viernes, 20 de agosto de 2010

Claro de luna


Quienes ostentan un conjunto cerrado de conocimientos sencillamente hacen gala de aquello que poseen (huera palabrería) y toda su actividad no es más que producto de la apropiación y dominio de una relación sintagmática y nominal que nada tiene que ver con la vida ni con las cosas.


El objeto conocido, deglutido como objeto de conocimiento, trueca mera mercancía, moneda de cambio: especias cuyos nombres vociferamos henchidos de orgullo en el mercado para hacer saber cuán lejos y cuánto abarca nuestra red de proveedores, y que intercambiamos como el mercader que sólo conoce aquellos territorios de ultramar a través de los productos procedentes de una navegación nunca emprendida o de los relatos fantásticos inventados por los marinos para ocultar el hastío, el horror y la desidia que acompaña a la conquista y a la vivencia antes de ser manufacturada como aventura.


... y así es como la vida se abre paso por este camposanto de nuestra cultura, plagado de cadáveres.


En cuanto proceso de apropiación, le acompaña la pérdida, de aquello dado a la comprensión y de la apertura del sujeto hacia aquello que demanda nuestra atención.


En cuanto contenido para un continente que lo abarca, aquello conocido cobra entidad, se torna livianamente pesado, voluminoso, permanentemente-ahí mientras, jactancioso, como un muerto en vida, cesa en su estar para no dejar ya nunca más de ser...


Así es la labor del taxidermista.


Es nuestra Razón la encargada de establecer relaciones adecuadas entre conceptos, no sin que, antes, nuestro Entendimiento y nuestra Sensibilidad hayan manufacturado previamente, tal y como son trabajadas las materias primas que más tarde observamos elaboradas por los tenderetes de nuestra excelsa cultura, aquellos objetos de conocimiento que acaparamos como trofeos o cosas que pueden ser dichas o predicadas sobre las cosas.


Nuestra comprensión (o saber), todo lo contrario, se detiene en la fugacidad o en lo inaprehensible, puesto que el resultado de sus movimientos, siempre tímidos e inseguros, nunca, jamás, tiene por término la posesión de algo que más tarde podremos mostrar, como objeto de valor, adornando las estanterías de casa. Pertenece a aquello que Wittgenstein desterraba de los modos predicativos y condenaba al silencio, que Heidegger denominaba Waldlictung (“claro del bosque”) en contraposición con la Dickung (“espesura”) –del lenguaje o del objeto en su dialéctica para ocultarse en su mostrar(se)- o en la diferencia que Dilthey prescribía para establecer una diferenciación entre el modo de conocimiento de la Ciencias Naturales y el de las Ciencias Sociales.


Todo esto no tiene nada de místico ni pretende aspirar a ninguna forma de trascendencia. Comprender la vida y la relación que en ella se da entre las cosas o acontecimientos en ningún modo puede ser reducido a una referencia predicativa sobre algo externo a mí que yo poseo y que puedo –o no- compartir con alguien (en gran parte de las ocasiones en que conjugamos el verbo “saber” estamos haciendo explícito un “saber hacer”: no un contenido de conocimiento sino una pauta o secuencia de acciones).


Aquello que se comparte en el “saber” no es el objeto que se abre a la “comunicación”, sino aquello a partir de lo cual se origina todo el entramado posterior de relaciones –violentas o no.


Mientras nuestro conocimiento establece relaciones entre conceptos, la forma de saber que aporta nuestra comprensión enfocada a la intuición del ahí, de aquello que se nos muestra en el acaecer de lo predicado o subsumido, observa la figura o la estructura, nunca dicha, de la relación entre las palabras en ese instante de apertura que podemos experimentar durante la formación de los conceptos. Y esa intuición no puede ser dicha, cuantificada ni cualificada, porque lo que acontece en la frontera entre el ser y la nada, en los pliegues de la razón o el entendimiento, en ese “afuera” tan repetido pese a que el suyo sea un lenguaje mudo dado a la visión esporádica, sólo puede ser mostrado de forma fugaz como la oscuridad nocturna brevemente cesada por el claro de luna.


Ese claro en la noche, de aquello que se nos abre a la comprensión, difiero con Heidegger, es producto de un juego de espejos en el que un primer objeto arroja sobre otro una luminiscencia que éste, a su vez, refleja sobre un tercero. Y en este baile de sombras y figuras oblicuas e inquietas, en esta constelación relacional, se nos ofrece la “visión” (no al entendimiento) de una figura (Bild) a través de la cual podemos alcanzar una comprensión de lo que nos rodea que se resiste a ser predicada o aprehendida por el lenguaje, puesto que, en dicho instante de oscuridad e indeterminación, en ese pliegue del espacio-tiempo, en esta oquedad fronteriza en la que algunos habitamos por momentos, apenas una fugaz visión nos devuelve la imagen de nosotros mismos, el reflejo de aquello con lo que tratamos de aprehender y explicar el mundo.


El testimonio de lo comprendido es certificado por el silencio de las palabras cuando tratan de decirse a sí mismas (o del pensamiento cuando vuelve sobre sí), tal y como yacen abrazados la noche y el día al auspicio de este claro de luna.