domingo, 19 de diciembre de 2010

Otoños en Barcelona (II)


12:30


El sol me hacía pestañear o inclinar la cabeza, como si me postrara, hacia el suelo, y una brisa fría procedente del mar me recordaba la estación del año; en la acera de enfrente, grupos de marroquíes trapichean sin apenas disimulo con ordenadores, gafas de sol y teléfonos móviles de “segunda mano”; diez metros más allá, en la misma acera, en una de las entradas del recinto, una patrulla de Mossos d’Esquadra hace la vista gorda y anda a lo suyo.


Julien se demora unos minutos.


Lío un pitillo, entro y doy una vuelta por los puestos de los Encants. Es fiesta, el día acompaña, la temperatura es agradable, la ciudad está muy bella… apenas se puede dar dos pasos sin que te den un codazo. Vuelvo a salir, me acerco a la boca de metro, donde había quedado con Julien. Ahora hace frío, aquí no da el sol. Tiembla la acera, llega un tren, un viento cálido y asfixiante sube por las escaleras y me estampa una de las hojas, enorme, que vuelven al suelo.


Nada. Miro a ambos lados y me siento en la acera; supongo que ya no viene, pienso en volver a casa, pero sólo lo pienso, continúo sentado; por inercia comienzo a liar otro cigarrillo. A medias suena el teléfono, hago malabarismos pero logro contestar. Es Julien, ha tenido problemas, que nos vemos en el Raval, que me vaya a comer con él a su nueva casa, que tiene buenas noticias.


14:40


Ando aturdido por la calle Hospital, he cruzado andando con un café y cuatro cigarrillos dos barrios hasta llegar al Raval, creí que sería buena idea.


Nos vemos a unos metros y, ambos, con la mirada, señalamos un punto invisible en el espacio más adelante en el que convergemos para comenzar a charlar y andar juntos sin apenas protocolo.


Me explica sus días y sus noches últimas de camino, subiendo por el Paral·lel. Al final parece que algunas cosas se van solucionando, al menos las importantes; lo veo contento.


Charlamos durante toda la tarde de esto y de aquello, me habla de su nuevo barrio, de algunos proyectos… yo le cuento lo mío; andamos otro rato y nos despedimos en Plaza Cataluña, hasta el sábado.


***


19:45


Deambulo a ciegas por la ciudad, sin dirección fija, temblando de frío. En Barcelona no hay misterio: arrojas una piedra al suelo, con inclinación, y sale rodando, cuesta abajo, dirección al mar. Y allí es donde me lleva la inercia, pues camino deprisa, para desarraigarme del frío, sin apenas sentir el peso de mi cuerpo, con la aureola arrastras de quien presagia un nuevo naufragio y la melodía de una vieja película en la cabeza que, sin querer, tarareo, por segundos, en voz alta.


(¿La melodía que tarareas a todas horas últimamente?


Esa.)


De pronto no quiero ver el mar: es una gran masa oscura que ruge, el viento helado te corta la piel y sabes que nada más pisar la arena vas a querer estar muy lejos, ya en casa, mirando a ratos el libro que hay sobre la mesa, que no puedes leer.


Ando lo más deprisa que puedo; aunque no lo has decidido sabes que vas a “casa”, ni si quiera tratas de engañarte, no das ni un sólo rodeo, en algo más de quince minutos has llegado. Cierro con urgencia, como si me siguieran, la puerta y enciendo la luz del zaguán, subo los cinco pisos de escaleras y entro, apenas jadeo. No hay nadie.


Poco rato después escucho entrar a C., viene del trabajo, no trae hambre y se deja caer sobre el sofá en actitud derrotada. Encendemos un pitillo y fumamos en silencio, sin mirar a ningún sitio. De repente me habla del Perú, del clima de Lima, de las taras de su país, de las noches en que se soñaba en Europa y de amigos que también viven lejos de Perú, en otros países, donde siempre serán extranjeros, algunos con más suerte que otros. Lo hace como si hablara solo, pero buscando mi comprensión; sin dirigirse a mí, pero hablando conmigo.


Me viene a la cabeza una idea, pero no la expreso en voz alta: la extranjería no es –tan sólo- una circunstancia, puede llegar también a ser una condición.


(... ¿y también lo dices por ti, no?)


***


21:47


Llego tarde; es sábado y a las nueve y media había quedado con Julien en su casa para beber algo. He pasado todo el día hibernado en el cuarto de C., con un libro entre las manos, tratando de leer sin lograr concentrarme, de un lado para otro, pasando palabras sin mirarlas, como una oración que recitara de forma mecánica sin prestarle ninguna atención mientras pienso en otra cosa; y otras cosas me venían a la cabeza, y el libro parecía solamente una excusa con la que entretener este cuerpo a merced de mi mente…


Ahora corro en dirección al Mercat de Sant Antoni atento por localizar un badulaque en el que comprar un par de botellas de vino barato. Cuando llego a casa de Julien me recibe con música de fondo y una copa en la mano. Te demorastes y… Lo excuso con un gesto, nos ponemos cómodos, bebemos, yo poco…, él lo suficiente como para que dos horas más tarde, cuando llega una amiga, a la que no conocía, tenga la mirada ebria, el caminar felino y la sonrisa pícara de quien se sabe en cierta manera culpable antes de serlo.


Nos encaminamos por el Paral·lel en dirección al Apolo, Julien comenta que un grupo de edificios le recuerdan a la imagen que guarda de un barrio de Madrid, no recuerdo si Tres Cantos; los observo, anodinos, rectangulares, parduscos, y una desazón no prevista hace desparramar mi espíritu por la acera. Entonces comprendo que esta larga avenida, flanqueada por grandes letreros de neón, empapelada con amplios carteles que anuncian musicales inspirados en películas cinematográficas de éxito, o nostálgicos espectáculos de varietés con los que algunos empresarios barceloneses quieren evocar aquel tiempo en que la cuidad trataba de emular a París; esta pasarela de sonrisas efímeras, que inevitablemente morirán con los primeros rayos de sol o las últimas monedas olvidadas en los bolsillos, donde una nueva amistad espera en cada esquina siempre y cuando conozcas el salto y seña… Todo este espectáculo, en definitiva, no es más que una fina cortina que apenas si puede ocultar el drama tremendo que se vive a pie de calle.


Frente a la barra, Julien conversa con unos desconocidos, de vez en cuando se me acerca o me lanza una sonrisa de complicidad; sabe que, sin excepción, en cuando lo sepa instalado, volveré a casa sin despedirme. Rompo la regla, me acerco a él y a su amiga, los abrazo y salgo a la calle.


Me fumo en pitillo en cuanto me siento en el vagón de metro. A mi lado una mujer de edad avanzada mira absorta la inmensidad oscura a través de las ventanillas, una pareja se besa al fondo y tres chicos jóvenes, un poco más atrás, comparten una botella entre risas y balbuceos. Cuando vuelvo a salir a la calle una ráfaga de viento gélido me corta la respiración, rodeo la plaza de Tetuán y me encamino a paso ligero.


Todo está en silencio, C. duerme en su cama, yo me echo en el sofá, pero el silencio no me deja dormir; las imágenes de la noche desfilan frenéticas en mi mente, un zumbido agudo atraviesa mis sienes de parte a parte. Sabes que tampoco esta noche alcanzarás el sueño.


***


11:17


Sorbo café aguado y caliente mientras fumo un pitillo absorto mirando por el ventanal de la habitación de C. Pienso en que ya habrá llegado a París a la vez que regreso al escritorio y comienzo con la revisión, sílaba por sílaba, de las últimas compaginadas que me han llegado. Aparto el post-it que hay adherido al primer folio impreso en el que releo “Aplicar normas ortotipográficas previas a la nueva ortografía de la RAE” (adjunta alguna excepción). Doy un suspiro y comienzo.


De pronto aparece C., pensaba que era su compañero de piso, pero no, es él, apenas puede hablar, su cara lo dice todo, la maleta está tirada junto a la entrada. Me explica la situación y se arroja en la cama. No le han dejado salir del país.


Después de comer, a mediodía, hablamos. Tiene todos los papeles en regla y todos los documentos oficiales necesarios en la mano. Telefoneamos a ambas compañías aéreas y, en una de ellas, el telefonista que nos atiende confirma que se trata de política de la empresa, que al parecer pueden hacerlo, poner sus propias reglas, que no importa lo que diga la Administración.


Un par de horas más tarde estamos en extranjería y vuelven a confirmarnos que C. tiene todos los papeles en regla, que no hay razón para que la compañía aérea no le haya dejado embarcar. Cuando llegamos a casa C. se encierra en su cuarto y no vuelvo a verlo hasta el día siguiente.


***


Las veinticuatro horas posteriores el ambiente se enrarece, C. anda irritable, cubierto por una manta y fumando constantemente, deambula por toda la casa sin levantar la vista del suelo; la mayor parte del tiempo duerme. Recibe llamadas, “huevón, agarra un tren o a un autobús y vete a París”; está confirmado, en la frontera terrestre no habrá problemas para cruzar, en extranjería nos lo aseguraron. Ayer por la noche irrumpió en el salón y me dijo que se marchaba, que no podía aguantar, que sueña con visitar esa ciudad toda su vida, que ya tiene los billetes y que hoy partía.


Nos separamos en la plaza de Tetuán, él camino de la Estació de França y yo en dirección a Gracia. Nos damos un abrazo y nos despedimos: Parece que se acaba el otoño. Sí. Quizá volvamos a vernos este invierno. Ojalá. (Sonreímos.) Todo puede ser; de todas formas volveremos a vernos. Claro, no te preocupes, por descontado. Mucha suerte. Lo mismo digo pero... tú la necesitas más. (Vuelvo a sonreír.) Tienes razón. Pásalo bien por aquí estos días. No te preocupes, mientras no haya caído aún la última de las hojas no acaba la estación. El loco Rai. Puto peruano. Cuídate. Eso.