domingo, 1 de agosto de 2010

Entre las palabras y las cosas (sólo impera la ley del Deseo)


El objeto de deseo acapara como ningún otro –quizá suceda de igual manera con el objeto artístico- la gran paradoja de la re-presentación: si lo nombro lo traigo a compadecer ante mí; puesto que lo dirijo y distancio, lo difiero; su presencia en el nombrar, en el imaginar, en el dibujarlo en su lienzo mental, me lo arrebata, lo esconde y pierde.


¿Lo ves? Ya no está.


Cuando lo ves con el lenguaje, cuando lo llamas por el nombre con el que fue (a)t(r)apado, es cesado por su presencia fantasmal y emprende una huida que despierta aún más el deseo por poseerlo y desgranarlo; y lo volvemos a nombrar y lo proyectamos... pero no hay manera: es simple objeto de deseo, no pertenece al mundo de las cosas, sino al de las cosas para un sujeto y, entre esos dos mundos, en este gozne imposible, sólo reina la insatisfacción; éste es el único pasaporte que podemos esgrimir quienes verdaderamente habitamos esa frontera.


Cualquier decir sobre un objeto no es más que una rudimentaria forma de fantasear.


El lenguaje es la materia y el resultado de nuestro fantasear sobre el mundo; tal es así como lo vivimos: animales dados a una segunda naturaleza, la de la contención; la misma que anula nuestra naturaleza primera y hace de nosotros pura condición.


Los mamíferos no parlantes, los que no hacen cola en el paro ni en el supermercado, carecen de expectativas porque su conducta se pliega a una matriz cuyas variables se adecúan al instinto en su relación efectiva con los hechos del mundo.


Nosotros, moradores del lenguaje, sumisos a nuestras palabras, vivimos de expectativas porque el lenguaje es la materia con la que tratamos de mediar entre el instinto y las cosas del mundo, que se nos niega y se interrumpe en el nombrar; por todo ello, más allá de nuestros condicionantes, somos todo condición.


En torno a esa dualidad surge el objeto de deseo: de la brecha, el cese y de la demora del objeto real y de la expectativa que la fantasía, la red de palabras con la que hemos amordazado y tapado al objeto, es capaz de elucubrar.


Esta contención que nos forja como especie parlante, volitiva, desterrada al ámbito cognitivo que, como una esfera cristalina engarzada -sin apenas tocarlo- al mundo, nos envuelve, y de la que ya no hay forma de huída posible, modifica los ritmos naturales en torno a la obtención del placer.


Hemos renunciado, en este punto, a nuestra naturaleza; ahora nuestra condena es darnos una naturaleza efectiva cada día de nuestra vida, cada segundo de nuestra existencia; cada momento de deseo.


Hemos renunciado a vivir; ahora sólo nos queda esta existencia (donde todo es Yo frente al mundo).


Con estas premisas podemos desgranar la insatisfacción inevitable de nuestra condición humana: enfrentados, en una segunda naturaleza, a dos mundos, el de las palabras y el de las cosas, cuyo gozne es la contención en torno al objeto mismo de deseo, establecemos una relación sacramental con la cosa-ahí que despertó nuestros instintos, acelerando el ritmo cardiaco, estremeciendo cada uno de los poros de nuestra piel y alertando nuestros sensores espaciales, visuales, auditivos... La posesión siempre aplazada y la unión nunca resuelta son hipostasiadas y la cosa yerta reifica con su experiencia que la construye como fantasmagoría, un espíritu sin cuerpo: mera ilusión; razón por la cual, cuando se llega a sublimar dicho deseo, cuando la contención que nos rige queda aplazada, suele, no en todos los casos, darse un desajuste entre el objeto deseado y el objeto obtenido.


De todo ello, lo más interesante, exista o no ese desajuste, se cumplan o no dichas expectativas, es que en ambos casos, siempre, no hay manera, quedas vacío... de deseo, de expectativa, para verte nuevamente arrojado a una vida donde la existencia es un trabajo agotador y caprichoso que exige constantemente librar nuevas e interminables batallas entre estos dos mundos.


... porque, es irremediable, no hay salida, estamos hechos de deseo y para desear; que es la única forma de posesión que se realiza entre quienes viven atrapados entre dos mundos irreconciliables (el mundo de las palabras y el mundo de las cosas).