martes, 16 de marzo de 2010

“Cuando el niño era niño...”


La representación de nuestras metrópolis modernas como “colmenas”, espacios reducidos donde se concentran, vagan y, a veces, se enfrentan miles de individuos, tan cercanos, tan lejanos entre sí, es una idea recurrente de aquel siglo que fue inaugurado, frenéticamente, preñado de posibilidades y con cuyos acontecimientos ha sido erigido el mayor monumento histórico a la desesperanza.


Releía, hace unos días, un texto de un antiguo profesor, y amigo al que quiero, (Cielos sobre Berlín) en el que reflexionaba, en su décimo aniversario, sobre los hechos, las ilusiones y las consecuencias de la caída del muro que dividió la ciudad tras el fin de la segunda Gran Guerra. Volví a leerlo, no viene al caso, y recordé un momento del film de Wenders que él suele describir; la secuencia final que a él tanto le gusta recordar como anécdota, con claras, y nada sesgadas, pretensiones alegóricas, en la que uno de los ángeles protagonistas (Casiel) desciende de la Gedächtniskirche y tropieza de buena mañana con un comerciante al que saluda con un, con los tiempos que corren, desconcertante “Guten Morgen!” [Debo ser sincero, en ninguna de las dos copias que he visto de la película existe esta secuencia].


El cielo sobre Berlín (Der Himmel über Berlin), además de constituir con todo el descaro una reflexión benjaminiana, es un film desconcertante, un bello experimento; uno más de estos engendros con los que, de tiempo en tiempo, de forma intempestiva, no prevista, resurge (como sucedió con Blade Runner) esa voz crítica, ese grito-llamada existencial, que tanto, hoy más, precisan los acontecimientos de nuestro tiempo.


“Cuando el niño era niño...” no había aprendido a decir ‘no’.


El film tiene una serie de peculiaridades que lo diferencian de otros filmes con similares aspiraciones estéticas o que aborden temas tan manidos como el canto a la esperanza o el amor a la humanidad (ésa que se conjugaba con mayúsculas, cuando el niño era niño).


Quizá el Arte sólo consista en realizar aquello ‘mismo’, diferenciado de lo demás; del mismo modo que alguna vez he comentado que la belleza es aquello que acontece de forma inesperada y, aun así, se adecúa.


“... y aun hoy es así.”


La cinta está dirigida por Wenders, con guión de éste mismo y de Peter Handke, y la dirección de fotografía quedó a manos de Henri Alekan. Narra la historia de dos ángeles, Damiel y Casiel, que sobrevuelan Berlín; ese Berlín de finales de los ochenta, dividido por un muro que, junto con la ciudad, es el auténtico protagonista de la misma. Ambos son testigos (mudos) del transcurso de los acontecimientos de la ciudad; repletos de compasión e impotencia, apenas pueden inmiscuirse o intervenir en el curso de esos acontecimientos o en la vida de unos ciudadanos aislados, encerrados en sí, absortos en su propia tragedia; reflejo, a su vez, de la tragedia que los engloba. Pueden acompañarlos y escuchar sus pensamientos, incluso alcanzan, o lo intentan, a consolarles, pero no pueden ser vistos, carecen de capacidad de intervención, salvo por los niños y por un personaje, Homero, narrador que trata de enlazar los hechos con el pasado para comprender o arrojar luz sobre las cosas que se suceden, con el que convergen y dialogan en cada uno de sus encuentros en la Biblioteca Estatal (otro protagonista, también, del film).


La historia no da mucho más de sí: Damiel está cansado de acompañar impotente a esos individuos sobre los cuales todo lo sabe y cuya naturaleza le es ajena; quiere dejar de ser “testigo” para convertirse en “actor”; quiere “comprender”, más allá del entendimiento que su experiencia angelical le ha otorgado, los sentimientos y sensaciones que le son vetados y de los que es testigo cada día de su vida inmortal. Por todo ello, quiere renunciar a su inmortalidad, convertirse en un individuo más y, sobre todo, ganar el amor de Marion, una trapecista circense, cuyos deseos escucha de un tiempo a esa parte y en los cuales nunca le es dado participar...


“[...] ahora sé lo que ningún otro ángel sabe.”


La peculiaridad del film reside en la manera en que fue rodado. Al parecer, Wenders encargó el guión a Handke, quien en un principio rechazó la oferta (por lo visto no se veía capaz de desarrollar un guión a partir de la idea inicial de Wenders), aunque más tarde aceptó. Así, sin guión ni diálogos, comenzó un rodaje intermitente y fragmentario, cuyos recursos expresivos residían en el imponente escenario berlinés, todavía con las secuelas visibles de la guerra; en el contraste entre el blanco y negro (recurriendo a eso que en el argot llaman “la noche americana”), cuando se ofrece la perspectiva de los ángeles, y el color, cuando se trata de los humanos; en soberbios planos aéreos y juegos de planos y contraplanos de la ciudad y de la Biblioteca Estatal y en una fotografía estudiada hasta el detalle. El resultado fueron varios rollos de fotogramas, prácticamente, mudos a los que se les fue añadiendo, conforme se escribía el guión, reflexiones y voces en off (tanto por lo que se refiere a los diálogos como al diálogo interior de los personajes). Mediante este recurso audiovisual, fue posible, desconozco si así era pretendido, lograr un efecto característico de la novela del siglo xx: el del transcurso de la conciencia; sólo que, en el film, donde dichas voces se entremezclan o intercalan, alcanza ese clímax urbano, aquella sensación de colmena habitada por cuerpos en constante roce y siempre incomunicados.


Sí, eso es, precisamente, lo que me llamó la atención la primera vez que vi esta cinta y lo que me ha llevado a escribir sobre ella esta segunda vez. Qué mejor modo de expresar la impotencia de Damiel y Casiel que acompañándolos y ser testigos, junto a ellos, de su experiencia, de ese cúmulo de voces escuchadas, descontextualizadas; de esos rezos inaudibles; de esa desesperanza, en definitiva. Mientras tanto, kilómetros de muros se yerguen cada día entre nosotros.


Recordar estas escenas la próxima vez que toméis el metro o miréis a alguien a los ojos.


Wenders, Handke, Damiel y Casiel, mientras tanto, nos recuerdan una cosa: todas las tragedias son históricas y la desesperanza una circunstancia. El tipo de incomunicación que atraviesa nuestras sociedades actuales es el resultado de un sistema que lo ha propiciado. Tenemos el mundo que nos merecemos pero... ¿somos capaces de llegar, realmente, a saber en qué mundo queremos vivir?


Me temo que mientras no sepamos dar con la respuesta a esta pregunta, estamos condenados a no poder continuar formulando las siguientes.


Mientras tanto, yo trato de aguzar el oído cada vez que subo al metro, tratando de captar esas voces, pero, a la vista está, yo no soy precisamente un ángel.



***


Cuando el niño era niño caminaba con los brazos colgando,
quería que el arroyo fuera un río,
que el río fuera un torrente, y que este charco fuera el mar.
Cuando el niño era niño no sabía que era niño,
para él todo parecía animado,
y todas las almas eran una.


Cuando el niño era niño no tenía opinión sobre nada,
no tenía ninguna costumbre,
se sentaba en cuclillas,
tenía un remolino en el cabello,
y no ponía caras cuando lo fotografiaban.

Cuando el niño era niño era el tiempo de preguntas como:
¿Por qué yo soy yo y por qué no tú?
¿Por qué estoy aquí y por qué no allí?
¿Cuándo empezó el tiempo y dónde termina el espacio?
¿Acaso la vida bajo el sol no es sólo un sueño?
Lo que veo y oigo y huelo,
¿no es sólo la apariencia de un mundo ante el mundo?
¿Existe de verdad el mal y gente que realmente son malos?
¿Cómo puede ser que yo, el que soy,
no fuera antes de devenir,
y que un día yo, el que yo soy,
no seré más ése que soy?

Cuando el niño era niño le costaba tragar las espinacas,
los chícharos, el arroz con leche y la coliflor al vapor,
y ahora come todo, no sólo por necesidad.


Cuando el niño era niño alguna vez despertó en una cama extraña,
y ahora, lo hace cada día.
Muchas personas le parecían bellas,
y ahora, sólo en ocasiones de suerte.


Se imaginaba claramente un paraíso,
y ahora, cuando mucho, lo adivina.
No podía pensar una nada,
y hoy, se estremece ante ella.


Cuando el niño era niño jugaba entusiasmado,
y ahora se concentra como antes
sólo cuando se trata de su trabajo.

Cuando el niño era niño las manzanas y el pan le bastaban de alimento,
y todavía es así.
Cuando el niño era niño las moras le caían en la mano, como sólo caen las moras,
y aun hoy es así;
las nueces frescas le ponían áspera la lengua,
y así es todavía;
encima de cada montaña tenía el anhelo de una montaña más alta,
y en cada ciudad el anhelo de una ciudad aún más grande…
y siempre es así todavía.
En la copa del árbol tiraba de las cerezas
con igual deleite como hoy todavía;
se asustaba de los extraños…
como todavía se asusta;
esperaba las primeras nieves…
y todavía las espera.


Cuando el niño era niño
lanzó un palo como una lanza contra el árbol…
Y hoy vibra ahí todavía.*


(Peter Handke, Der Himmel über Berlin.)


* No respondo de la traducción.