miércoles, 24 de febrero de 2010

Babilonia


Saber diferenciar las “lenguas” del “habla” es un paso preciso para comprender aquello que se esconde entre bambalinas del lenguaje.


Ídem: aquello que el lenguaje muestra sobre nuestra condición queda tapado, una vez más y siempre, por la misma escenografía lingüística. Del mismo modo que un actor no puede renunciar, subido a escena, a toda la parafernalia que lo rodea, pues quedaría desnudo ante el personaje y éste, del mismo modo, no podría comparecer –sin cuerpo no hay presencia-, tampoco el público sería capaz de imbuirse de la ficción teatral si ésta prescindiera de escenarios, vestuario, interpretación, efectos sonoros... –sin forma no hay corporalidad.


Aquello que el habla muestra, en definitiva, no puede ser dicho; y aquello que no puede ser dicho es el carácter quimérico del habla.


El lenguaje manifiesta su propia imposibilidad; se desmiente a sí mismo.


En este sentido, cualquier intento fonético no es más que una reminiscencia gutural, el eco de un grito de horror que atraviesa, parte a parte, nuestra historia.


(No temáis, no van por ahí, hoy, los tiros; prometo ser condescendiente y festivo, mientras haya luz, incluso, conmigo mismo.)


Me produce cierta hilaridad esa actitud tardo-ilustrada de quienes se desenvuelven en distintas lenguas enseñoreando su exquisita y privilegiada educación ante quienes por amor y costumbre sólo pueden tantear el mundo por medio de un registro lingüístico. Cierto es que quienes manejan varias lenguas nunca alcanzan a hablar realmente ninguna de ellas; puesto que hablar una lengua, desenvolverse con soltura en ella, es una relación amorosa, erótica, de uno mismo con una forma de darle forma al mundo, con ese afuera ingobernable que nos gobierna, donde cada uno de nosotros somos el resultado de esta tensión.


Argumenta el políglota contra quienes guarda una relación filial, fiel, con su lengua madre, a la que veneran –porque sin ella no habría mundo y ese mundo está forjado tras la titánica lucha de quien se revuelve a cada momento, con cada palabra-, que su falta de cosmopolitismo (uops, palabra maldita, como Dios, Alma y Fe) es el resultado de la construcción moderna de los estados nación, ligados a lenguas nacionales. Arguyen que el estado natural (uff, ésta también debería ir entre paréntesis ahí arriba) se corresponde a un manejo natural de varias lenguas, cuando las culturas y los pueblos carecían de fronteras definidas y el “intercambio” de pareceres era lo habitual (entrecomillo intercambio para remarcar el carácter económico, mercader, de esta actitud).


El cosmopolitismo no es la apertura de la identidad a lo diferente; el cosmopolitismo es una identidad como cualquier otra, tan excluyente y violenta a lo no-adecuado como las máximas patrióticas a las que esta modernidad decadente que nos está estrangulando nos tiene acostumbrados. Un disfraz como otro cualquiera.


Breguemos con la identidad; sólo en el forcejeo se gesta la legitimidad del Yo.


Hace un tiempo, cuando alternaba mi vida entre mi ocupación como camarero (o lo que fuera) y como un valor en alza que paseaba imponente del brazo de algún catedrático por la facultad mientras fraguaba en mi mente una tesis doctoral que, me temo, nunca defenderé –todos sabemos, ahora, el alto riesgo de invertir en un hedge fund-, trataba de esbozar un esquema contraintuitivo de los mecanismos lingüísticos, su imbricación con el hecho cognitivo y sus consecuencias en una cultura como la nuestra, que anunciaba la decadencia con que habría de cerrarse desde su propio origen.


A decir verdad, resultaba difícil dar con la clave, extrapolar el discurso derridiano, wittgensteiniano, a un acontecimiento histórico que lo justificase y diera cuenta del problema en el que nosotros mismos nos habíamos metido.


Quizá el problema de base estribaba en la fuerza con que los mitos y nuestra concepción natural de nuestra condición y herramientas no nos dejaban ver más allá de nosotros. Aquella lengua adámica, pervertida, caída en la diversidad de lenguas babilónicas, mito recurrente, arcano, que puede ser rastreado en varias culturas y que no es ni quiere ser exclusivo del cristianismo, planteaba un origen, un punto de partida erróneo.


Dimos por bueno el hecho de una pérdida del común acuerdo, de la lengua común, como el origen de la confusión entre individuos, cuando, todo lo contrario, el hecho originario se funda en la confusión inicial y continuada, presente hoy en día, que no puede ser salvada por el lenguaje, por mucho empeño que pongan Chomsky y sus amigos en ello (Kant era un tipo serio, ellos son unos degenerados).


Mi obsesión por la escritura y la relación que como fenómeno mantenía con todo ello (quizá ese acontecimiento histórico que andaba buscando), en un principio mera intuición, posteriormente, en otros contextos extra-académicos, comenzó a encajar en todo este asunto. Yo partía de dos premisas:


i) Un acto enunciativo carece de sentido y referencia, o de un recorrido pautado para su interpretación, no sólo por parte de receptor de dicho mensaje (me refiero al habla natural; por lo que se refiere a la escritura, artes o instituciones por el estilo, es evidente), sino para el emisor mismo. En otras palabras: somos actores de una función que desconocemos y salimos a escena con los ojos vendados y el resto de sentidos embotados (según palabras de una amiga, lo maravilloso de todo es que, al final, no se sabe cómo, la función siempre es un éxito; según mis palabras: lo maravilloso es que no nos matemos todos los días).


ii) El lenguaje no es un sistema de signos mediante el cual podemos expresar, traducir, un mundo cognitivo interno, trascendental o universal. El lenguaje es la base, la materia de dicho mundo; sin él no hay mundo. Su adquisición no tiene nada que ver con la puesta en función de un programa interno, gramática previa o algo por el estilo (alguien debería darse cuenta de que Dios no existe, por mucho que quieran naturalizar este concepto aberrante); tampoco con la adecuación de un lenguaje privado anterior con el que se solapa este lenguaje segundo y compartido por todos. En definitiva, el sentido no juega ningún papel relevante en la adquisición de una conducta lingüística por parte de un sujeto, que a su vez -dicha conducta adquirida-, conformará otras conductas cognitivas concomitantes a la conducta paralela; el sentido, en todo caso, es una reminiscencia interna posterior que no puede ser dicha, que carece de expresión y que tratamos de adecuar, con más pena que gloria, al lenguaje mediante el cual “tratamos” de comunicarnos.


En otras palabras: la cognición es lenguaje y éste no es más que la sustitución de nuestra naturaleza por un artificio que termina conformando otra naturaleza, distinta pero sumida en la originaria.


(Tenemos el escenario perfecto para la más bella de todas las tragedias.)


Ahora, preguntémonos: si hoy en día, mediante instituciones, tenemos las herramientas suficientes para unificar, homogeneizar, legitimar su imposición, las formas lingüísticas; si tenemos diccionarios a los que recurrir en caso de ambigüedad o mal uso de un término, etc., ¿cómo es posible que cada día sea aún más difícil delimitar las fronteras de nuestras lenguas, definir lo que es una lengua (hay quien afirma que la definición más adecuada para el término lengua es ésta: un sistema de signos amparado por un ejército o por un grupo económico de poder) y, más aún, la comunicación entre individuos?


No lo duden, la confusión babélica es nuestro punto de partida; quizá nuestra única verdad. Acostumbrados a interpretar el mundo o los actos de habla según códigos estrictos (lenguas), se nos hace complejo imaginar un mundo donde cada individuo pudiera representar, ostentar, un lenguaje en sí. No me estoy refiriendo a una inconmensurabilidad entre lenguajes o sentidos internos, me estoy refiriendo al “uso” que cada individuo hacía de un término y a su fonética (doy por hecho la evidencia de que una lengua no es sólo sistema de signos, sino una serie paralela de mecanismos reflejos de tipo fonético/fisiológico/conductual; razón por la cual cuando se aprende una lengua a cierta edad resulta casi imposible pronunciarla “correctamente”, puesto que nuestra capacidad mimética para reproducir determinados sonidos estás más que atrofiada, del mismo modo que nuestra capacidad para crear nuevas sinopsis neuronales o introducir variables conductuales equivalentes a las ya interiorizadas), a la relación que cada individuo mantenía con la lengua o la palabra en cuestión (este matiz, en el contexto en el que fue pensado, hace de las Investigaciones Filosóficas de Wittgenstein una de las obras más lúcidas que se han escrito en este siglo que ya es historia).


¿Qué función cumplió la escritura en todo ello? Como he dicho alguna que otra vez, con la escritura surgió un modelo para la consolidación de las lenguas tal cual las entendemos hoy en día; con la escritura fue posible elaborar gramáticas cuyo esquema, del mismo modo que una palabra o expresión sustituía una conducta natural, imprimía e imprime esa lógica que hoy en día, muchos, continúan afirmando como trascendental o ahistórica; con la escritura, nuestra relación con el lenguaje, sus átomos, los conceptos, se tornó reverencial, de modo que proyectamos, más allá, sus sentidos en busca de una referencia; con la escritura surgió la Filosofía y con ella, no sólo el resto de ciencias, sino una manera de relacionarnos con nosotros, con el mundo y con quienes nos rodean, cuyo resultado es este campo de ruinas que es la cultura occidental, su agonismo victimista, sus decadentes ansias de modernidad y la más acomplejada de todas las poses hasta ahora pertrechadas: el cosmopolitismo, la globalización (un rizo para lo rizado).



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No, jo no puc dir “ne me quitte pas” amb aquesta sensualitat (solament sé parlar la meva llengua, com cadascun); probablement perquè, per a escoltar-lo, cal ser autocrític amb un mateix i començo a dubtar que hi hagi algú que ho sigui real i honestament, que vulgui enfrontar-se a la seva veritat sense cometre una injustícia per resposta.


No, no tinc per què adoptar cap posat, no he de netejar ningua consciència de classe, per la qual salvar a l'altre és salvar-se a un mateix, només per a salvar-se a un mateix.


No, no tinc la necessitat de lluir els meus assoliments enfront de cap públic.


No, la meva dignitat està en lloc segur; no requereixo del consentiment de la gossada.


No, no necesito medallas de latón, despachos soleados ni sueldos regulares para amar como amo y he amado a mi especie.


No, no me hace falta decir que dejaría licuar mi sangre sin con ello fuera posible plantear un futuro más digno para los que vienen detrás (porque nuestra generación está perdida, hipotecada) que este presente imposible que nos han dado a soportar.


Si alguna vegada declamo “ne me quitte pas”, no, no miris enrere; la meva musa és l'esperança; ella és la meva única reina.



¡Ave, Cesar...!






(Haciendo amigos.)