grandiosa espina,
y su vivir ceniciento
resuelve mi alma de encina.

Lo veo arar los rastrojos,
y devorar un mendrugo,
y declarar con los ojos
que por qué es carne de yugo.

Me da su arado en el pecho,
y su vida en la garganta,
y sufro viendo el barbecho
tan grande bajo su planta.

¿Quién salvará a este chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena?

Que salga del corazón
de los hombres jornaleros,
que antes de ser hombres son
y han sido niños yunteros.


[Miguel Hernández, Viento del pueblo (1936-1937)]