lunes, 6 de septiembre de 2010

Naturaleza muerta


El pintor hiperrealista (o hiperexpresionista) Antonio López es uno de esos artistas que, pese a la alta cotización de su obra en el mercado (del arte), no tiene cabida dentro del discurso con que los teóricos de Arte contemporáneo (no hablo de análisis estéticos) amordazan y privilegian determinadas prácticas o estilos de vida y, por todo ello, es denostado por la crítica. La razón de esta paradoja (que comienzo a pensar que es intrínseca a la falta de espíritu crítico de nuestra época) se debe, probablemente, a que Antonio López, que no usa gafas de pasta, que no suele frecuentar los ambientes oportunos y carece del pertinente título en contactología para la obtención de subvenciones y vivir del llanto, que no requiere de ninguna pose histriónica para que lo soporten o para soportarse o justificarse a sí mismo, tiene la cualidad de “saber pintar” y dominar la técnica del engaño o el artificio representacional como muy pocos, como desde luego no saben hacer los gallitos sin carisma que frecuentan el corral vomitivo de este decadente espectáculo que es nuestra Kultura (comencemos a escribir esta palabra con valentía).


No hace mucho, leía a un crítico suyo establecer una relación entre el resultado y el efecto de su obra y la práctica y el resultado de la fotografía. A grandes rasgos, su argumento ponía de relieve el carácter espectral de sus representaciones: la obsesión positivista por capt(ur)ar el instante de la cosa-ahí, su imposibilidad, daba paso a la representación de un fantasma, de algo ya difunto, que impregnaba su obra de ese halo mortuorio y tétrico que el tiempo impone sobre lo vivo cuando esto trata, sin acierto, sin suerte, de trascenderlo.


El tiempo en pugna, la cosa que no se deja atrapar y el devenir que se anuncia en el objeto resultante, en la vida que fue, en la ausencia macabra… todo ello se confabula para dar lugar a una representación que no es la de la obra, sino la de la pintura de Antonio López como expresión de una lucha que a todos nos concierne. Pues, a mi entender, esta contienda entre titanes que Antonio López desencadena con cada una de sus representaciones, más que un argumento en contra (por la imposibilidad de resultar victorioso), es el rasgo distintivo que hace de este artista castellano-manchego o de su pintura algo digno de ser valorado o tenido en cuenta para alcanzar un reconocimiento. Víctor Erice tuvo la lucidez de saber apreciar este hecho cuando puso en marcha y proyectó el rodaje de El sol del membrillo: aquello que eleva la práctica artística de Antonio López no es en sí mismo el resultado de una técnica depurada, obsesiva, métrica… por capt(ur)ar un instante concreto, irrepetible quizá, embalsamado, o emularlo cada vez que nuestra mirada, frente a uno de sus lienzos, es engañada y cree hallarse frente a una ventana hacia el mundo. Antonio López es un artista porque en esta relación impetuosa y tortuosa que mantiene con la vida o con lo vivo, con los objetos que le rodean, da su vida por vencer lo irreversible.


No importa que siempre, de alguna manera, pierda esta contienda; su dignidad está a salvo cada vez que enfrenta batalla, entrega su vida y muere en cada una de sus obras: momentos erguidos, altivos, sonrientes, frente a lo inexorable.


Resulta quimérico anteponerse a la temporalidad que todo lo marchita y agrieta; tarde o temprano, todo deviene en un cadáver (en no-ser). Las mejillas sonrojadas y plenas de vida serán mañana, sin remedio, la piel febril y escarchada que sintomatiza el fin inminente de lo que un día brilló con esplendor.


Frente al hecho trágico, nuestro héroe encorvado, nuestro ángel de la historia, como aquel personaje anacrónico al que frecuenta el objetivo de Wenders en la Biblioteca Estatal a lo largo de su cinta El cielo sobre Berlín, es un héroe de la derrota, un monumento a la Humanidad, a su tiempo, a lo irremplazable o irrecuperable… puesto que su tarea consiste, siempre sin resultado posible, en hacer justicia a la historia (la nuestra): este limbo inventado por nuestra especie para ofrecer resistencia y pugnar contra la única certeza que la vida nos ha revelado.


Su lucha sin cuartel es un homenaje a todo lo que somos, a la risa y al llanto, que, de alguna forma, logra restituir el crimen cometido sobre esa singularidad cuya máxima expresión de belleza es su inocente aspiración de eternidad, de Unidad, de universalidad.



***


Quizá fuera el Tiempo quien me reveló aquella madrugada eterna que somos seres divinos, no por lo que tenemos, las cualidades que nos atribuyen, o creemos tener, sino por aquello que supimos dar, pese a que nadie frecuente nuestro nicho y las rosas que lo adornan luzcan marchitas, ennegrecidas, como estampa espectral de una naturaleza muerta.



**


Pide un deseo. ¿Ya, lo tienes?


Eso creo.


Bien, ahora escríbelo en esa hoja.


¿En aquélla?


Sí, en esa cuartilla en blanco. Vale, perfecto, no lo enseñes, no quiero leerlo; pliega esa cuartilla en mil porciones, disminúyela hasta que ya te sea imposible continuar. ¿Lo tienes? Ahora no digas nada, acércate al río y arrójala; que el agua disuelva la tinta y borre tu escritura, deshaga el papel y lo arrastre y distribuya.


¿Crees que así se cumplirá?


Iluso, has destruido el deseo. ¿No lo ves? Ya nada te constriñe, puedes hacer y deshacer a tu antojo.


¿Entonces soy libre?


Sí, eso me temo; ésta es nuestra tragedia.