martes, 30 de noviembre de 2010

Otoños en Barcelona


La estructura abovedada de hierro que techa las vías de la Estació de França fue la primera imagen que tuve de Barcelona; un otoño, similar a éste, frío y seco, soleado. Por las cristaleras de la bóveda entraba una luz apagada y tibia, como una caricia involuntaria, que apenas dejaba presumir el hermoso espectáculo que es el otoño mediterráneo.


Todavía continuaba grabada en mi retina mi imagen y la incertidumbre reflejadas en las ventanillas del Talgo.


El golpe de frío, el trasiego característico de cualquier estación y mi decisión por cumplir con diligencia el plan que previamente había trazado para ese día, impidieron que me detuviera a contemplar la imagen petrificada en aquella estación de un vestigio de otro siglo, de la era industrial que, pese a su demora, cambió la fisionomía de esta ciudad e hizo de ella un lugar a veces extravagante, en muchos casos bello y, en otros, a día de hoy, decadente.


Frente a mí tenía el barrio de la Ribera, pero, entonces, no lo sabía. Pasé de lado por la Ciutadella, subiendo por el Paseig de Picasso y Paseig Lluís Companys hasta llegar al Arc del Triomf… Barcelona se me ofrecía como una gran ciudad diseñada a escuadra y cartabón, con anchas avenidas que cruzaban de parte a parte la ciudad y delimitaban los barrios, en los que más tarde viviría (en casi todos) y que a fuerza de golpes, días, pasos y lluvias fui conociendo como si siempre hubieran formado parte de mi vida, como si de alguna manera imprecisa todo hubiera sucedido siempre ahí.


Es sorprendente la capacidad que tiene la condición humana de hacerse a cualquier circunstancia; de cómo las circunstancias son capaces de doblegar hasta el ímpetu más entusiasta y dormir al volcán.


(… si es que acaso duerme y no se hace el dormido.)


El otoño en Barcelona es un espectáculo de colores urbanos (y también de palabras a media voz): como una selva de estilos arquitectónicos, donde te salen al paso desconcertantes colosos modernistas, elegantes fachadas neoclásicas o pequeñas plazas empedradas que, como un claro en el bosque de callejuelas de trazado medieval, aparecen y desaparecen, apenas se dejan atrapar, Barcelona se desparrama hacia el mar empujada por la sierra y se extiende por su costa para ensanchar sus límites y recibir con los brazos abiertos una luz que se refleja en las vidrieras y mosaicos de azulejos de los palacios y villas, en el rocío que copa las hileras de plataneros que pintan las avenidas de la ciudad de ocres y en la línea de mar que la refracta hacia las ramblas, por donde serpentea, hasta alcanzar los barrios más altos, para hacer cima en el monte del Tibidabo.


Después de aquél hubo otros otoños, otras estaciones, pocos viajes y decenas de rostros e imágenes, voces que no dejan de hablar y que ahora me acompañan, sueños que quedaron en mis camas, camas que quedaron vacías y vacíos que jamás encontrarán un lecho, ciudades que nunca conoceré, pese haberlas visto y andado innumerables veces por las páginas de algunos libros que ya no sé dónde andan ni qué manos los recorrerán… Mientras tanto sucedía, Barcelona, siempre estuvo ahí, cuando la vida me daba la espalda y yo, furioso, xarnego e irreverente le devolvía una sonrisa irónica… fue mi amante más leal. Junto a la ciudad en la que nací, ésta siempre será mi otra casa.


Como las ciudades invisibles de Calvino, Barcelona siempre tuvo un reverso utópico, real, en tanto que fue por nosotros pensado, que se desplegaba muy de vez en cuando en algún gesto inesperado, palabras no improvisadas y encuentros intempestivos, que se desacompasaban con la misma rapidez y urgencia con que llegaban (como si temieran que alguien pudiera descubrirlos).


Pasaba la vida, se nos consumía, y la ciudad, como un organismo que se resiste a las embestidas de algún microorganismo parasitario, siempre resultaba fortalecida y amanecía sin previo aviso de febrero soleada, cristalina y plena de vida, rebosante de nuevas oportunidades y ansiosa por acogernos en su regazo.


Es entonces cuando podíais verme caminar sacando la lengua a los niños y detenerme en el primer banco que encontrara orientado al sol, con el diario gratuito bajo el brazo y el pitillo impaciente en la oreja.


Hubo un tiempo en que cada tarde conversaba con una niña pelirroja y descarada, de unos diez años, que, cuando dejaba de sonreír o insultar, permitía entrever cierta melancolía en la mirada, esa melancolía que tanto me llama la atención en los niños (son/fueron tus ojos), y ante la que se resistía, para salir corriendo enrabietada dejándome con la palabra en la boca, mientras yo la observaba alejarse haciendo eses con su cartera de piel, ya envejecida, aquella que llevaban los niños en la postguerra, colgada a la espalda.


(-Estarás aquí cuando haga frío. Yo quiero encontrarte en el banco en todas las estaciones.

-Claro, no te preocupes, yo siempre estaré aquí esperándote en tu camino de casa a la escuela.)


Barcelona y yo, éste y Barcelona, la Ciudad de los Prodigios –pese a que yo solamente pude presenciar uno, que, por cierto, queda para mí y lo llevaré siempre conmigo-, estamos repletos de estampas como ésta, y, por esta razón, todas estas palabras no son más que una plegaría.


(Y lo son, ¿acaso lo dudas?)




[Herzlichen Glückwunsch. Ich vermisse dich.]