jueves, 17 de diciembre de 2009

Variaciones en una misma melodía


En el mundo clásico la Historia no constituía una disciplina, tal y como actualmente la concebimos, a causa de la representación que del tiempo habían fundado aquellas civilizaciones.


Nuestra noción del Tiempo está necesariamente vinculada, pues, a un concepto sin parangón en el mundo clásico, la idea de “progreso”; responsable directa de nuestra propensión a concebir históricamente nuestros avatares.


Para la humanidad pre-historiadora, el presente era el resultado trágico, una degradación devenida a partir de un punto de partida idealizado, un momento de plenitud que constituía, por ello mismo, un horizonte hacía el que la acción debía estar dirigida. El Tiempo no era más que la abstracción de un ciclo eterno, la secuencia que describía el devenir y retorno, a partir de una inflexión, al lugar de partida.


Fue el judaísmo, por medio de su variante cristiana, la religión que impuso una noción aberrante, con la que aquella concepción del tiempo como una secuencia de ciclos, retorno y variación, fue olvidada, sustituida; encubierta. El presente dejó de estar fundado, orientado, visto e interpretado a partir de un momento pasado, para enfocarse hacia un futuro prometido (bien fuera el Reino de Dios, la venida de un Mesías, la realización del Espíritu, la sociedad justa...). El tiempo dejó de ser considerado como una serie de acontecimientos que se repiten y comenzó a pensarse como horizonte histórico en el que habría de materializarse dicha promesa, en un futuro, distinto, no idéntico, con el pasado. Occidente no es más que una civilización de historiadores empecinados en interpretar, hallar el sentido oculto de la historia, para marcar el camino correcto hacia esa promesa; a ello se vincula nuestra noción de “progreso” y nuestra concepción del tiempo como una sucesión lineal de hechos relacionados de manera causal.


Toda esta historia se enreda, tiene sus vicisitudes, pero no quiero dormir a nadie. El resultado de ella es que, pese a la evidencia de que no sólo los fenómenos naturales tienen sus ciclos, nos resulta difícil pensar nuestras vidas de forma cíclica. Esa idea siniestra de repetirnos, constantemente, a nosotros mismos, de vivir, una y otra vez, el mismo momento, nos resulta aterradora, precisamente, porque la facticidad de lo que se nos presenta nos resulta contraintuitiva, cocha frontalmente con nuestra representación de lo que somos (conciencias independientes y completamente dueñas de sus actos). Pero el hecho es que nos repetimos día tras día a nosotros mimos, con variaciones que, más o menos, están en nuestra mano. Hay quienes se repiten sin más. Nuestras vidas están orquestadas de forma cíclica, anudadas según rituales, fundamentalmente, ligados a cambios estacionales. Repartimos amor y fraternidad con el solsticio de invierno y volvemos a enfrentarnos con los mimos rostros, a sentir los mimos olores, a comer los mismos platos... realizamos una y otra vez los mismos rituales, vinculados, del mismo modo, al equinoccio de primavera o al solsticio de verano. Un día de nuestras vidas podría condensar un año o una vida en sí misma; esto lo supo ver de forma soberbia Virginia Wolf.


Ésta es la lectura que de Nietzsche hizo uno de los tipos más lúcidos que han pasado a la historia del pensamiento del siglo XX. Me refiero a Bataille, que llevó a cabo una lectura antropológica de la oposición que hizo valer el filólogo alemán para confeccionar su tesis sobre la tragedia griega y que sería la base fundamental de toda su filosofía posterior. En El origen de la Tragedia griega, Nietzsche ofrece una visión del mundo griego, para la época en que fue escrito (si no recuerdo mal, lo años setenta del siglo XIX), descabellada: aquella Grecia esplendorosa de Pericles que comenzamos a representarnos en los siglos XV y XVI, con su canon de belleza, sus antiguas escuelas de filosofía y la blancura de sus esculturas y arquitectura... era una tergiversación de lo que fue el mundo clásico. Nietzsche ofrece una visión radicalmente distinta: la Grecia de los rituales dionisiacos, la de los autores trágicos, la de los filósofos oscuros, la que decoraba con colores vivos sus edificios y obras de arte. Su tesis central, a grandes rasgos, consistía en que Grecia no podía ser identificada con el espíritu apolíneo, basado en el orden y la forma, pero tampoco, exclusivamente, con el espíritu dionisiaco, que pretendía la ruptura con el estado de cosas apolíneo. En este sentido, la apertura sensorial con que el griego acudía a ver representar y vivir la catarsis de la obra trágica no era contradictoria con el canon de belleza que nos había llegado ni con el orden geométrico que sus obras de arte nos trasmitían. Ambos espíritus constituían la doble cara de un pueblo y la Tragedia cristalizaba esa tensión; un equilibrio perdido de una humanidad por la que Nietzsche siempre sentirá cierta nostalgia.


Este análisis fue extrapolado por Bataille para elaborar lo que sería una visión antropológica de nuestra especie, una serie de rasgos estructurales que, con variables, establecían una función que se repetía en cualquier manifestación cultural de nuestra especie. La oposición, en este caso, está fijada con los conceptos de “derroche” y “ahorro” y la idea es una interpretación de la idea nietzscheana de la que parte: en cualquier sociedad existe un ciclo de ahorro y posterior derroche, ya sea de bienes, de pulsiones... De esta forma, la función que los periodos festivos cumplen dentro del sistema cultural no es más que la de derroche de unos vienes acaparados, descarga de determinadas pulsiones que han sido contenidas, ahorradas, según el ciclo mesura-exceso, orden-desconcierto, ahorro-derroche: Apolo-Dionisos. Por esta razón, aquello que caracteriza a todos los periodos de fiesta, fueran cuales fueran, es la ruptura con el orden de cosas previo, la suspensión de los límites.


Tras unos meses recogiendo la cosecha y proveyéndonos para el invierno, antes, nos debemos un exceso... hasta la próxima primavera, claro.



[Disculpar por la perorata.]



*****


El peso más grande


¿Qué ocurriría si, un día o una noche, un demonio se deslizara furtivamente en la más solitaria de tus soledades y te dijese: Esta vida, como tú ahora la vives y la has vivido, deberás vivirla aún otra vez e innumerables veces, y no habrá en ella nunca nada nuevo, sino que cada dolor y cada placer, y cada pensamiento y cada suspiro, y cada cosa indeciblemente pequeña y grande de tu vida deberá retornar a ti, y todas en la misma secuencia y sucesión -y así también esta araña y esta luz de luna entre las ramas y así también este instante y yo mismo-. ¡La eterna clepsidra de la existencia se invierte siempre de nuevo y tú con ella, granito del polvo!? ¿No te arrojarías al suelo, rechinando los dientes y maldiciendo al demonio que te ha hablado de esta forma? ¿O quizás has vivido una vez un instante infinito, en que tu respuesta habría sido la siguiente: Tú eres un dios y jamás oí nada más divino? Si ese pensamiento se apoderase de ti, te haría experimentar, tal como eres ahora, una transformación y tal vez te trituraría; ¡la pregunta sobre cualquier cosa: “¿Quieres esto otra vez e innumerables veces más? pesaría sobre tu obrar como el peso más grande! O también, ¿cuánto deberías amarte a ti mismo y a la vida para no desear ya otra cosa que ésta última, eterna sanción, este sello? (Friedrich Nietzsche, La Gaya Ciencia, 341).


Al contrario que la algarabía de filosofías orientales que se nos ofertan de saldo, el tono sacerdotal, condescendiente y carente de tensión sanguínea de la moda New Age o los eclécticos e inefables manuales de autoayuda, Nietzsche, Friedrich Nietzsche, el más desenfadado de los trágicos, el más plañidero de todos los optimistas y el más temperamental de los hombres mansos, marca el camino de una renovada actitud vital que nada sabe de doctrinas de mercadillo o sonrisa por estandarte, ni menos aún de vidas sin pasado o de pasados enclaustrados en vitrina, con calzador.


El Tiempo, su tiempo y nuestro tiempo, ha de ser el fantasma que aliente nuestra conciencia de lo que ha-sido y ahora-es, como imagen mental, producto de nuestra memoria. Sin origen ni brújula, el viaje trueca en camino.


El enigma está servido.


Su contingencia, su precariedad formal o maleabilidad como condición de ser-imagen-de-lo-que-ha-sido-y-ya-no-es, sólo puede ser tratada de superar en su afirmación y en el deseo de ser esto-presente y no otra-cosa. Cualquier valor de ser, adquiere su eternidad en la autoafirmación de quienes quieren esto otra vez e innumerables veces; en esto consiste el vitalismo.


Todo lo demás es una neurosis. (¿Me estoy repitiendo?)


¿Quiere esto decir que la Historia, la memoria, nunca podrá ser maestra de la vida, que, por muchos esfuerzos que empeñemos, nunca, de modo alguno, podremos dejar de repetirnos a nosotros mismos?


Bonita pregunta, pero aquí, este demonio que en la más solitaria de mis soledades me conmina a vivir mi vida aún otra vez e innumerables veces no me pregunta sobre mi futuro, sino sobre mi pasado, o lo que podría ser mi pasado; sobre la genealogía de lo que ahora-es. Ya he hablado de todo esto: sólo la voluntad, ante la contingencia de lo afirmado, puede preñar de valor la decisión que carece de criterios para sí misma; sólo una vida o un acontecimiento que pueda regirse bajo este principio merece la pena vivirla o realizarlo una e innumerables veces.


Non, rien de rien

Non, je ne regrette rien.


(... ¡ojo! Ninguna interpretación de una partitura es igual a sí misma.)