martes, 15 de junio de 2010

Ocaso


Que la sociedad occidental se encuentra en pleno periodo de decadencia es algo que salta a la vista; y así, con el despotismo encubierto que esgrimen quienes temen el final de todo aquello que consideran inamovible, acompaña sus últimos estertores.


La fiesta ha terminado.


Cuando en Europa comenzaron a tomar forma las ideas del espíritu ilustrado, hubo quienes quisieron establecer la diferenciación entre el sujeto ilustrado y la Ilustración como proyecto; una oposición conveniente para el despotismo con que fue inaugurado. Quizá en base a esta diferencia, tras la Revolución Francesa, pudimos observar el principio que habría de regir los caminos de aquella nueva Europa.


Todo el mal que os infrinjo es por vuestro bien.


Dos siglos más tarde, dejando atrás las guerras napoleónicas, que tiñeron de sangre las franjas del viejo continente y afianzaron, aún más, si cabe, las fronteras que comenzaban erguirse en nombre de los nuevos estados nación, la nuestra continúa siendo una sociedad esencialista y déspota, que se revuelve con fuerza, casi inusitada por los fracasos precedentes, ante su ocaso.


El periodo que enmarca aquellos días del ochocientos estuvo marcado por un amplia crisis del sistema de formas tardomedieval; la Ilustración pretendió imponer una estructura axiológica universal, que habría de regir la experiencia del occidente moderno; un sistema de formas amparado en la razón, capaz de dirimir y resolver los conflictos a que el hombre se enfrentaba en el desamparo que la pérdida de fe en el antiguo sistema de formas había generado.


Pronto nace aquella razón protectora, ese tribunal de cuentas encargado de adoptar decisiones en representación de un pueblo, ejecutarlas y hacerlas cumplir enarbolando el estandarte de la Ley.


Nuestra sociedad es decadente porque presupone criterios válidos para delimitar la frontera, establecida previamente, entre el bien y el mal, lo bello y lo horrendo, lo justo o lo carente de justicia... Este esencialismo axiomático legitima el poder de los estados, que se dicen re-presentantes de una ciudadanía sobre la que dictan leyes en base a un sistema de creencias y formas que hace aguas cada día que pasa.


Curiosamente, ante la crisis de ese sistema de formas, las altas instancias reaccionan con un paroxismo agónico: prohibiendo rituales folklóricos, el uso de velos o el burka entre la población femenina de origen islámico, “cuidando” de nuestros cuerpos más allá de nuestra voluntad, determinado la edad de jubilación y el conjunto de nuestras necesidades... Se trata de una crisis que afecta a todas las esferas, la económica, la social y la del conocimiento, y que genera airadas reacciones entre los defensores del viejo sistema, quienes comienzan a asumir una actitud despótica negando la mayor: la inminente y clamorosa necesidad de reescribir nuestro presente para ser capaces, algún día, de alcanzar un futuro.


¡No lo veis!


No temáis su destrucción y su ruina; sólo esta alternativa nos ofrece la posibilidad de múltiples horizontes, allí donde se ensanchan las fronteras.