jueves, 11 de febrero de 2010

Spleen y doxa



Hay un cuadro de Goya (disculpen, siempre he querido empezar un texto así y esta vez tenía la excusa perfecta)... rectifico, no es un cuadro, es un grabado al que hice referencia no hace mucho, que lleva por título El sueño de la razón produce monstruos, en torno al cual quería aclarar una cuantas cosas y dar acuse de recibo a una apreciación que me han hecho.

Al lío. Os pongo un poco en antecedentes, un par de pinceladas para ubicarnos: la pintura en cuestión pertenece a la famosa serie de Los Caprichos, que conformaba una crítica, por medio de la sátira y otros recursos retóricos (no todos propiamente pictóricos, como ahora veremos), de la sociedad de la época, aquel mundo oscuro del que pretendía salvarnos la moda ilustrada. Son ochenta en total, los primeros tenían características mucho más figurativas que los de la segunda hornada, también eran más realistas; los otros comienzan a introducir personajes grotescos, fantás(magór)t(icos) o visiones delirantes... Existe una ambigüedad en esta serie de grabados, en Goya y, más aún, en el grabado al que hago referencia.


Goya fue un pintor ilustrado, participó de aquella moda, no hay lugar a dudas, pues defendió con su pincel el proyecto ilustrado tal y como fue pensado en este país: mirando hacia fuera; nunca hemos tenido más remedio que hacer eso. También sabemos que, en sus últimos años de vida, además de ciertos achaques físicos, sufrió ese mal del alma, aquella melancolía, decepción, pesimismo o escepticismo ante el proyecto que abanderó siendo más joven, más inocente; a ello no ayudó en nada la ocupación francesa y el reinado de José Bonaparte (con la aureola de la Revolución Francesa como parapeto se comenzaron a forjar los primeros gestos del Totalitarismo en Europa y los hijos de la razón, sus artificios, eran tan humanos como la humanidad contra la que se rebelaban): un rey impostado e impuesto; una marioneta de la soberbia imperialista de un déspota. En definitiva, lo que no ayudó fue ver cómo este proyecto, en manos de quienes podían haber pasado a la Historia, concluyó como suelen concluir todos los proyectos por el simple hecho de serlo y por la necesidad de aplicarlos por parte de un colectivo: la ilustración, a falta de tal, mostró su cara más oscura; el reverso de aquello sobre lo que se fundamentaba y por lo cual reivindicaba su legitimidad. Que nadie se escandalice, yo aún tiemblo a veces cuando acudo a determinadas charlas y conferencias, rodeado de ese medio centenar de iluminados convencidos de saber qué necesita la Historia, un pueblo o nuestra cultura para elevarse hacia las nubes que suelen poblar sus cabezas y cómo ha de ser realizado su proyecto; percibo ese aire despótico y moralista de quienes no soportan que se les rebata a la manera pirrónica, definida por mi querido amigo Michel de Montaigne como una lucha en la que, para desarmar al contrario, primero, uno ha de desarmar a la razón misma (a sí mismo) o a las vías y al vehículo con el que discurre. Resulta un poco triste que en algunas facultades suceda que, entre estadística y estadística, autores de escuelas anglosajonas de tinte sociológico (todos muy científicos, no faltaba más) y la pertinente educación en contactología, no se repartan, como panfletillos ociosos y poco dañinos, entre café y café, mientras solucionan el mundo, y también el nuestro, los textos del ensayista francés o los de su amado amigo y compañero Étienne de La Boétie...


Disculpad; me he vuelto a ir de varetas (no en sentido literal...).

Eso, la pintura. En el grabado, como vemos, destaca un texto –René Magritte no inventó nada nuevo- en el que podemos leer la leyenda que le da título. Como decía, alguien me comentó, y estoy completamente de acuerdo con ese alguien, que el texto entraña cierta ambigüedad: puede ser leído tal y como lo utilicé, ten cuidado con lo que sueñas, pues podría hacerse realidad, o todo lo contrario: cuando “duerme” la razón, el mundo se puebla de monstruos. Según se lea el término sueño, en sentido figurado o literal, cambia el referente completo o el sentido del conjunto; lo difícil no es dilucidar cuál es el sentido “correcto” o aquello que trataba Goya de decir –eso no importa-, lo difícil, queridos, es discernir cuál es la diferencia entre sentido literal y sentido figurado, si es que la hay. Equilicua!. No tengo nada que decir ni me alarmo ante el hecho de que un texto, una frase, un aforismo, porque de eso se trata, pueda tener múltiples significados; a decir verdad, me encanta que así suceda; me pone que el mundo, que todo lo que consideramos vinculante y digno de veneración, se hunda; me excita. ¿Trataba Goya de mostrar este fenómeno? Si así fuera, Goya, como pintor, sería aún más interesante de lo que ya lo es. No hay mejor argumento contra un moralista que éste: que su mundo, ante sus ojos, se desvanezca y desaparezca bajo sus pies, mientras yo floto, como un cristal hecho añicos, esbozando una sonrisa de niño cabrón que no sé disimular. Quizá, Goya, en la oscura locura de sus últimos días, no hacía más que reírse de todos nosotros, emulando las siniestras sonrisas que poblaban sus pesadillas, los monstruos de la razón.

Todo lo que nos rodea no es más que un juego de transparencias, un ‘lego’ imposible compuesto por conceptos etéreos, bipolares, mecidos por transposiciones, extrapolaciones, analogías descabelladas... intestinos entrecruzados que se reivindican en la historia como muescas o graffitis en cada palabra y que “un pueblo considera firmes, canónicos y vinculantes [...] monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal”, (sí, es de Nietzsche).

Sucede con los aforismos lo mismo que sucede con un verso del mal llamado género poético o con un cuadro mismo; porque todas estas variantes vienen a ser lo mismo (un cuadro es un aforismo, un verso es un cuadro y todos son imágenes retóricas plagadas de conceptos rígidos pero, a su vez, tan frágiles y maleables que difícilmente nadie debería darse el lujo de decir éste es su sentido justo y aquélla su bella referencia). Quien observa un cuadro, lee un aforismo, recita un poema... más aún, quien lee una obra literaria, filosófica... no, aún más, quien crea que comprende el mundo y la realidad que vive, quien cree que sabe lo que un autor "pretende decir" (en el caso de la Vida sería, ups, Dios –sí, ése mismo-), incurre en un riesgo común, inocente, entrañable –sólo en algunos casos-: el de presuponer que hay autoría o sentido, cuando lo único que hay ante nuestros ojos no es más que un desafío que escapa a nuestro dominio -el de quien vierte las palabras o el de quien da cuenta de ellas-, al que siempre nos prestamos. Ya se sabe... humanos, demasiado, ¿verdad?

Como tampoco es de recibo a estas alturas de la historia engalanarnos con la actitud socrática y mantener la pose de no saber nada, suelo fiarme de quienes dudan, no sistemática o metódicamente, sino de quienes dudan de la pregunta misma, de la cuestión a rebatir, del derecho o justicia en torno a la pregunta cuya respuesta, como digo, es simplemente poética, retórica, desde un punto de vista compositivo, e inescrutable, inconmensurable e inextricable, por lo que toca a la cognición.

¿Qué nos queda, entonces? Sí, tiemblen, yo vivo así todos los días; incluso, hay días en que no se está tan mal.

A esto es a lo que, yo creo, que se refería Kant cuando escribía atrévete a saber; bueno, no a esto exactamente, pero, extrapolado a nuestro tiempo, si él tuviera que soportar esta época –y, casualmente, o no, ambas épocas tienen cierto carácter agónico que les proporciona ese aire de familia que tanto nos tienta a pensar en sentidos y lógicas históricas-, anteponiendo este reto a su moralismo, estoy seguro de que me acompañaría más de una noche a brindar y temblar conmigo entonando su máxima.


(Por cierto, quien busque un sentido o un referente exacto a las palabras de esta entrada, quizá es que no ha comprendido nada de lo que trato de decir y nunca logro expresar, pues de buena tinta admito que hay cosas que no pueden ser dichas, a menos que se recurra a cierto aparato conceptual que trato de eludir y con el que sólo conseguiría captar una imagen fotográfica cuya iconografía y retórica apenas tendría sentido sólo para iniciados.)


¡Salve!