viernes, 8 de octubre de 2010

El cielo abierto a nuestros pies


“La tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el «estado de excepción» en el que vivimos. Hemos de llegar a un concepto de la historia que le corresponda. Tendremos entonces en mientes como cometido nuestro provocar el verdadero estado de excepción; con lo cual mejorará nuestra posición en la lucha contra el fascismo. No en último término consiste la fortuna de éste en que sus enemigos salen a su encuentro, en nombre del progreso, como al de una norma histórica. No es en absoluto filosófico el asombro acerca de que las cosas que estamos viviendo sean «todavía» posibles en el siglo veinte. No está al comienzo de ningún conocimiento, a no ser de éste: que la representación de historia de la que procede no se mantiene.” Walter Benjamin, Tesis de Filosofía de la Historia, § 8.



El final de la segunda Gran Guerra, pese a como haya sido narrado en muchas ocasiones y a expensas de la autocomplacencia con que fue representado por el cine o la literatura norteamericana y británica (un paseo triunfal de las tropas aliadas y soviéticas por las principales avenidas y arterias de Berlín, agasajadas como libertadores por un pueblo repentinamente arrepentido de sus errores), no puede, de ninguna manera, ser presentado por los libros de Historia como un triunfo del Derecho, la Justicia o la Libertad –sobran mayúsculas, sea como sea-. Seamos francos y digamos que, en todo caso, con ello se dio paso a una nueva constelación de relaciones geopolíticas que promovieron, y continúan haciéndolo, el final de las soberanías nacionales para beneficio de determinadas instituciones supraestatales mediante las cuales el concepto ilustrado de Razón de Estado ha ido cobrando una amplitud significativa que oscurece, como la sombra siniestra de una guillotina proyectada sobre el suelo por el que más tarde rodarán nuestras cabezas, cualquier posibilidad de futuro.


La secuencia de hechos se somete a la lógica que siempre ha envuelto la conspicua, pero no menos oscura, relación entre vencedores y vencidos, cuyos roles se ven alternados en esta danza macabra que es la Historia.


(Y es que, a estas alturas, no podemos prometer si llegará el día en que lograremos escribir una hISTORIA –pequeñita- en la que los vencidos sea capaces de tomar la palabra sin ocupar el asiento de los vencedores para colmar sus ansias de revancha.)


Tras la gran ofensiva llevada cabo por las tropas aliadas contra el Tercer Reich, a finales de abril de 1945, la capital del que fue concebido como nuevo Imperio, Berlín, queda sitiada. El 29 o el 30 de ese mismo mes, tras contraer matrimonio con la que fuera su amante, Eva Brown, el que fuera autoproclamado Führer, según cuenta esa Historia, hizo que lo que tenía que hacer: ambos, al parecer, se suicidan (sus cuerpos no fueron encontrados entre las ruinas).


Berlín fue “ocupada” (el general alemán Helmuth Weidling entregó la ciudad al dar la guerra definitivamente por perdida), en un principio, por las tropas soviéticas el dos de mayo y Alemania se rindió pocos días después a los Aliados. Un mes más tarde, las potencias aliadas y los vencidos firmaron el documento que certificaría y daría carta de naturaleza al nuevo orden internacional que, a día de hoy, continúa vigente; por lo que atañía a Alemania, ésta quedó dividida en cuatro zonas. Apenas cuatro años más tarde, la zona soviética se constituyó en la hoy extinta Alemania Oriental (RDA) y las otras tres zonas dominadas por los Aliados se convertían en la Alemania Occidental (RFA). Berlín, también dividida, sufrió como pocas ciudades este reparto de poderes y fue una ciudad resquebrajada y ocupada militarmente hasta hace apenas dos décadas, cuando, por fin, fue restituida la soberanía del pueblo alemán (dentro de los márgenes limitados de soberanía que hoy disfrutan las potencias occidentales).


Durante años apenas quedó testimonio de lo que allí ocurrió; la versión oficial fue aquella que “culpabilizaba” a toda la ciudadanía alemana de complicidad, silencio y colaboración con los crímenes cometidos. El fenómeno o los fenómenos por los cuales un pueblo de fuerte tradición ilustrada como el alemán fue capaz de esta connivencia con el aparato de poder y guerra nazi fue trabajado con anterioridad por Hannah Arendt. No es asunto que nos ocupe ahora; forma parte de la condición humana y sobra, para el caso, cualquier intento maniqueo de exculpación o condena. Pero recientemente ha sido publicado en castellano por Galaxia Gutenberg un estudio llevado a cabo por el británico Giles MacDonogh (Después del Reich. Crimen y castigo en la posguerra alemana) en el que se detalla esa otra historia que hasta ahora había quedado relegada al ostracismo: la historia en la que los vencedores se convierten en vencidos.


Los ciudadanos alemanes que inocentemente pensaron que con la ocupación de Berlín la vida ordinaria volvería a su cauce, que la guerra, por fin, había terminado para todos y que, de una vez por todas, podrían volver a sus hogares y comenzar a fraguar en la intimidad ese sentimiento de culpabilidad con que crecieron las siguientes generaciones, como era de esperar, se equivocaban: miles de alemanes fueron enviados a los mismos campos de concentración que unas semanas antes habían gestionado con diligencia germana y que habían sido previamente ocupados por todos aquellos que el Reich consideraba sus enemigos; cientos de mujeres fueron violadas (sistemáticamente) y asesinadas en los meses que siguieron a la ocupación; sus casas saqueadas o expropiadas; millones fueron expulsados y desplazados a otras regiones… todo un país fue humillado, torturado y sometido a un racionamiento estricto de alimentos similar al sufrido por los enemigos del Reich. Las cifras, como siempre, son escalofriantes: 16 millones de desplazados, 8 millones perdieron sus casas en los bombardeos, alrededor de 2 millones de niños habían quedado huérfanos y se contabilizan 200.000 nacimientos durante el primer año de ocupación a raíz de la violación masiva de la población.


En todo ello intervinieron tanto las tropas soviéticas como las aliadas. Aunque, al parecer, detalla MacDonogh, con algunas diferencias de forma que ya comenzaban a marcar las nuevas fronteras: mientras que en la Alemania Occidental, que había quedado en manos de las tropas americanas y británicas, el número de violaciones y torturas fue menor (al menos las denuncias a corto plazo; más tarde se supo la verdad), en la Alemania Oriental, ocupada por lo soviéticos, la brutalidad con que se nos presentan los hechos produce nauseas. Y todo ello no se debe, para quien ya estén frotándose las manos, a ninguna noción más amplia de Justicia por parte de los Aliados o a su carácter democrático; sencillamente, las razones cobran tremenda actualidad y no nos resultan tan lejanas: la extremada disciplina británica, el sometimiento de los soldados a sus oficiales, y el temor al caos o posibles revueltas, frenaron las violaciones y asesinatos (al menos los asesinatos posteriores; violaciones las hubo), la venganza y la revancha (porque ésta es una Historia, como todas las historias, de revancha y venganza), y por lo que atañe a los americanos…ya sabemos cómo se las gastan: no tuvieron que usar la fuerza, simplemente “compraban” los favores sexuales o la colaboración del pueblo a cambio de comida, tabaco, alcohol…


Alemania, esta potencia económica de hoy, ayer se moría de hambre y frío mientras su población, famélica y sumisa, sin apenas ya poder ofrecer ninguna resistencia, con la cabeza agachada y avergonzada, aceptaba ser la piel sobre la que quedaría grabado el nuevo mapa del “orden” internacional. Una industria que había probado su eficiencia como maquinaria bélica en las dos grandes guerras que hasta el momento ya había presenciado el joven siglo; las ayudas económicas aceptadas, y que a la postre los postraría, aún más si cabe, frente al bando vencedor a cambio de ceder su territorio como frontera de los dos mundos que se estaban creando y la inmigración recibida de parte de aquellas naciones que no recibieron ninguna ayuda (España entre ellas) y que cubrió la mano de obra que requería su industria para ser el país que hoy es, dio lugar a lo que más tarde ha sido llamado el “milagro alemán” y que ha convertido a esta nación, junto con algunas otras (ligadas también al bando aliado), en el motor de arrastre económico de nuestra alianza europea, de nuestro selecto y exclusivo club de niños buenos y sumisos. Y es precisamente esta misma nación, en la que fue escenificado el nuevo orden internacional y consolidado el Capitalismo como nueva forma de totalitarismo encubierto, curiosamente (o de forma muy simbólica) la que hace alarde de su gestión, sin consideración ninguna y la mendacidad que le precede (olvidando el hambre y el frío de ayer), mientras se pliega a las instancias e intereses supraestatales que continúan empecinadas en representar a nuestra especie a expensas de nuestra especie: pues llegará el día en que nuestras monedas, oxidadas, apenas tengan manos de las que cambiar y el valor de sentido de su troquelado desaparezca para desintegrarse como simple metal.


La victoria aliada sobre el totalitarismo fascista fue también una victoria, aunque velada y extendida al tiempo, contra cualquier otra forma de totalitarismo o sistema que pudiera ofrecer resistencia y oponerse al Imperio del Capital: un orden in-forme, supraestatal y despersonalizado, un sistema deshumanizado cuya eficiencia en el control de las masas, índices de producción, “crecimiento” (por llamarlo de alguna forma) económico y gestión de los recursos humanos (ahora nos llaman así) está mostrando en los últimos tiempos su auténtica cara.


(… y el sistema es antepuesto a sus beneficiarios.)


Hay quienes a día de hoy se preguntan cómo es posible que, tras los últimos acontecimientos, la clase media europea, que ha sido la más castigada, puesto que su futuro ha quedado hipotecado por generaciones para pagar una deuda que no es suya, apenas se ha pronunciado y no haya ejercido su legítimo derecho de resistencia (y, cuando así ha sido, dentro del escaso espacio de actuación que le resta a nuestra ciudadanía, la represión ha sido violenta y legitimada políticamente).


Quienes, a estas alturas, no participamos de una representación idealista de la Historia, quienes hacemos oídos sordos a los cantos de sirena con que ha sido anunciada cualquier forma de dialéctica histórica, quienes no podemos hacer ya otra cosa que desestimar los viejos mitos de la Ilustración, sabemos que no podemos esperar una respuesta consecuente –y menos aún contundente- de la ciudadanía, puesto que el caso alemán ejemplifica como pocos que la Historia de nuestra especie no es condición necesaria y suficiente para alcanzar el grado de autoconciencia al que hizo referencia Hegel en su Fenomenología del Espíritu y cuya lógica sirvió de modelo e inspiró las dialécticas materialistas.


La ansiedad que padece nuestra ciudadanía, y por la cual se pliega a las instancias despersonalizadas e intangibles de los poderes fácticos, es debida a la imposibilidad que tiene el individuo para reconocerse como sujeto en un escenario tan complejo que apenas puede abarcar con su mirada para dar con una representación capaz de alimentar la comprensión de los hechos. Todo ello incurre en la impotencia que caracteriza al sujeto contemporáneo, inmerso, como los héroes trágicos, en una serie de designios que lo superan y ante los cuales carece de maniobra de actuación. La ciudadanía europea no puede sublevarse a las políticas estatales porque éstas están comandadas por instancias e intereses que trascienden a los estados mismos. El ámbito de lo político ha quedado deshumanizado, resquebrajado y desplazado al discurso de los sentimientos, de la impotencia, del hastío, el fatalismo… -apenas comprendo cómo nos sorprende que algunos, sencillamente, reaccionen con violencia, sea gratuita o no-; sometidos, como estamos, a un sistema que no puede tener en cuenta el ahora de los sujetos que lo sostienen, cualquier forma de autoconciencia sólo alcanza a mostrar el horror de quien se sabe a bordo de un tren apunto de descarrilar y del que, sin poder apearse, sólo le resta tratar de dormir y controlar a la fiera despierta.



(Pero la fiera es caprichosa e insaciable y, ni aun herida, hemos adquirido el valor para rematarla.)



No temáis; no es más que el cielo abierto a nuestros pies.