sábado, 24 de julio de 2010

De vuelta a casa (V)


Me dejaba arrastrar de los brazos de Julien y C. por el subsuelo de la Ciudad de los Prodigios sin ofrecer ninguna resistencia y bajo una promesa que nunca, de ningún modo, podría ser satisfecha, mientras apartábamos sin darnos cuenta cientos de voces reclamando su diezmo, que nos señalaban con el dedo acusador con el que quizá mañana nos sienten ante un tribunal; ese impuesto municipal que nos hace acreedores de la monotonía de sus gentes e ilegales en unas calles que apenas nos comprenden y que nunca serán nuestras, pese a que formemos parte de su paisaje como sombras trasnochadas, como personajes de un tiempo que quizá fue pero, hoy, no es más que un eco que sólo nosotros en noches como éstas creemos escuchar y proyectamos por el laberinto del barrio Chino: uno de los pocos lugares donde nunca seremos extranjeros ni enemigos.



“Mi juventud no fue sino un gran temporal
Atravesado, a rachas, por soles cegadores;
Hicieron tal destrozo los vientos y aguaceros
Que apenas, en mi huerto, queda un fruto en sazón.



Barruntaba por entre la neblina de mi consciencia, por los entresijos alicaídos y polvorientos de un cerebro castigado y entrenublado, las palabras que habrían de conjurarnos para que ese momento fuera eterno; donde quedar inmortalizados infinitamente en un instante robado como aquél, para nunca más despertar a la rutina que nos soborna y nos destapa; ese día a día que hace de nosotros meros productos enraizados, una consecuencia más y triste de nuestro tiempo.


Éramos la soberbia imagen del ángel caído y nuestros pasos certificaban el final de una época y anunciaban lo que habría de venir: un mundo donde los héroes no existen y nuestra raza, maldita, prostituye su divinidad a cambio de cualquier mendrugo o un caldo rancio.



»He alcanzado el otoño total del pensamiento,
y es necesario ahora usar pala y rastrillo
Para poner a flote las anegadas tierras
Donde se abrieron huecos, inmensos como tumbas.



Sus palabras, al fin, alcanzaron mis labios y mi declamación hacía reír a partes iguales, tanto a mis compañeros de aventuras como a las fuerzas del orden que, disfrazadas de mendigos, se agazapan en cada esquina a la espera de un solo fallo, un error de cálculo, un gesto no medido para saltar sobre nosotros y romper la ilusión pueril que aquella noche nos arrastraba en busca de alguna forma de santificación que ni el alcohol ni cualquier otra sustancia, entonces no lo sabíamos, podría o habría de otorgarnos.


Nuestro salto y seña (no hallaréis ninguna verdad con los primeros rallos del día) fue el salvoconducto que propició el éxito de la vida y la derrota de los malos gestos cuando los tres andábamos del brazo por las calles de la Ciudad de los Prodigios sin ninguna esperanza de poder observar alguno de ellos con nuestros propios y “felinos” ojos.


Todos, a estas alturas, somos conscientes de que nunca tendremos el mundo que nos prometieron.



»¿Quién sabe si los nuevos brotes en los que sueño,
Hallarán en mi suelo, yermo como una playa,
El místico alimento que les daría vigor?



La noche transcurría sin sorpresas: los rostros se repetían, así como las canciones, y cada instante se replegaba en sí mismo, como un camino hecho de pasos hacia atrás en el pasado, hasta alcanzar, como ya sabéis, el paroxismo y la hora y la ansiedad que marca la inmencia de mi deseo, siempre inoportuno, de volver a casa; el final anunciado en una noche como ésta o quizá la única finalidad de noches como ésta.


Amanecía en la Ciudad de los Prodigios. De vuelta a casa, esta vez solo, repetía los versos de Baudelaire con descuido, sin ni siquiera girarme para descubrir el paso cercano de alguna de las sombras que me acompañan y suelen andar pisándome los talones. Cruzaba la Plaza Real, subía por la Rambla atestada y apartaba de mi camino cualquiera de las promesas que en labios desconocidos resuenan como un salmo emitido en cuya cadencia reconocemos su absoluta falta de pasión.



»-¡Oh dolor! ¡Oh dolor! Devora vida el Tiempo,
Y el oscuro enemigo que nos roe el corazón,
Crece y se fortifica con nuestra propia sangre.”



Gracias a estos versos pude hallar el camino de vuelta a casa y mantenerme cuerdo, una vez más, aquella noche de ayer cuando, por momentos, envuelto entre mis sábanas, como un sudario sobre mi cama, trataba sin apenas dignidad de alcanzar el sueño.


El sueño nunca llegó, pero la inconsciencia no se hizo esperar.


Esta mañana,

mi reflejo había alcanzado la auténtica imagen del ángel caído.


Esa sonrisa estúpida me repetía todo da igual.



... y no había nadie para convencerme de que el día está hecho para quienes carecen de sensibilidad.






* El poema pertenece a Charles Baudelaire (El enemigo) y la canción se la he robado a Julien.