domingo, 14 de febrero de 2010

De vuelta a casa (II)



No conocía sus nombres, nunca antes de esta noche, y nunca más, nos habíamos visto. Había perdido, hacía rato, el rastro a Julien; la última vez que nos cruzamos deshacía a versos la resistencia de una de las ninfas que serpenteaban por la oscuridad de este antro gratuito, sin reserva de derecho de admisión, en el que de vez en cuando hacemos parada para abrevar y desnublar los efluvios que, inevitablemente, el paso de los días acumula sobre nuestras sienes y nos agrietan el gaznate, desatando esa sed imprecisa que nos impulsa a apostar nuestros últimos céntimos al más delicado y provocador juego de cuantos se puedan elegir.

Hablaban idiomas de imposible fonética, cada uno de su tierra. Los acompañaban cuatro ninfas, también de tierras lejanas, más al norte; donde el frío es costumbre y la franqueza su más válida forma de existir.

Me invitaron a recorrer con ellos la mañana gris con que se anunciaba el final de un sueño, el rostro velado tras el escenario que nos cobijó de la noche y nos rescató de la mañana siguiente.

Entre miradas estimulantes, aromas afrutados y abrazos sinceros que no volverían a repetirse, mientras las promesas, ciertas, se deshacían con su último silabeo y esa repentina conciencia que, amartilla con menos furor de lo acostumbrado, te recuerda tu lugar en ese instante, nos fotografiamos en la esquina de la calle Avinyó.

Nevaba en la ciudad de los prodigios, a la altura de las Ramblas, un pequeño y leve goteo blanquecino que humedecía nuestros pasos y tiznaba de ilusión esa sonrisa poco frecuente que quienes me conocen valoran como un milagro y cultivan como si tras ella fuera el mundo quien sonriera; una ventana a la esperanza.

Nunca había visto nevar (mis ojos eran los de un niño). Apostado a la entrada de ese otro antro con salto y seña que se esconde en la esquina de un callejón del barrio de la Ribera, a pocos metros del Gótico, me despedí de mis anfitriones, hasta la vista, por supuesto, y me dispuse a tiritar bajo la nieve, marcando el paso al compás de los zumbidos huecos con los que este cúmulo de sensaciones habían empañado toda forma de entendimiento para abrirme el paso a la claridad.


Qué efímera e infrecuente es la plenitud.

Homines sumus.