lunes, 13 de septiembre de 2010

Disidencia


“No hay documento de la cultura que no sea a la vez documento de la barbarie.”
Walter Benjamín, Tesis de Filosofía de la Historia.



Fue en 1928 cuando Walter Benjamin da por concluido y presenta su trabajo de habilitación en la Universidad de Francfort; con ello aspiraba, dejando a un lado sus inquietudes intelectuales, a lograr un puesto como docente dentro de la institución que le permitiera así poder continuar de forma sosegada con sus investigaciones.


Se trata de un texto controvertido, titulado El origen del Drama barroco alemán (Der Ursprung des deutschen Trauerspiels), en el que comienza a trazar aquella simbiosis imposible entre materialismo e idealismo histórico; aunque, a decir verdad, en dicho texto, el desarrollo posterior de esta temática aún estaba en pañales y el texto en sí no constituye más que una base teórica, de corte espistemológica, para su pensamiento posterior mediante un desarrollo muy lúcido del concepto de “alegoría”, que luego completaría con su lectura de Baudelaire.


Dejando a un lado cuestiones teóricas en torno al texto, dicho trabajo no fue aceptado en el Departamento de Lengua y Literatura alemana (Germanistik), cuyo titular trasladó el expediente al Departamento de Estética, donde lo tildaron de incomprensible y recomendaron su retirada para evitar su rechazo y el escarnio público. Walter Benjamin, a partir de aquel año, comienza su periplo inevitable con final en Port Bou. La República de Weimar tenía los días contados, ese mismo año la economía mundial entraba en recesión, la primera gran crisis que sufriría el sistema de mercado, que a su vez propiciaría un malestar generalizado entre la población europea, la cual comenzó a culpar de ello, amparada por un discurso populista y efectivo, a ciertas minorías. Poco tiempo después, tras las elecciones de 1933, en las que triunfa el partido Nacional Socialista alemán, su líder, Adolf Hitler, es proclamado nuevo canciller de la malograda República...


(No, no desvarío; hay veces en que los Hombres no podemos –o no sabemos- dejar de repetirnos una y otra vez.)


Cuentan que, tras ser rechazado y perder cualquier oportunidad de subirse a aquel tren que ya entonces marcaba el camino posterior de la barbarie y el horror, sentado en un café –supongo que esto ya es un adorno literario-, escribió, Benjamin, una carta a un amigo íntimo (si no recuerdo mal, fue a Adorno o quizá a la que entonces era su compañera) en la que, de forma solemne, también rabiosa (es de recibo), toma el testigo y se imponía el destino de llegar a ser el mayor crítico habido hasta entonces de la cultura alemana (y por extensión, de la cultura occidental).


Benjamin es una figura con claroscuros (y esto no sólo le sucede a los intelectuales judíos de primera mitad del siglo pasado o a los pensadores contemporáneos que cometen el error de desaprovechar sus capacidades cursando, como kamikazes, estudios sin ninguna aplicación práctica; esto es propio de nuestra condición). Tras el escritor místico, el obstinado idealista que se niega en redondo a dejar de lado y pretende engarzar ese idealismo con los fundamentos materialistas del pensamiento neomarxista, también hallamos al poeta y a uno de los observadores más lúcidos y críticos con nuestra condición y con nuestra v(b)asta cultura. Todo su trabajo posterior a partir de ese momento difícil de 1928 fue la disidencia.


Disidencia con respecto al estilo discursivo (si dejamos de lado a Nietzsche, que era filólogo, no filósofo, y algunos otros ensayos de menor peso de los miembros de la Escuela de Francfort u otros personajes aislados, el estilo académico no permitía ni permite ciertas licencias estilístico-literarias; más aún, cuando de lo que se trata es de una tesis); disidencia por lo que se refiere al método y análisis sistemático (Benjamin ha sido uno de quienes conscientemente y con más valentía han pensado de forma a-sistemática); disidencia de las grandes escuelas de la Alemania de su época (la Fenomonología y el Neokantismo); disidencia de la ortodoxia marxista, del pensamiento y colaboracionismo fascista…; disidencia de las reformas que dieron lugar a la Social Democracia europea; disidencia de las formas de vida capitalista, de la ambición, del reconocimiento y la vida social…


El camino que recorre, el pasaje que lo lleva en esta dirección única, el puente que se abre entre aquel día de 1928 y la noche de septiembre de 1940 en que se suicida en el pueblo fronterizo de Port Bou, está fuertemente dirigido por la disidencia y su determinación de llevar a cabo una crítica radical, demoledora, marcial e insobornable de nuestra cultura. Crítica del concepto de Arte, crítica al concepto de Historia y al de Progreso, crítica al entramado de relaciones en torno al cual se sustentan las formas decadentes de una cultura que agoniza y niega constantemente la mayor, crítica –la más importante- a las formas de experiencia que todos estos conceptos y la axiomática de la que participan dan lugar…


Benjamin cruza la frontera franco-española el 25 de septiembre en un estado deplorable de salud; cada pocos minutos se ve obligado a detenerse, tiene problemas cardiacos, el frío, la intemperie y el largo camino recorrido no lo benefician en absoluto. Sus acompañantes, apenas conocidos, son amables y condescendientes con él: no es un exiliado al uso, su traje desgastado, los anteojos de moldura de alambre y la carpeta de cuero de la que no se separa ni un momento y que lleva consigo bajo el brazo (se especula que se trata de la versión definitiva de los Pasajes o de una copia de las Tesis de Filosofía de la Historia)… invita a extremar el celo. Y no se equivocaban: llegados a Port Bou, el grupo es detenido e interrogado por las autoridades españolas, que colaboraban activamente con la Gestapo, y ponen en su conocimiento el paradero de Walter Benjamin. Bajo vigilancia, el grupo entero se hospeda en el hotel Francia, a las faldas de los Pirineos; él se aloja en la habitación número tres, con vistas al mediterráneo. La mañana siguiente aparece muerto: pudo tomar la morfina para salvar el pellejo de quienes le acompañaron en su aventura fronteriza; pudo hacerlo por miedo a ser deportado a Francia y puesto en manos de la Gestapo (quienes hubieran hecho lo mismo con él, pero de forma mucho más dolorosa)… Nadie, que ahora esté vivo, lo sabe.


Mientras tanto, sus colegas, Adorno, Arendt, Brecht…, todos, lograron sobrevivir; tuvieron la suerte, el dinero o la ayuda necesaria. Muchos se instalaron en Estados Unidos y continuaron una carrera intelectual cómoda y reconocida. Sólo Arendt, un año después de su muerte, viajó a Port Bou para rendir homenaje a su amigo, quien fue olvidado hasta que, en estos últimos años, ha comenzado a ser estudiado, leído y editado como nunca.


Nos falta el Benjamin más lúcido, el intelectual maduro que comenzaba con las Tesis de Filosofía de la Historia a concretar, tras haber sido problematizado desde múltiples lugares y resquicios, el problema central de su pensamiento: la experiencia del sujeto contemporáneo. Quizá nunca hubiera presentado una teoría sistemática con la que solventar el problema a que se ha visto abocado el individuo de nuestros días, pese a que intuyo que su respuesta, más allá del estilo o forma expositiva, hubiera sido formalista, en sentido kantiano (sin contenido).


Evidentemente, el problema de la experiencia puede ser reescrito y replanteado como problema a día de hoy; de hecho nos urge. Debemos, de alguna forma, tomar el testigo e inscribirnos en esta tradición crítica, porque nadie es imprescindible y aquello que a uno le faltó por pensar o formular, puede ser completado por quienes son conscientes de esa carencia; lo cual, no quita que, sin él, quienes así tratamos de hacerlo, no dejemos de sentirnos un poco solos e incomprendidos.