martes, 31 de agosto de 2010

Profundidad


Gran parte de nuestras representaciones espaciales, todas aquellas que nos elevan hacia lo profundo, son el resultado de una simulación o efecto óptico, retórico, basado en la oblicuidad de la perspectiva, en la desviación de un tercer eje con respecto al eje (vertical – horizontal) sobre un plano. No es otra cosa que el resultado elemental de la forma con que “construimos”, siguiendo siempre un sencillo principio de economía entregado a la aprehensión espacial de los objetos, la percepción de profundidad.


La proyección oblicua, el efecto óptico de profundidad que simula tres dimensiones sobre un plano, no es más que un artificio; pese a que la imagen que imprime en la retina, el espacio re-creado y gestionado, sea tomado como “real” y su volumen y profundidad adquieran aires de presencia inmanente, somos espectadores de una mera ilusión o de un juego de manos llevado a cabo por el mejor y más eficiente de los ilusionistas.


... y nosotros, a quienes nos encanta el entretenimiento, el espectáculo, no podemos evitar caer una vez más en su trampa y dejarnos impresionar (afectar).


(Escuchad los aplausos.)


Y es que la profundidad se comporta como una gran diva del espectáculo, quien no hay nada que más desee que ser tomada en serio y se deleita cada vez que es nombrada; y así nos acecha en cada recta del plano, agazapada a la espera del momento adecuado, la oportunidad que siempre irremediablemente llega, para irrumpir valiéndose de la artimaña efectiva: la indeterminación clamorosa (o evidente) del signo.


Si para que cualquier objeto suponga un reto (hermenéutico) basta con un simple desplazamiento de su esfera de contingencia, un cambio cualquiera, mínimo, para presumir intención, otorgándole ese aire enigmático gracias al cual el forastero, si era astuto, podría contar sus horas o días en aquel pueblo, no es menos evidente que la indeterminación ostentosa de sus significado produce un desplazamiento segundo para constituirse en signo independiente e introducir un segundo desafío, mayor que cualquier otro canto de sirena, dentro del enigma.


He aquí el tercer eje sobre el plano, el ángulo oblicuo, imposible, que toma profundidad y adquiere volumen con las interpretaciones, consensuadas o evidentes, barrocas y peregrinas, que un sujeto cualquiera dado al reto es capaz de asumir –tal y como hacen los “comentaristas” de Arte contemporáneo, como buenos teólogos reciclados para los nuevos tiempos, como charlatanes de feria vendiendo crecepelo o bálsamos de la eterna juventud en esa subasta pública e indecente que es el mercado del arte.


En este juego de posiciones (y posicionamientos), donde cualquier estrategia válida está contenida dentro de la figura que cubre todo el amplio campo de relaciones, se suceden profundidades, compartidas e inefables. Con las primeras, sencillamente, paseamos todos de la mano por el mismo jardín que cuidamos cada día y que nos es tan familiar que ni siquiera lo vemos. En cuanto a las otras... ¿alguien es capaz de convencer al mundo entero de que su timbre de voz es el único eco que reverbera de la Gran Explosión?


Todo esto no es nuevo para los poetas, lo han sabido siempre –y por ello nunca tendrán su lugar en la polis-, tampoco para los filósofos, y ésta es la razón por la que los finales abiertos abundan en la Literatura y al ininteligibilidad es terreno propio de la Filosofía.


(Son los lindes de sus propias fronteras: un lugar para los malditos.)


¡... Tan sencillo! Ansiamos la profundidad.


Un ángulo de noventa grados, junto a dos de ciento treinta y cinco, y nos parece que el plano se ensancha con el eje oblicuo tendido por un punto de fuga inalcanzable.


Mirarlo, lo tenéis frente a vuestras narices; ésta es la profundidad con la que lo profundo nos escamotea el vacío sobre el plano, incoloro, irrebasable... el límite absoluto para cualquier desplazamiento posterior.



(Ahí no hay nada –aunque lo pre-sientas.)