jueves, 6 de mayo de 2010

Impresionistas

El 15 de abril de 1874, en el número treinta y cinco del Boulevard des Capucines, en el distrito ix de París, donde se hallaba el taller del fotógrafo y caricaturista Gaspard-Félix Tournachon, Nadar, tuvo lugar una exposición de pintura paralela y alternativa a la que se desarrollaba de forma anual en el Salón de París, dirigida por los miembros de la Academia de Bellas Artes, a cuyo cargo quedaba la aprobación de las obras que serían expuestas cada año en el salón de exposiciones.


Hubo dos antecedentes a la exposición del 74: la de 1855, encabezada por Courbet y realizada al margen del salón oficial en el llamado Pavillion du Réalisme (Pabellón del Realismo), y la del 63, puesta en marcha, con el beneplácito del Emperador, en el Salon des refusés (Salón de los rechazados); pero es en esta última con la que da comienzo y toma nombre un movimiento pictórico, histórico y cultural que hace de maestro de ceremonias e inaugura una nueva época, quizá, también, otra forma de pensar.


Sus miembros trataron de ofrecer una forma alternativa y contraria de representación al clasicismo fomentado por la Academia francesa de Bellas Artes, que dominaba el grueso de las exposiciones del Salón de París, basado en un ideal perspectivista, formal, historicista y, también, todo hay que decirlo, político. Ese academicismo abogaba por un estilo de representación neoclasicista, que bebía en la mitología clásica para la elección de sus temas centrales y en la tradición pictórica para legitimar y naturalizar un simbolismo a todas luces decadente.


Los impresionistas, además de ofrecer resistencia y desligarse del canon clasicista, formalista (idealista) del academicismo imperante, modifican el objeto o motivo de la representación, se abren a la naturaleza, a lo cotidiano, a lo pasajero y efímero, para dar con una forma de representación cuya orientación fue, muy a mi pesar, de todos modos, extremadamente, naturalista.


¿Cuáles fueron los factores externos que impulsaron este cambio de paradigma que, como digo, no es simplemente pictórico?


En primer lugar, no podemos pasar por alto la revolución técnico-industrial; con ella llegó la sensación de velocidad (principalmente con la consolidación del ferrocarril como medio de transporte): nuestra retina, por primera vez, capta los paisajes de forma distorsionada por la velocidad; somos testigos de que nuestra forma de captar los objetos está mediada por las condiciones de recepción, que la realidad idealizada y representada según unos cánones no es más que una impostura y que el objeto visto constituye un acontecimiento único e irrepetible que exige, cuando es el artista quien se sitúa frente a él, la representación de su fugacidad. A lo cual acompañó la popularización de la fotografía, su instantaneidad, y la confirmación práctica de que es la luz (el color) y no la forma aquello a partir de lo cual conformamos nuestra visión del objeto.


Todos estos elementos confluyen e impulsan a una serie de pintores a replantearse de forma absoluta la manera de representar: si los neoclasicistas requerían de la tradición para establecer los motivos y la técnica de representación, los nuevos pintores ponen toda su atención en las condiciones de recepción de los objetos con la intención de plasmar momentos particulares de observación. Así, la urgencia de sus pinceladas se vincula a la necesidad de salir a la naturaleza para captar el impacto en la retina de un momento cualquiera, que el desarrollo de los nuevos pigmentos de óleo en tubo le permitían; y la anulación de la perspectiva por un plano bidimensional constituye el último intento positivista por plasmar los objetos tal y como son percibidos (la representación tridimensional es una construcción epistémica ulterior).


Las críticas posteriores y el desarrollo del arte de vanguardia, muy ligado a la crisis del sistema de formas occidental y del proyecto ilustrado, están dirigidas, principalmente, hacia ese carácter positivo que envuelve el naturalismo extremo con el que se pretendió captar la realidad. Así surgieron el Expresionismo, que rechaza el positivismo impresionista, ese objetivismo, y propone una forma de representación en la cual la expresión, lo subjetivo, debe ser aquello que domine la representación del objeto y envuelva la práctica artística; el Cubismo, donde la representación de la bidimensionalidad en su relación con la construcción de una tercera dimensión volumétrica deja de lado al objeto de la representación para tomar a la representación misma como motivo pictórico en sí mismo; la pintura Abstracta, en la que confluyen ambas tendencias, expresiva y de análisis epistemológico en nuestra captación de una realidad que se disuelve y problematiza para dar fin al positivismo previo.


Observamos que el Impresionismo constituye un intento agónico por mantener vivo el ideal positivista occidental, orientado a la captación y entendimiento de la realidad más allá del sujeto que trata de apropiársela. Para ello proponía un naturalismo radical: nuestro proyecto positivista no podía continuar basado en la consagración de un ideal en torno al objeto de conocimiento o de representación, puesto que su carácter formal distanciaba sus resultados de la naturaleza que se pretendía captar. De esta forma, mediante un exhaustivo estudio de las condiciones de recepción del objeto, los impresionistas dieron con la idea de que la realidad era aquello que en determinado momento impactaba o quedaba grabado en nuestra retina y que la representación fidedigna de esa realidad debía reproducir ese impacto y no una reconstrucción formal posterior.


Es evidente que, pese a centrar sus esfuerzos por introducir al sujeto en la manera de representación, se desprende una carácter naturalista y positivista por cuanto la finalidad última de dicha representación seguía siendo la captación del objeto; aunque en su defensa, cabe decir que dicha captación constituía un momento parcial del mismo, temporal y estrechamente ligado el sujeto que, en ese preciso instante, lo reflectaba e inmortalizaba.


¿En qué manera continúa latente el impresionismo en nuestros días?


A decir verdad, el Impresionismo domina y explica el pensamiento contemporáneo y el género, la forma discursiva, que lo vehiculiza.


La crisis que dio lugar a las vanguardias, como digo, no es más que una manifestación paralela de la crisis de la tendencia positivista, ilustrada, que proyectaba abarcar de forma exhaustiva, objetiva, nuestro conocimiento del mundo (que, como también sabemos, tuvo y tiene una orientación instrumental). La conciencia, ya desde los orígenes de la modernidad, de la falibilidad de nuestros sentidos a la hora de llevar a cabo esta tarea y del carácter retórico-histórico de los instrumentos epistemológicos con que son “atendidos” dichos datos de la sensibilidad, desemboca, con el fin del proyecto positivista (basado en la experimentación continuada, en el uso de dispositivos externos, no falibles, para la captación de dichos objetos y en la búsqueda incesante de un ajuste constante con respecto al objeto de conocimiento), en un crisis del sistema de formas de nuestra cultura con el que consolidamos una idea de Verdad, de Belleza, de Justicia... En todos los ámbitos, no sólo en el pictórico, se alcanza conciencia de la parcialidad que rodea toda nuestra representación del mundo, de la cualidad trópica con que construimos nuestra realidad, del subjetivismo que puebla los sentidos en torno a aquello que nos afecta en determinado momento, de cómo nosotros, sujetos, somos los artífices de ese mundo del que nos creemos tan distanciados y al que le otorgamos un valor ontológico con el que justificamos nuestras ansias de aprehensión y dominio.


Si en la esfera del arte esta crisis da paso el desarrollo de los ismos, a la defenestración del Arte entendido como institución que gestiona la distintas variables con que somos capaces de representar la naturaleza, y la consolidación de un Arte que, más allá del objeto, pone toda su atención en las condiciones de recepción, construcción o interpretación del mismo; en la esfera del conocimiento nos las vemos con el hecho de que todos los sistemas o discursos pierden su valor de verdad y los objetos del mundo, sobre los que ya no podemos trazar una panorámica completa, se disgregan, fragmentan, descomponen y pierden su cualidad objetual para constituirse, de forma relacional, en constelaciones históricas cuyos sentidos, esta vez, no pueden desmentir ese carácter provisional y temporal de quienes, en un momento dado, vierten su discurso.


Ésta es la razón por la que el Ensayo, como género o forma de argumentar, ha irrumpido en todas las esferas de conocimiento y, a su vez, relativizado la frontera discursiva, levantada por la Filosofía, entre Ciencia y Poesía/Literatura. Se trata de una actitud epistémica, de un modelo discursivo y de una forma de “pensar” el objeto que renuncia a las aspiraciones cognoscitivas del positivismo naturalista; a decir verdad, renuncia a cualquier aspiración cognoscitiva. El ensayista no puede presentar el objeto sobre el que abre la cuestión de forma absoluta, sino parcialmente: nos ofrece una “impresión” del mismo; el ensayista no puede dar por terminado su discurso de manera concluyente o resolviendo, en su totalidad, la cuestión; el ensayista, a sabiendas de que el principio de no contradicción sobre el que se fundamenta cualquier sistema de pensamiento o delimitación de un objeto de estudio no es más que un requerimiento histórico y no una propiedad del objeto concreto sino una cualidad atribuida al objeto idealizado, puede caer en contradicción al abordar nuevamente el tema, del mismo modo que un mismo paisaje impresionista no ofrece el mismo resultado representado a mediodía o a medianoche. El ensayista, toma la palabra, y esto es lo más importante, gira en falso para expresar o dar con una imagen compleja (a veces también expresionista) que, más que un tanteo de la realidad, confirma esa inabarcabilidad del objeto, el escándalo ontológico que se cierne, para centrar su atención en la relación del sujeto de conocimiento con el problema en cuestión. Un buen ensayista, además, para no caer en el naturalismo y debilidad positivista de este movimiento pictórico, es consciente del carácter poético con que dicho discurso es compuesto o “cosido”, en palabras de Michel de Montaigne; renuncia a toda pretensión naturalista, a la aprehensión del objeto, y pone su énfasis en la impresión temporal que dicho objeto concatena en sus sentidos, en su comprender los hechos tal y como éstos demandan ser interpretados en un momento concreto, fugaz e irrepetible, cuya sustancia es el azar y el tiempo: la materia de la que todo está hecho.


El ensayismo es un impresionismo y cualquier almuerzo campestre es irrepetible. Como el dominguero que retrata con su Polaroid el instante irrepetible, el pensamiento de nuestros días, si es honesto, si está a la vanguardia, si renuncia al dogma o a la doctrina y es consecuente con la muerte del Arte, del Sujeto de conocimiento, con el fin de la Historia... en definitiva, sólo cabe hablar de “justicia”, en el sentido de adecuación, por lo que se refiere al ámbito del conocimiento en nuestro tiempo cuando el pensamiento, simplemente o ni más ni menos, dominguea.




Quizá, ahora, todos o alguien tengamos más claro cuál fue mi propósito cuando decidí comenzar este blog.



Sacar de paseo, como un buen dominguero, al pensamiento.


Tratar de ofrecer una comprensión de la realidad.


Quizá, mejor o peor, hacer poesía (entendida, ésta, como una forma especial de tomar la palabra).




* (Fotografía) Claude Monet, Boulevard des Capucines, 1874.