domingo, 27 de junio de 2010

Brindemos por la belleza (sea cual sea)


Nunca había reparado hasta ese momento en el callejón que ascendía por una de las calles que limitan el Estado de Gracia; una calle peatonal de edificios recientes con baja altura y fachadas de ladrillo terroso en torno a una escuela de primaria, flanqueada por enclenques plataneros y mal iluminada a esas horas de la madrugada.


Por alguna razón que no alcanzo a comprender y que en ese preciso instante se me hacía clara y diáfana, incontrovertible, ascendía a paso lento y con cuidado, para no derramar la acuosa bebida de la copa que, minutos antes, había logrado rescatar metida en el bolsillo de aquel antro insoportable y dejado de la mano de Dios.


El callejón concluía en una pequeña rotonda frente a la fachada de piedra de una impresionante villa modernista, a simple vista, similar a tantas de las que hay diseminadas por la Ciudad de los Prodigios. No reparé en exceso en ella mientras liaba sin ganas un pitillo y veía cómo la copa, que con tanto esfuerzo había logrado mantener a mi lado, rodaba cuesta abajo y derramaba por la acera mi último trago.


Gruñía en voz alta “perra vida” cuando me sobresaltó un querubín de piedra que colgaba de uno de los balcones de la fachada y decidí acercarme para observarla con mayor detenimiento y enfocar con cierta claridad lo que a esas horas y distancia me era imposible de reconocer. Se trataba de una villa imponente, toda de piedra (desconozco la procedencia), resguardada por una gruesa muralla y con un amplio y salvaje jardín a su alrededor. La imagen, con todo, era una auténtica estampa, horrible a manos llenas: escalinatas formando un arco que ascendían al porche de la entrada principal de la residencia, jalonada por columnas de capiteles completamente bizarros; balcones imponentes, miradores con vidrieras de motivos florales, escenas bíblicas o mitológicas, incrustadas en oxidados metales que un día quisieron imitar estructuralmente al gótico; gárgolas de tebeo sin sentido ninguno entremezcladas con ángeles rollizos de todo tipo y otros personajes del estilo que no supe reconocer. A todo ello, se sumaba el deterioro y la falta de cuidados, la tupida enredadera que cubría el ala este de la fachada al completo, el deportivo verde metalizado aparcado en mitad del césped en lo que un día debió ser un jardín... La imagen ni siquiera era siniestra, sencillamente, era grotesca, hortera: diversos estilos arquitectónicos encajados sin ninguna aspiración estética más que la de exhibir un poderío económico, tratando de emular los fastuosos palacios de la nobleza europea o la grandiosidad con que la Iglesia históricamente ha resguardado el temor de Dios (y es que a cualquier exaltación del Espíritu suele precederle el sobrecogimiento).


Tomaba, una vez más, el camino de vuelta a casa y reflexionaba, de forma atolondrada y sin mucho convencimiento de todo lo que en esos momentos acudía a mis razones, sobre esta conducta que, al parecer, se repetía entre la burguesía europea. Aquellos comerciantes de las urbes emergentes, en vez de identificarse como nuevos sujetos sociales, en un primer momento, centraron sus esfuerzos por diferenciarse del vulgo e identificarse con la misma clase que los despreciaba; no fueron capaces de crear un sistema de formas propio hasta que más tarde advirtieron el rechazo de éste y tomaron el testigo de la historia dando lugar a formas de vida, de alguna manera, eclécticas, popularizando los rituales sociales que identificaban a la nobleza. Pero, en un primer momento, la burguesía trataba de mimetizar sus conductas, sus estilos... sus formas en definitiva, pese a ser incapaz de comprenderlas, de entender que aquellos palacios eran el resultado de diversas intervenciones arquitectónicas a lo largo del tiempo en torno a una estructura base y que, por ello, cuando emergió con toda su fuerza económica y social, dio lugar a una estética del colage, en la que rescataban motivos recurrentes o emulaban sin mucha suerte tantos otros, dando lugar en muchas ocasiones a objetos, bien fueran decorativos o arquitectónicos, a mi gusto, bastante grotescos.


En el fondo, aquella burguesía, junto al Modernismo o el Art decó, se asemejan de alguna manera con la figura actual de los llamados “nuevo-ricos”.


Tengo el convencimiento de que el mayor argumento que podemos esgrimir en contra del sistema de mercado, de nuestras sociedades capitalistas, es su absoluta falta de sensibilidad estética. Porque el nuestro, en definitiva, no es más que un sistema de nuevo-ricos.




***


... y hablando de belleza, por la que siempre brindo, de vuelta a casa me escoltaban, esta vez sí, las palmeras estrelladas y los bufidos de dragón del solsticio de verano, y quizá sentí envidia por quienes tenían a mano una hoguera a la que arrojar sus nubarrones, y de verdad sentí nostalgia por aquella hoguera que yo planté para calmar el frío una noche como ésta junto a Portlligat el día que cruzamos la frontera, mientras garabateaba algunas palabras que nadie leerá en un papel que no recuerdo dónde escondí.


(... me siento afortunado por no extraviar los recuerdos con la misma facilidad que pierdo los papeles.)



Por cierto, que no os engañe el verano; este calor no es más que un espejismo, continúa siendo inviernio (ya advertí que sería largo -el más largo de todos-) y yo, en el fondo, odio los fuegos artificiales, los petardos y la euforia sin motivo.