miércoles, 14 de abril de 2010

Estado de Gracia


Ha sucedido esta mañana.


Trajinaba indecisa y torpemente por los estantes sucios del supermercado en el que solemos coincidir. Vestía el mismo abrigo roído, color marrón, de siempre, arrastrando sus pies por los pasillos y apartando las gafas de pasta para acercarse los productos y poder leer de alguna forma la fecha de caducidad.


La he saludado al pasar junto a ella (nunca lo hago), se ha girado, nerviosa, me ha mirado, suspicaz, respondido de forma educada y se ha marchado, con prisa, hacia la caja.


Cuando he terminado de completar mi “opulenta” cesta de la compra, me he puesto en la cola de la única caja operativa del supermercado. Ella pagaba en ese momento, llevaba sólo un cartón de leche, y, al cruzar el detector para pasar hacia el extremo de la caja en el que recoges tu compra y la introduces en bolsas, ha sonado la alarma.


En ese momento, el hombre que iba tras ella y delante mío ha exclamado “¡Vaya, hombre, lo que nos faltaba! Señora, ¿es que usted no tiene vergüenza?, y con su edad...”. La mujer estaba pálida, apenas podía alzar la cabeza, miraba hacia el suelo y lloraba, precisamente por eso, porque tenía vergüenza. En menos de un minuto estaba la encargada del local junto a ella, mientras el cajero despachaba al hombre que la seguía, ya que, al parecer, tenía mucha prisa.


La pobre mujer había introducido algunos productos básicos en el bolso, nada apenas: arroz, café y jamón cocido envasado al vacío. Musitaba en catalán palabras incomprensibles mientras la encargada amenazaba con llamar a la policía; le temblaban las manos, manchadas, envejecidas, largas, huesudas y estriadas cuando rebuscaba por su monedero y repetía con voz queda “puedo pagarlo, no os preocupéis; nunca antes había hecho algo parecido. ¡Déu meu, quina vergonya!”.


Me miró un segundo a los ojos, rompió a llorar una vez más y agachó la cabeza. Al mismo tiempo el cajero vertía todo el contenido del monedero, contaba por encima el dinero y le decía que con eso no le llegaba, que o pagaba o llamaban a la policía.


Yo no soy un héroe, nunca lo he sido ni trato de serlo. El precio de lo que había robado apenas alcanzaba los cinco euros. No soportaba ver a esta pobre mujer en esa situación y la humillación a que la estaban sometiendo.


La encargada se ha marchado no sin advertirle que a partir de ese momento la vigilarían siempre que entrara a comprar en el local. Ella introducía su compra en la bolsa, no ha levantado la cabeza en un solo momento (no podía); cuando salía, en perfecto castellano con un marcado acento catalán, me ha mirado, me ha pedido perdón, me ha dado las gracias y ha vuelto a bajar la cabeza.


De res.


De vuelta a casa, a una distancia de cien metros calle arriba, la veía arrastrar sus pies con la bolsa de la compra en la mano. La imagen era la de una mujer derrotada y humillada que volvía a la soledad-refugio de su casa; la de una persona que, habiendo vivido una guerra, la postguerra, el racionamiento, cuarenta años de dictadura... había tenido que sobrevivir a todo ello para pasar vergüenza ahora. Sentía una profunda pena por ella y me hubiera gustado decirle que no se avergonzara, que ella, por todo lo vivido, estaba en su pleno derecho de tomar sin permiso cuanto quisiera o necesitara; que quienes debemos sentirnos avergonzados somos nosotros, quienes participamos, y hacemos posible, de lo que está sucediendo; esta generación de niños caprichosos y hedonistas que sólo parecen tomar conciencia parcial de lo que sucede cuando no tienen dinero para viajar en vacaciones, que culpan a los estados o a los gobiernos de la situación actual, como quien culpa a un padre de sus miserias mientras espera, adormilado, a que sea ese mismo padre quien le solucione una vez más la papeleta; que se mira el ombligo cada mañana y salen aseados de casa como si la vida fuera un juego o un ensayo para sus vodeviles nocturnos y sus pasarelas mentales.


Sí, tenemos el mundo que nos merecemos y, ¿sabéis una cosa?, a mí me da asco, me produce repugnancia, me dan arcadas cada vez que lo veo, lo huelo, lo presiento o me lo tropiezo, una vez y siempre, repitiéndose hasta la saciedad, sobrellevándose a base de parches, prometer la siempre enmienda prometida...


Sabéis una cosa, yo no soy un héroe; este mundo que estamos construyendo se encarga bien de que no haya lugar a ningún tipo de heroísmo.


Quizá el único acto heroico a que va a dar lugar todo esto es al de la vergüenza (para a quienes todavía les queda un poquito de orgullo y capacidad de sentirla, por supuesto).