domingo, 29 de agosto de 2010

Claro de luna (versión previa)


Ardían los rostros de júbilo por aquellas calles en las noches evanescentes de un agosto saturnal, lluvioso y decididamente atemporal. Venía cansado de acariciar sus calles, con suma delicadeza, expeditivo y concienzudo, tal y como si se trataran de los, en otro tiempo, frecuentados recovecos de una vieja y bella amante que siempre desanda el camino el mismo día del año para brindar por lo que fue.


A mi espalda quedaba esa marea coloreada e informe que vomitaba cada esquina; el eco de los compases que habían amenazado unas horas antes con hacerme desistir de mi intento por formar parte de la masa y ser uno con ella, omitiéndome y desplazándome; el sabor amargo de los licores con los que tratamos estúpidamente de endulzar lo que por sí mismo carece de sabor; el trago caliente de ciertas sonrisas malavenidas y el ausente sonido de un millar de gargantas dispuestas a la batalla con la única esperanza de que el alba no sea más que una de tantas promesas.


En aquella esquina iluminada, como siempre, estabas tú esperando, con la sonrisa burlona y la inexperiencia grabada en tus pupilas, y, como siempre, yo te agarraba del antebrazo y echaba a correr y te arrastraba por esos callejones al refugio de mi cueva, allá en lo alto, para contemplar desde este claro de luna el rugido incansable, feroz e inexplicable de la ciudad. De fondo escuchábamos ese sonido homogéneo formado por la superposición de cientos de voces desiguales y contemplábamos la vida como ese todo indecente y absurdo mientras empañaba la imagen con el humo del penúltimo cigarrillo.


Toda esta farsa es la única verdad, decía aquella voz.


Entonces presumía ese reiterado temor en la mirada que suele preceder a la solución edípica de arrancarse los ojos antes que continuar soportando la contemplación del horroroso espectáculo: un giro de avestruz.


Siempre, iluminada por este claro de luna, te veía marchar en dirección hacia sus calles, ser engullida por las luces artificiales de la ciudad y sumar tu voz a la algarabía estridente de esa melodía compuesta de ausencias, ceses y violencia.


*


Sólo en los instantes que preceden al alba, cuando todos duermen o se protegen como bien pueden del sueño, vuelvo a caminar la ciudad y regreso a las calles de las que formo parte y a las que no puedo dar la espalda así como así, y me percato del olor de la tierra humedecida por el rocío a esas horas en que camino despistado bordeando un jardín y sonrío a quienes conmigo se cruzan y comparto cigarrillos sólo con los más valientes... pero enseguida me dejo engullir en sus calles y corro una vez más...


(tiritando)



... ya sabéis.




Barcelona, 18 de agosto de 2010