viernes, 2 de julio de 2010

Estado de gracia (II)


No hace mucho tiempo que descubrí que el común de los mortales guarda un recuerdo, por lo general, feliz de su infancia –hablo, claro, de nuestra sociedad occidental.


Puede resultar grotesco, pero cuando descubrí que lo habitual es que así sea, quedé perplejo, internamente desubicado, envuelto, durante una buena época, por un sentimiento de frustración al que acompañaba un vacío físico, no reflexivo, supongo, por lo no tenido; por lo que más tarde, supe, me habían robado.


No podemos afirmar, porque no podemos “saber”, qué hay de real y qué de re-construcción, amparada en la nostalgia, en torno a esa feliz evocación; la infancia es un lugar común con el que se evoca en la madurez la niñez perdida, cuando se comienza a ser completamente consciente de que el mundo no gira en torno tuyo, la vida es en sí misma absurda y ése que ahora eres tú, un día, ya no será nada. Sólo sé o creo saber que cuando era niño fueron contados y breves los momentos en que, ahora, creo, fui feliz o sentí algo parecido a eso que llaman plenitud.


Las contadas ocasiones en que pude experimentarlo, aquella sensación no parecía estar causada por algún objeto concreto que pudiera darle justificación y a partir del cual hallar un criterio para su búsqueda posterior: para vivir en estado de gracia.


Nunca fui un buen creyente, salta a la vista; siempre fui un des-creído.


No, mi infancia es ese lugar gris donde llovía a menudo, en el que los días se sucedían sin ganas y sin que apenas pudieras apercibirte de ello y las horas se dilataban en días a las espera del sonido de la sirena que anunciara que todo había terminado; robabas del botiquín pedazos de algodón, que escondías en tu cuarto, atraído por su tacto; veías películas en blanco y negro a oscuras durante la madrugada, ovillado bajo una mesa, y hablabas en voz alta con los protagonistas de los tebeos o “noveluchas” de aventuras que robabas en algún lugar y que siempre te hacían sentir culpable.


De todo lo otro no hablabas ni contigo mismo.


La primera vez que lo experimenté sentí vergüenza; nunca antes había vivido algo semejante, no me parecía decoroso. Había pasado unos días en cama, no recuerdo la causa; aquel invierno, como este último, fue lluvioso y frío, nada parecía que algo pudiera cambiar y había dado por hecho que la vida era tal y como yo la había experimentado hasta el momento; sólo me consolaba de todo ello el saber que la vida no era eterna y que las personas se morían y entonces podías descansar sin que nadie pudiera molestarte.


Estrenábamos primavera y por fin esa tarde me dejaron asistir a clase.


¿No os he contado cómo es la primavera en Murcia?


Tras las lluvias de marzo y los primeros días de abril, los balcones de las casas del casco antiguo comienzan a mostrar intensos colores de variedad de floral, los jardines huelen a cítrico y un aroma a jazmín recorre todo el paseo del Malecón antes de detenerse frente al río que atraviesa la ciudad y que, por aquel entonces, solía bajar con agua abundante y turbia que reflejaba los rayos del sol, empañando con un aura de extraña luz el horizonte de la Gran Vía o la Glorieta., solamente quien haya podido presenciar esa luz sabe a qué me refiero: como una cortina de trigo pulido, que dora los contornos de todos los edificios y asciende hacia un cielo azul impoluto mientras bruñe y modela las sierras que rodean la ciudad. Siempre que vuelvo a esta ciudad, esa claridad logra cegarme como si mis ojos nunca hubieran visto las cosas con esa transparencia dorada.


Éste fue el espectáculo del que me percaté por primera vez aquella mañana de hace mil años. De pronto me sentí vivo y con la sensación de que, de alguna forma extraña, que no sabía describir en los términos epistemológicos en que hoy lo destriparía, formaba parte de todo aquello.


Me hallaba en estado de gracia.


Hay días en que salgo a la calle en busca de esta sensación, busco un jardín cercano, un banco en una plaza soleada y me siento, sin más, con un cigarro entre los labios. No hay jardines en el barrio de Gracia, pero sí más de una plaza. A menudo logro, sin apenas esfuerzo, desprenderme este puto frío, pero en cuanto vuelvo a entrar en la sombra tardo segundos en volver a tiritar. No hay manera: a los más que alcanzo es a remedar aquella sensación y, por ello, hay días en que pienso que la fórmula de la felicidad no es más que la receta de un experimento que nunca se ha conseguido volver a replicar.