sábado, 27 de marzo de 2010

Spleen (II)


Apenas tenía diecinueve años cuando la conocí. Vivía en la ciudad equivocada, estudiando la carrera equivocada. Trabajaba durante la semana en la cafetería de la facultad y de jueves a sábado servía copas en un pub que ella regentaba junto a un socio, antiguo amante suyo, desde hacía algo más de diez años.


Ella tenía poco más de la edad que yo tengo ahora; yo, entonces, era un niño cubierto por clichés, parapetado tras frases encorsetadas y autocomplacientes, pocas veces ocurrente y con esa inexperiencia propia de quienes tratan de disimular que apenas hace unos meses comenzaron en serio su partida, esa en la que ya no hay vuelta atrás y en la que comienza a jugarse en serio el destino cada cual. Tenía un lunar donde el cuello, recto y firme, precioso, se confundía con el saliente de la clavícula; el pelo castaño, siempre recogido en una coleta; una mirada sincera, capaz de hacer callar al último de los borrachos cuando cesaba la música y se encendía la luz que acompañaba los primeros destellos de un nuevo día que perderíamos entre sábanas, canciones y cigarrillos; la manera más sensual que hasta ahora he visto, de caminar, de sentarse en una terraza enfrente tuyo y dar un sorbo a la taza de café, de fumar mientras se recogía un mechón de cabello tras la oreja, de coquetear cuando el juego era demasiado sencillo y el más débil, yo, en este caso, comenzaba rendido y postrado a los pies de su contrincante. Solía vestir tejanos ajustados, camisetas y jerséis oscuros, camisas, que con su sueldo nunca hubiera podido pagar, de hombres que, como trofeos o reproches mudos, lucía cuando, sin disimulo, quería ser salvajemente encantadora.


Apenas hablaba de su tiempo pasado o de su vida más íntima, todo aquello formaba parte del mundo onírico que la desvelaba cada noche empapada en sudor; nunca supe en qué ciudad nació, su acento tenía esa cadencia musical del norte y el azul apagado de sus ojos, que, como un calidoscopio monocromático, giraban hacia el gris, recordaban a las aguas embravecidas del cantábrico o de algún pueblo de pescadores. Ya digo, podía ser encantadora o un témpano distante de hielo; podías charlar con ella durante horas una noche llenando la madrugada hasta el amanecer o apenas, salvo alguna palabra de cortesía, escuchar su voz durante días. Puedo ver su imagen, ahora mismo, sentada en la mesa de una cafetería cualquiera, con el cigarro en una mano y la otra apoyada sobre la taza de café, ensimismada, mirando sin mirar el ajetreo de una tarde lluviosa con ese brillo acuso en los ojos, en contraste con la dureza de sus facciones, coronadas por las pequeñas arrugas tempranas que quienes viven rápido adquieren, como una señal inequívoca, con la que nos reconocemos, en torno a los ojos.


Fuimos amantes... bueno, algo así, una temporada. Ella ponía las reglas y yo le ahorraba las preguntas. Pronto descubrí que con ella resultaba estúpido e incluso cómico tratar de mantener cualquiera de las poses habituales que un crío de esa edad, inevitablemente, para desenvolverse, suele adoptar como estrategia. Probablemente tarde, porque eso lo sé ahora, he llegado a comprender lo importante que fue ella para mí y lo mucho que de ella aprendí. Antes y después hubo otras mujeres, muy pocas importantes, pero creo que aquellos meses durante los que me vi intermitentemente con ella marcaron un punto de inflexión, por lo que toca a mis relaciones amorosas y en mi vida en general, a la hora de valorar qué o quiénes merecen la pena en esta vida.


Nunca nadie la llevó a pasear por Roma, no conoció oriente ni jamás había subido a un avión; no dudo de que recibiera más de una vez pomposos ramos de flores, el suyo era un apartamento de jarrones vacíos, pero sí sé que, hasta que yo lo hice, nunca nadie robó una rosa marchita de un jardín público como regalo de madrugada camino de ninguna parte; esta vez no pudo esconderse tras de sí. Ella nunca pudo viajar a las ciudades cuyas postales adornaban las paredes de su apartamento ni odiar a los hombres que protagonizaban las películas en blanco y negro con las que se entretenía, absorta, para pasar la tarde envuelta en mantas sobre el sofá, antes de darse una ducha, recogerse el pelo, calzarse los tejanos y bajar al mismo callejón donde se encontraba el pub. No, nunca supe cuáles fueron los sueños, los suyos, que la sacaron de su aldea, no había pisado una universidad en su vida ni oído hablar de los autores que yo recitaba con esa ingenua devoción juvenil, aunque tampoco tenía mal gusto para la literatura y las baldas repletas de libros en los estantes del salón de su casa evidenciaban que, además de estar muy sola, había aprendido que la lectura es, a veces, una forma menos amarga de vivir y de no estar tan solo.


Ella siempre quiso ir a vivir a Londres, pero decía tener dificultades con los idiomas y no sabía de qué forma podía ganarse allí la vida. Yo venía de pasar unos pocos meses allí y cuando supe, después de animarla a hacerlo, que nunca lo haría, le hacía ver que los lugares y las cosas soñadas nunca se adecúan al objeto o la estancia real; entonces me miraba, como si hasta el momento no hubiera advertido que tenía a alguien delante, y sonreía, con esa mezcla de cariño y amargura, complicidad y vacío, similar a la de un padre que descubre que su hijo ya es un hombre y que sus palabras ya no son de oídas.


Aquello sólo duró unos meses y apenas pudo llamársele relación; fue una amistad, eso sí, cargada de ternura, por su parte, de sensualidad, por la de ambos, y de intercambios que siempre he recordado con muchísimo cariño y en la que últimamente pienso a menudo.


Ella se marchó a la costa, vendió su mitad del pub y dejó aquella ciudad que tan bien la había maltratado. No se despidió, o quizá lo hizo en silencio, cuando me dio aquel último beso que yo, al creer uno más, no sé recordar.


Pienso a menudo en ella, desde hace un par de años, entre otras cosas, porque una tarde, fumando un pitillo en una cafetería mientras leía el periódico, me distraje mirando a la gente pasar tras la cristalera. Entonces me detuve en mi imagen reflejada en el cristal; no necesité un reflejo más nítido, no me hacía falta ningún espejo, para reencontrarme con aquella mirada, con estas arrugas perfilando la comisura de mis ojos y remarcando la dureza de mis facciones; el brillo acuoso de mis pupilas era un sentimiento más que una visión (a mí también me habían robado alguna ciudad que ya no quiero visitar).


“... ahora sé lo que ningún ángel sabe.”


Por cierto, se llamaba Anabel, se hacía llamar Bel; yo la llamé Ana.


Todavía, cuando escucho ese apodo poco común, las contadas ocasiones, me giro para buscarla sin remedio ni suerte; a veces pienso que si la hubiera conocido ahora, por ella hubiera dado un reino, o eso quiero pensar.



¡Salud!