martes, 12 de enero de 2010

El Fantasma en la Máquina



En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la “Historia universal”: pero, a fin de cuentas, sólo un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer. (Nietzsche, F., Sobre verdad y mentira en sentido extramoral.)




Erre que erre: Es evidente -de las pocas cosas que a día de hoy continúa siéndolo- que nuestra representación/percepción de aquello que nos rodea en general no es natural sino histórica; lo cual se hace aún más evidente cuando se trata de nosotros mismos.


Desandemos este camino para comprender a qué me refiero con ello.


Salvar la experiencia. Entre los siglos XVI y XVII ocurrieron, en hábitos o espacios, llamémoslos marginales, del conocimiento, una serie de acontecimientos que habrían de dar al traste y modificar los que, hasta la fecha, fueron elementos y estructura del discurso sobre la naturaleza. El viejo sistema de representación se vio saturado y fue necesaria la construcción de un nuevo paradigma.


Hasta ese momento, salvo excepciones marginales, los fenómenos naturales, los objetos que nos rodean, sus interacciones... los hechos, en definitiva, eran explicados, comprendidos, con la vitola del pensamiento mágico. Durante siglos, las culturas orales, pre-historiadoras, atribuían (algunas, las que quedan, todavía lo hacen), inferencia por analogía, un espíritu, un daemon, oculto tras las fuerzas de la naturaleza. Sencillamente, la lluvia, el trueno, los movimientos de tierra, las ventiscas... no eran más que el síntoma, el efecto resultante, de una “intención” por parte del espíritu de turno que se ocultaba tras estos fenómenos. Muchos de esos espíritus, dada la relación de dependencia que nuestra especie tiene y ha tenido con la naturaleza, pronto, fueron divinizados; razón por la cual, cuando nos enfrentamos al mito, a la ciencia clásica, observamos que estas culturas buscaban una explicación afectiva, por lo que se refiere a esos dioses, para los fenómenos naturales: El trueno es el dios X, que anda enfadado o ha vuelto a discutir con A; la lluvia son las lágrimas de Y, que llora la muerte de su amante... (y cosas por el estilo). De modo que, aquella relación que mantenían con la naturaleza no podía ser, como lo es hoy, instrumental, en el sentido de “dominio”. Dicha relación se basaba, por todo eso, en la persuasión: si mato tres corderos y realizo determinado ritual en torno al fuego, lloverá, pues eso agrada a Y; y todos sabemos que las lágrimas de Y suelen hacer brotar el trigo, antiguo amante suyo que no puede hacer caso omiso a sus lágrimas...


Aunque parezca estúpido, ésta es nuestra relación “natural” con lo que nos rodea y ésta fue, básicamente, nuestra forma de relacionarnos con ellos hasta hace tres o cuatro siglos (una forma de relación que no deberíamos denostar con esa mirada tardo ilustrada de nuestro tiempo). No nos rasguemos las vestiduras, yo nací en una ciudad en la que en épocas de sequía lo habitual, por parte del Consistorio, es sacar a la virgen en romería para provocar las lluvias. Fuera como fuera, ineluctablemente, los fenómenos naturales eran explicados según una voluntad trascendente a los mismos; bien fueran las divinidades paganas, bien fuera el dios monoteísta y omnipotente de las grandes religiones posteriores; meras sofisticaciones, pretendidas de ilustración, de un espíritu mágico.


Dicho espíritu, todo hay que decirlo, es natural en el sentido de que es propio de la infancia y explica la propensión de los niños a reiterar rituales nocturnos, por ejemplo, para ahuyentar aquello que temen en la oscuridad o andar por la calle sin pisar las líneas de las baldosas por el simple hecho de que, por hacerlo, algo ajeno a su voluntad podría suceder...


Lo que sucedió durante los siglos XVI y XVII no tiene, en realidad, mucho que ver con el descubrimiento de la verdad; sencillamente, lo que sucedió fue un cambio de paradigma: una nueva forma de “mirar” esos fenómenos, explicarlos y relacionarnos. De la “persuasión” pasamos a la “instrumentación”.


¿Cómo fue esto posible?


Sencillamente, dejando de ser niños, en ese sentido mágico.

Sencillamente, dejando de presuponer “intención”, “voluntad” o “espíritu” tras los mismos.


Y la razón de este cambio no tiene nada que ver con la justicia o la verdad, sino que, por otras razones que omito (haré caso a mi amigo, el poeta apátrida Julien Torma, y no me excederé en las formas ni me extenderé en los contenidos de mis post, para hacerlos más digeribles), los viejos sistemas de representación dejaron de resultar “útiles”, “válidos”, para predecir cómo se habrían de comportar dichos objetos naturales. En pocas palabras, nuestra ciencia, basada en la “persuasión” dejó de resultar efectiva porque comenzamos a mirar a la naturaleza de otra manera; perdimos nuestra visión infantil.


El nuevo modelo de representación, además de predecir el comportamiento de los fenómenos naturales y englobar sus objetos en torno a una nueva explicación que los contenía a todos ellos de forma unitaria, resultaba más efectivo en cuanto al “dominio” que sobre ellos podíamos ejercer. Se basaba en algo tan sencillo como pensar los fenómenos y los objetos como algo sujeto a leyes, sin voluntad o intención, sin capricho, en definitiva. En esto consiste la representación mecánica de la naturaleza: en una máquina engrasada y constreñida, según sus engranajes, por leyes que determinan sus movimientos, como los de un autómata; si somos capaces de “conocer” dichas leyes, podremos dominar estos fenómenos.


Todo parecía estar en su sitio: podíamos “predecir” eclipses, lluvias, la parábola que describe una bala de cañón, el comportamiento de las ondas de luz, las cualidades de los vidrios, con los que construimos lentes para ver en la distancia... Todo parecía bueno, como cada noche de los seis días de la creación, salvo una cosa: Qué sucedía con nosotros.


¿También nosotros éramos máquinas, autómatas, regidos por leyes, sin voluntad, sin intención?


Éste es el punto de partida para el nacimiento del sujeto ilustrado, que dio lugar a una representación dualista del mundo: nuestro cuerpo es una máquina (res extensa), regida por leyes mecánicas, separada de nuestro espíritu, que es, básicamente, res cogita: voluntad, intención.


Así es el contexto en el que se institucionaliza el mito del Fantasma en la máquina (no recuerdo quién fue el primero en utilizar esta expresión y no me apetece nada buscarlo –últimamente ando desganado y soy una sombra que nada tiene que ver con quien esto escribe-; lo que sí habría que matizar es que, para que fuera posible, hacían falta ciertas concepciones sobre el mundo y nosotros mismos que hunden sus raíces en el pensamiento clásico y en el cristianismo).


Este nuevo paradigma, a grandes rasgos, viene a decirnos que la estructura mecánica de nuestro cuerpo no está dejada a su suerte ni al azar; que, de alguna manera, esta máquina, está gobernada por un fantasma, Yo, capaz de actos morales, estéticos y cognitivos. Nunca hasta ese momento, el deber, el querer y el saber se habían conjugado de esta forma.


Para quienes seáis lo suficientemente intuitivos, podréis imaginar que, dicha representación, no es más que caldo de cultivo para un fenómeno característico, aunque no exclusivo –diría que forma parte de aquello que más nos diferencia con respecto a cualquier otro mamífero superior-, de la modernidad: la neurosis. Esa distancia, esa brecha entre Yo y “mi” cuerpo, en muchos casos, es efectiva: presenciamos conductas que no se corresponden con la intención o la voluntad del fantasma que debería regir la máquina; de lo que se derivan argumentos ad hoc para hacer “casar” una conducta que no se corresponde con la visión que un Yo tiene de sí mismo o gran parte de las contradicciones que nutren la compleja subjetividad moderna.


(No hace mucho tiempo escuché a una persona, tras una conducta similar a otras suyas en el pasado, decir: esto que he hecho es indigno de mí... Su fantasma se rebelaba contra la máquina, el autómata, ¿o fue la máquina la que se rebelaba contra el fantasma...?)


No nos extraña, o no debería, en definitiva, que, a la hora de la verdad, siempre es el Otro quien mejor intuye una posible conducta por nuestra parte, o el menos sorprendido ante determinada conducta. Al fantasma le sorprende más la máquina que a quien lo mira o está acostumbrado a interaccionar con ella, porque el Otro sólo puede “ver” e interaccionar con la máquina y uno mismo, nos han educado para ello, apenas “presiente” al fantasma, con quien mantiene un diálogo de sordos... Pero, como todos sabemos, los fantasmas no existen, ¿no?


No, los fantasmas no existen. Durante los últimos ciento cincuenta años se han venido haciendo experimentos de todo tipo, primero con animales, después con esos otros animales que somos nosotros, y todo parece indicar que, sea como sea, nuestra conducta, o gran parte de ella, está regida por una mecánica interna; todo aquello que entra dentro de nuestro mundo consciente, el mundo de las palabras, no es más que la “traducción” o la “sustitución” representacional, el envés, de una conducta efectiva (podemos sentir rechazo –conducta- ante determinadas personas y el fantasma ideará un discurso paralelo para justificar intencionalmente dicha conducta –diferencias raciales o de pareceres; atribución de cualidades, subjetivas, por parte de quien las atribuye, al individuo discriminado...-, que, a su vez, no deja de ser una conducta en sí misma). Ésta es la razón por la que la psiquiatría contemporánea, sea cual sea la escuela que se juegue la pertinente subvención, entiende que el equilibrio o la “salud mental” –ojo con estas expresiones- de un individuo está estrechamente relacionado con la adecuación entre fantasma y la máquina.


Todo conocemos los ya manidos experimentos llevados a cabo por Iván Pávlov con animales y que, posteriormente, John Watson probó en humanos (concretamente, éste, solía hacerlos con sus propios hijos, quienes, al parecer, no guardan un grato recuerdo de aquellos experimentos ni de su padre); con ellos se inicia la corriente conductista, que, agrandes rasgos, desmiente el mito del Fantasma en la Máquina, y reduce aquellos actos voluntarios y cargados de presunta intención a condicionamientos complejos: procesos mecánicos de un cuerpo que no son innatos sino adquiridos según una trayectoria vital. Como sabemos, al afamado perro de Pávlov (fueron varios, no uno; y no sólo perros), además de otros efectos concomitantes, se le había “condicionado” a salivar en el preciso momento en que escuchaba una campanilla mediante la conexión establecida y reforzada entre la ingesta de alimentos y el sonido de esa campanilla, de forma que, incluso ante la ausencia de comida, nuestro cánido amigo continuaba salivando. Del mismo modo que yo salivo ante determinados estímulos, que tengo el gusto de omitir, gran parte de mi vida consciente, gran parte de mis conductas efectivas son el resultado de años de condicionamiento. Incluso la adecuación entre mi fantasma y la máquina es, en sí misma, otro condicionamiento algo más reciente.


Así se forma la noción del Yo (o los yoes) como tarea, como proyecto, como artificio, en contraposición a la idea del sujeto como sustancia ahistórica, trascendental, o como un sustrato más allá de este cuerpo mío que, constantemente, se me/nos presenta como un límite para mi intención o voluntad. Ese Yo (o esos yoes) es el resultado de una mediación fructífera en términos efectivos y de interrelación entre el fantasma y la máquina; mediación que tiene por condición de posibilidad el sustrato temporal por el que el fantasma es capaz, si es honesto, si no desvaría, de mirarse a sí, de remedar, su conducta y determinar posibles variantes conductuales sustituyendo al antiguo condicionamiento por nuevas estrategias conductuales.


(Quizá, entiendan algunos, por qué la categoría de “tiempo” ha sido y es constantemente frecuentada por el pensamiento de nuestros días.)


Alguien se estará preguntando ¿qué demonios hago hablando de todo esto?, ¿acaso me he retractado y ando leyendo a hurtadillas algún best o longseller de treinta euros de la sección de autoayuda del Fnac?


¡Qué me cuelguen, no! Si tuviera treinta euros de sobra los gastaría en cualquier otra cosa más “estimulante” para esta máquina que ha de convivir (o aguantar) con su respectivo fantasma. Ya sabemos que todas las viejas mansiones que se precien, sean o no anglosajonas, tienen su fantasma. Sucede, simplemente, que, frente al espejo, mirando a la máquina, per a tenir cura d’ella, a veces, yo mismo me sorprendo y olvido que todas estas pajas mentales a las que estoy acostumbrado no son maniobras espirituales, procesos cognitivos regidos según determinada lógica trascendental, del fantasma que esto escribe, sencillamente son conductas aprendidas de este cuerpo que tiene por costumbre pensarse a sí mismo; pero, también percibo otra cosa: todo lo que soy, como persona, como ser humano, se lo debo a esa constante imposición de límites, a esa suspicacia ineludible entre ambas instancias que me ha otorgado el privilegio de que haga demasiado tiempo de que mi fantasma no prorrumpa con frases del tipo esto es indigno de mí o desechara las viejas estrategias ah doc manufacturaras para dormir plácidamente. Mis deudas de sueño están, de esta forma, más que saldadas cada día que me siento orgulloso de ser una elección, y no cualquiera, sino la que yo he construido con los viejos materiales de deshecho que hallé en el solar ruinoso en el que un día me desperté.


Basta con mirar a alguien a los ojos para saber si es una matriuska, un fantasma o un equilibrista; aunque a veces las apariencias engañen, el tiempo pone a cada uno en su sitio.


Yo prefiero a los equilibristas; entre funámbulos, muchas veces, está todo dicho.


[Por cierto, si alguno tiene algún interés en desentrañar lo que trato de decir, que no busque ese sentido en las palabras; preguntárselo, quizá os conteste, al cuerpo de la fuente o a los espacios/suspiros oscuros entre mi pálida grafía.]