jueves, 12 de agosto de 2010

¿Qué actitud acompaña a la Post-Ilustración? (o por qué somos provincianos)


Hay un pequeño texto de Heidegger titulado Schöpferische Landschaft: Warum bleiben wir in der Provinz? que en castellano he visto traducido como ¿Por qué somos provincianos? –quizá la peor de sus traducciones-, ¿Por qué somos de provincia? y, últimamente, ya por fin, ¿Por qué permanecemos en la provincia? El texto no es más que un breve artículo publicado en el treinta y cuatro en un “provinciano” diario local con el que el filósofo alemán trataba de justificar una decisión a todas luces, para muchos, incomprensible. Pocos meses antes, se le había ofrecido a Heidegger –y por segunda vez- una cátedra de gran importancia en la Universidad de Berlín –algo que, por cierto, ninguno de sus críticos, contemporáneos o postreros, hubiera rechazado-, ofrecimiento que él rehusó en favor de la vida que hasta el momento llevaba en Friburgo.


Conocía su existencia pero nunca, hasta hace pocos meses, había tenido la oportunidad (o el tiempo) de leerlo. De él sólo sabía que se trataba de un texto, como digo, muy breve, sin apenas importancia, en el que, me comentaban, se observaba al Heidegger más conservador, apegado a ciertas tradiciones locales e imbuido, de alguna forma, por ese romanticismo con respecto a la naturaleza común entre quienes esgrimen este idealismo regresivo tan propio de nuestro tiempo, que lleva a algunos individuos a proyectar en otras culturas, religiones, especies... ese hogar perdido, esa identidad quebrada, para suplir esta carencia de sentido que caracteriza la Experiencia en nuestra cultura contemporánea (la occidental, digo).


Si he de ser sincero, el texto me ha defraudado, puesto que mis expectativas hacia él habían sido contaminadas por ciertos aspectos o ideas sobre las que vengo trabajando desde hace un tiempo sobre la Post-Modernidad (ya sabéis, quienes leen estos bodrios míos, que prefiero hacer uso del término Post-Ilustración). De alguna forma, cegado, evidentemente, por el título del artículo, esperaba una sutil crítica a la falacia cosmopolita, a su impostura, estructurada con un cuidado y lúcido discurso en torno al problema de la experiencia y articulado según consideraciones epistémicas serias o hilvanado a partir del existenciario expuesto en Ser y Tiempo. Pero, al leerlo, lo que me he encontrado es, en la práctica, con los desvaríos seniles –bueno, seamos ecuánimes, Heidegger ha sido uno de los intelectuales más lúcidos y mejor formados que ha dado Europa a lo largo de todo el siglo xx, lo que no quita que fuera un neurótico impenitente y testarudo hasta su muerte, además de un cobarde- de un carlista, un maestro zen vestido con atuendo tirolés o un new age con malas pulgas. (Sabía que podía encontrar algo de esto, pero no sospechaba la ausencia de lo otro.)


De entre todas las rarezas de infancia que he ido descubriendo sobre mí y que, en el fondo, ahora lo sé, no constituye ninguna rareza, hay una que muy pocos conocen, pese a adecuarse a un esquema epistémico inevitable para nuestra condición y para la cultura a la que pertenezco (que no es otra que la occidental): mi incapacidad para dar por hecha la diferencia –una vez descubierta, me fascinaba-. Creía que todos los apartamentos del mundo eran idénticos al apartamento en el que yo vivía, que la comida que yo comía era la misma en todos los lugares, que el castellano –no se asusten- era una lengua universal, que los rituales o las formas de hacer eran invariables, incluso en el tiempo... En el fondo, como podréis observar, una forma cualquiera de idealismo llevado al paroxismo; aunque también hay quienes afirman que los animales “sufren” -nada hay más provinciano que tamaña y desproporcionada extrapolación-, pese a que yo jamás he visto a ningún otro mamífero superior suicidarse por despecho (está claro que aquello que diferencia una “rareza” o peculiaridad de una Verdad a discutir no es más que la cantidad de fanáticos dispuestos a recoger firmas).


Si he de ser sincero, ya que, parece, hoy toca, todo el resto de mi vida, la experiencia acumulada y que me ha conformado, todo lo que soy ahora como persona, está hecho en base a la ruptura con esta regla; ejercicio que, aparte de su dificultad, me ha proporcionado cierta intuición a la hora de alcanzar comprensión de aquellos condicionantes que propician un esquema conductual entre quienes me rodean o con quienes me relaciono, además de un conocimiento amplio de aquellos principios epistemológicos que conforman la experiencia de cualquier sujeto de mi especie.


El lenguaje es nuestra morada (¿veis cómo me repito siempre?).


Cualquier experiencia crítica o que trate de superar una experiencia (dada) conforma una experiencia de la ruptura; en ningún caso da lugar a una nueva experiencia. Nuestra episteme, nuestra condición cognoscitiva, es, en este punto, irrenunciable; en el sentido de que no es posible, no hay manera de hacer tabula rasa y romper o superar definitivamente una experiencia o episteme previa, porque toda forma de re-cognición se asienta y tiene por condición de posibilidad cualquier experiencia o episteme previa. En este sentido, la experiencia post-ilustrada es una experiencia de la ruptura con la experiencia ilustrada, moderna; y en este mismo sentido es en el que afirmo que el cosmopolitismo es una impostura: una máscara con la que se trata de representar la ausencia de máscara, con la que se enmascara la experiencia estética a partir de la cual se tiende hacia dicha experiencia.


Cosmopolita, de veras, sin poses, es quien se sabe provinciano; ya se sabe... una vez subido por esos escalones ya no hay marcha atrás (“Tiene, por así decirlo, que arrojar la escalera después de haber subido por ella”*).


(... porque quien se sorprende o muestra sorpresa ante la diferencia es capaz de establecer su propia relación para dar paso a una experiencia de la ruptura; mientras que quienes hacen de su experiencia una experiencia de la diferencia, no están más que imponiendo una Ley de la Mediación, ejerciendo una violencia poco inusitada a estas alturas de la Historia en torno al objeto y estableciendo una diferenciación no real pero efectiva entre sujetos.)


Es curioso: la Ilustración fue un proyecto que pretendía salvar al hombre moderno de la crisis a la que se vio abocada nuestra cultura tras la destrucción, por desfase, del sistema de formas tardo-medieval; lo cual dio lugar a una crisis de identidad que amenazaba con ampliar las fronteras y disolver los compartimentos que éstas mismas sostenían, razón por la cual tuvo por cometido establecer un sistema de formas universal y atemporal. Dicho sistema, a día de hoy, ha vuelto a quedar obsoleto y explica la tendencia actual en nuestra sociedad a la falacia cosmopolita y al abrigo de variétés orientalistas sin sentido ninguno.


La única evidencia que queda a nuestro tiempo, que recorre la época, la nuestra, es una experiencia de la ruptura que sabe del fin de toda evidencia, de la carencia de principios con que regir nuestra experiencia y del relativismo que hemos de esgrimir, con honestidad y fuerza, con descaro, como estandarte. Aquella sentencia de Wittgenstein, la identidad entre Ética y Estética, no es más que una de las proclamas con las que fue iniciado nuestro tiempo, el de la post-ilustración; otra manera, en definitiva, de legitimar y decir por qué somos (ahora y todos), en un sentido amplio y profundo (más allá del artículo de Heidegger), provincianos.



* Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus, § 6.54.