lunes, 3 de mayo de 2010

De vuelta a casa (III)


A simple vista nada era igual a mis recuerdos y no era capaz de reconocer, salvo por el olor característico, el espacio que un día me fue tan familiar, que en otro momento de mi vida fue mi espacio. Un mobiliario nuevo, en distinta disposición, a la que terminé por acostumbrarme y dando por inquebrantable, y que trataba de proyectar en un intento agónico por revivir lo que ya, de ninguna manera, puede volver a tomar vida; golpeaba la tarima con el tacón, como si de esa forma pudiera levantarla, desenterrar y sacar a la luz las viejas baldosas sobre las que pasaba recostado tantas tardes dibujando o con un libro en las manos.


Alguien gritó su nombre a lo lejos y mi hermana se ausentó con prisa. Aquí estaba, otra vez, yo solo. La brisa de la ventana traía el aroma a jazmín de la terraza vecina. Una vez más el olor me hizo recordar.


Me acerqué indeciso hacia la ventana; todo seguía en su sitio: la cúpula verde, la plaza adoquinada, la iglesia de piedra, amarilla, y sus campanas tañendo a las doce en punto mientras un grupo de palomas retomaban el vuelo hacia el ficus centenario o hacia balcones vecinos desde el campanario. Tantee sin necesidad de orientarme con la vista el contorno de la cornisa: ahí estaba, como si nunca me hubiera marchado, las hendiduras que grabé con una navaja hace más de quince años. Una fecha. Una promesa. Demasiadas historias mientras tanto... Sonreía con ternura al niño que fui, las promesas marchitas, al idealista que ya no soy. Volví a repasar con las yemas de los dedos la fecha. Irrumpió nuevamente mi hermana.


No es exclusivo de los objetos (de cualquier índole; no es requerido que sean mágico-religiosos o artísticos) el estar envueltos por un aura.


(Cualquier cosa dada a la percepción se transforma en jeroglífico: objeto de interpretación, y adquiere su propiedad aurática.)


Sucede con los espacios que, algunos, ofrecen resistencia al tiempo y adquieren ese aura que secuestra al objeto, al espacio, de su aquí y ahora; se inmiscuyen en el tiempo pleno condesando sentidos constituidos, para ser honestos, como proyecciones del sujeto en su relación con aquello externo que desencadena la conciencia de lo que se nos presenta o enfrenta, cala hasta los huesos, y en torno a los cuales experimentamos esa presencia ausente, ese aura que anuncia e ilumina desde el ahora lo que ya no es más allá del aquí.


No me gustan los juegos compartidos. Siempre he jugado solo. Esto, más que una cualidad que me haya sido dada históricamente, forma parte de lo más mío: no me gusta competir, salvo conmigo mismo.


También de niño era así; siempre fue así (los demás no eran más que una molestia).


Solía idear juegos que sólo yo conocía y en los que sólo yo podía participar. Desde que tengo conciencia de mí como individuo, perfilaba de forma compulsiva, bien fuera con la mirada o con el dedo índice, los contornos de las cosas en el mismo momento en que entraban en mi campo de visión; supongo que, por esta razón, cuando, siendo incapaz todavía de mantenerme en pie, cayeron en mis manos los primeros lápices, era capaz de dibujar con asombrosa maestría todo aquello que se me pedía.


De todos mis juegos, mi preferido consistía en descubrir figuras, rostros imposibles, seres fantásticos que se formaban, como sucede con las nubes, con los contornos del gotelé de la pared de mi cuarto. Durante años puse nombre y localizaba con facilidad aquellas imágenes que sólo yo podía contemplar. Repasaba superficialmente, después de estos años, estas paredes, buscándolos; deslicé la palma de mi mano por la esquina contra la que me golpee hace años discutiendo con mi hermano mayor (en otro tiempo hubo una pequeña, casi imperceptible, gota de sangre durante años)... A los pocos minutos pude reconocer algunas de esas imágenes, sólo las principales; las otras, supongo, se fueron, para nunca más volver, el día que yo marché, sin saber que, con mi partida, algo más importante que esas figuras comenzaba a morir y nunca podría volver a emerger de aquellas paredes.


Hay momentos en que se hace imprescindible tomar el camino de regreso hacia el punto de partida. Hay veces en que se hace necesario re-tomar las razones que te llevaron a cambiar de aires. Cualquier fin sin ningún origen carece de la fuerza, de la razón de ser, que lo legitima en el día a día de su puesta en marcha y en el discurrir obstinado que me arrastra, nuevamente, hacia la lejanía.


Recordar aquél que fui, aquello que ahora no es más que un cadáver, un fantasma que nutre de aura espacios anodinos. No sólo la fotografía, también los espacios señalan el rastro de un cadáver, del tiempo yerto, del tiempo perdido.


Tuve que huir precipitadamente una vez más, para sustraerme y evitar las nauseas que me produce el rancio olor de esa morgue.




***


23/04/10

De un tiempo a esta parte, siempre me he sentido como en casa en estaciones, fronteras y aeropuertos; supongo que me llama la atención el ir y venir de todo tipo de gentes, la heterogeneidad de quienes discurren, la suspensión del tiempo reglado y el saberme en tierra de nadie.


Esta mañana he tenido que salir forzadamente a tomar el aire al exterior de la estación. Me relajaba fumando un pitillo y reflexionaba sobre el desasosiego que me asaltaba en ese momento; pensaba que, quizá, me hago viejo.



***


27/04/10

Ambos tenían la piel rosada, el pelo cano y esas facciones severas y angulosas que, por alguna razón sobre la que no me apetece indagar, relaciono con tierras teutonas.


Hablaban entre sí con frases cortas, de forma discreta, casi con dulzura.


Él pasaba flemático las páginas del libro y picoteaba galletas saladas.


Ella comía muesly, miraba el paisaje y, de vez en cuando, comentaba sin girarse alguna impresión a la que él acompañaba con monosílabos y ella con melancólica sonrisa.


Sobrepasaban la sesentena, pero se levantaron repletos de energía e ilusión cuando, tras cuatrocientos kilómetros, arribaron a su estación y cargaron con sus mochilas y desaparecieron a mi espalda en el andén de una estación de costa.


Sin duda, hay amistades que van más allá del tiempo.



***


1/05/10

No le salía la voz; todo su cuerpo temblaba.


Por muy mujer que hoy sea, para mí siempre será una niña.



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2/05/10

Demasiada luz, dorada, como el trigo, difuminando los contornos, bruñendo mis sienes, ahogando mi voz.


Esta estación decimonónica descubierta, con sus viejos andenes y su marquesina de acero forjado me recuerda a las bucólicas estaciones de película del far west.


Con la cabeza apoyada en la ventanilla del vagón, adormilado por el ligero traqueteo, observo el paisaje mediterráneo, verdecido por las abundantes lluvias de este año, rumbo hacia donde se pone el sol; dejo Alicante, Valencia, Castellón, Tarragona... me abro paso, una vez más.


Ya no sé adónde voy.