sábado, 6 de noviembre de 2010

ἀταραξία


Me encanta su sonido. Ataraxia. Una palabra de origen griego –como supongo que podéis imaginar-, ταραξία (atapaξia), compuesta (en su sentido más constructivo) por el prefijo (a), “sin”, y el concepto-raíz ταραχή (taraji), “turbación”, y que es traducida al castellano como “serenidad”. La ataraxia es utilizada para designar la “tranquilidad” o la “ausencia de turbaciones” en el individuo; aunque lo más común –yo también lo hago- es que sea utilizada para describir la indiferencia o la falta de pasión con que alguien realiza cualquier cosa.


Los clásicos, aquellos niños con barba, tenían en este concepto la más alta meta a la que podía estar orientada la vida de un hombre, puesto que identificaban la felicidad (el único objetivo realmente digno de serlo) con este estado, en apariencia, flemático. Digo “en apariencia” porque si observamos bien cómo fue entendido este concepto por las tres grandes escuelas de pensamiento clásico, podemos advertir una diferencia de base en torno a su concepción que puede, a su vez, arrojar un poco de luz para la comprensión o matización del escepticismo contemporáneo.


Si ponemos un poco de atención a su tratamiento, tanto para estoicos como epicúreos, la ataraxia, la felicidad última, consistía en algún tipo de relación que el sujeto, el individuo, debía mantener con sus pasiones; por ello se revelaba como una virtud, puesto que consistía en un mandato de tipo moral. Por ambas partes, era la adecuación del sujeto volitivo con el logos universal aquello que legitimaba la exclusión de determinadas pasiones a favor de otras; por parte de los estoicos aquellas más ligadas al cuerpo y por la de los epicúreos aquellas pasiones corporales que no podían ser armonizadas con las espirituales.


Sin embargo, para los escépticos (fundamentalmente el pirronismo), la ataraxia nada tenía que ver con la voluntad de doblegar a las pasiones racionalmente de tal forma que, al no estar el individuo sometido a ellas, podía regir su vida según voluntad propia para alcanzar así la felicidad, la ataraxia.


Lo que me gusta del pirronismo es su sutileza (vale, y que no se lo puede contrargumentar y saca de quicio a todo el mundo –eso me pone, como ya sabéis).


Para los pirrónicos, la ataraxia es un estado especialmente sensible, en un sentido muy complejo, y a la flema con que ante cualquier extraño el escéptico vive la vida sin pasión alguna, subyace un torrente sensorial en torno a esa falta de pasión que la hace especialmente pasional.


El pirrónico es pasionalmente desapasionado.


¿Cómo es esto posible –se andarán preguntando los dos de los cuatro gatos que me leen y que esta vez han llegado hasta aquí?


Como bien supo advertir Michel de Montaigne (uno de los primeros modernos y de los pocos que supieron comprender qué era la modernidad –es el mismo punto en el que nos encontramos hoy en día, aunque más viejos), el pirronismo no era una filosofía, no consistía en una armazón de argumentos o un conjunto cerrado de saberes a partir de los cuales poder regir la experiencia. El pirronismo consistía en una actitud que, inevitablemente, si se era capaz de mantener (y aquí se juegan muchas pasiones), desembocaba en la ataraxia, que no es otra cosa que una falta de pasión en el mundo y en las cosas vivida con apasionamiento; y esta actitud consistía en la ποχή (epojé), “suspensión”, del juicio, de todos ellos, bien fuera tomando consciencia de la isostenia que media entre dos argumentos o tesis en oposición, o del carácter subjetivo, mediato, de nuestra percepción del mundo.


De esta guisa, el mundo, repentinamente, perdía ese aura de sentido que toda filosofía pretendía adjudicarle, se tornaba oscuro e incierto, un amasijo de cosas yertas caótico y relacional frente al que el sujeto queda enmudecido, puesto que el mundo desvestido de palabras no requiere ser dicho (podemos “encogernos de hombros”, como hacía Bernardo Soares, el más pirrónico de todos los heterónimos de Pessoa).


La “felicidad” que acompaña a este des-apasionamiento con respecto a las cosas formaba parte de un envés compensatorio: entregábamos el sentido, renunciábamos a él a cambio de una forma de liberación. Esta liberación consistía, en palabras de Montaigne, en el fin de la dialéctica: para desmontar los argumentos del contrario, el pirrónico se ve obligado a llevar a cabo una estrategia suicida (pero a la postre liberadora): desarmarse a sí mismo, desmantelar sus racionalidad, poner fin a su entidad para que, indirectamente, los argumentos del contrario, basados en el logos, cayeran por su propio peso.


Muerto el sentido la dialéctica queda deslegitimada, puesto que ha perdido su fundamento.


… y esta calma que sigue a la última batalla de esta guerra que, de otra forma, nunca hubiera tenido fin, en la que el logos ha quedado destronado y el mundo y la vida vuelven a erigirse en su acontecer sin más, sin pasión, es una forma de felicidad en la que se vive de manera muy pasional (puesto que es sentido a cada momento en su ausencia) la falta de pasión con que se percibe un mundo, ya carente de sentido y hermosamente absurdo.




(¿Veis cómo no hace falta adorar a ningún elefante de ocho brazos? El mundo es igual en todas partes y por mucho que nuestras fronteras se empecinen, nunca podrán poner veto a lo evidente:


que nada ha sido nunca evidente.)