viernes, 10 de diciembre de 2010

Poética


Escuchaba este martes de Vargas Llosa una frase al inicio de la lectura de su discurso para el Nobel de Literatura (Elogio de la lectura y la ficción) que hacía presagiar que este año el discurso en cuestión podría llegar a ser algo más que la retahíla, a la que ya deberíamos acostumbrarnos, de buenos modales con la que solemos envolver el armazón de viejos conceptos y la autocomplacencia con la que acostumbramos a exaltar, una vez más, nuestro ego occidental.


Lo tanteó, lo tuvo casi entre sus dedos, pero se le escapó –o no quiso llegar a ello- y devino, en seguida, en la confesión que todos esperábamos de emociones desatadas, recuerdos rescatados y agradecimientos debidos de una persona que lleva más de una década, merecida o inmerecidamente, tras el galardón.


Apenas comienza su discurso, el escritor peruano afirma lo siguiente: “La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño” (clara alusión a Calderón y a toda una tradición estética que ha puesto todo su empeño, recientemente, en disolver la fronteras creadas por nuestra cultura entre realidad y ficción). Pero, o Vargas Llosa no ha leído con detenimiento a Calderón (y el ambiente de escepticismo que rodea su producción teatral; plaga que se extendía por toda Europa por aquella época), o no ha querido entrar en disquisiciones teóricas que pudieran hacer demasiado engorroso, delicado o “ambiguo” su discurso para el Nobel de Literatura 2010 (“ambigüedad”, por lo que se refiere a ciertas actitudes políticas, a la que tuvo que renunciar para que, de una vez por todas, Perú tuviera entre sus filas a todo un flamante premio Nobel de Literatura –embajador que quizá no le venga nada mal).


El caso es que, tras esta afirmación, que me hizo saltar de la silla y casi emocionarme, tras su desarrollo, quedé, por decirlo de algún modo, decepcionado; porque la argumentación de Vargas Llosa es demasiado manida a estas alturas y hace aguas por todos sitios, se me hace, incluso, forzada, dado el escenario, cuando, una revisión de la misma, puede vivificar la estrategia de quienes piensan que la ficción, la poética, guarda en su seno la legitimidad que han de esgrimir aquellos convencidos de que nuestra realidad, tal y como nos es dada hoy en día, es susceptible de ser modificada y de que otro mundo, efectivamente, es posible.


Vargas Llosa describe en su discurso –que, no olvidemos, lleva por título Elogio de la lectura y la ficción- la Literatura como una herramienta o como un ardid para “humanizar la vida”; para ello, se basa en que la literatura da lugar a “una vida paralela donde refugiarnos de la adversidad”. En otras palabras: la literatura –algo que salta a la vista- muestra la capacidad de la condición humana para “inventar”, “fabular” y generar estados distintos de cosas a partir de lo ya existente o dado. Partiendo de esta base, argumenta el que hasta antes de ayer era eterno aspirante a Nobel, que esta capacidad humana para fantasear y su contraste con lo real, que conduce inevitablemente al desencanto, es aquello que legitima y regula nuestra aspiración a transformar la realidad, a humanizarla…


“Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas.”


Éste es el concepto de Literatura que hemos heredado de Platón y filtrado por el Romanticismo, y continúa siendo deudor de la distinción categorial entre realidad y ficción; puesto que la poética es presentada como un artificio con el que enfrentarse o contrastar la realidad, como una condición necesaria, aunque no quizá suficiente, para su transformación. Y es en base a ello por lo que concluye su discurso (o la primera parte de él, porque lo que a continuación contiene poco tiene que ver, en realidad, con la promesa de su título) de esta manera: “Defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad”.


Sobra decir que Vargas Llosa debió preparar su discurso (o debía de haberlo hecho y no fiarse de su memoria) rescatando algunas lecturas; principalmente los diálogos del “Libro X” de la República de Platón, en los que Sócrates argumenta la razón por la cual la poesía trágica, la mímesis fantastiké, como la llama, debía ser prohibida en su república ideal. Éste es un asunto sobre el que se ha escrito ampliamente y que, dado el punto en que se encuentra la estética contemporánea, es un lugar común. En este diálogo, a simple vista, Platón quiere expulsar de la polis a los poetas trágicos por varias razones, entre las cuales, las más evidentes son de tipo moral (la exaltación con que eran representadas y vivenciadas las representaciones trágicas por el pueblo griego podían poner en peligro el tipo de república que quería fundar) y de tipo epistemológico, que ya no es tan evidente y rara vez se comprende plenamente aquello que tanto temía Platón por lo que respecta a la mímesis fantastiké y a su recepción.


Evidentemente, por lo que se desprende de su discurso, la lectura del nuevo premio Nobel resulta un tanto superficial y, por ello mismo, su reflexión, sin llegar a ser banal, logró decepcionarme (algo de lo que soy yo el único culpable, porque salta a la vista lo que en el fondo son todo este tipo de premios). Vargas Llosa, en clara referencia a Platón, argumenta más adelante que el hecho de que los poetas hayan sido siempre temidos y censurados por los tiranos se debe a que su actividad constituye un acto de libertad rotundo, que es percibido por sus lectores, quienes, una vez más, siguiendo su argumento, cotejan esa libertad con su falta en el mundo real y la toman como aspiración…


Ya veis, como digo, lo tantea, se acerca; pero en ese instante se le escapa de las manos.


Es coherente que a un moralista y a un déspota como era Platón (siempre me alegro de que ningún filósofo haya reinado en ninguna república) le alarmara sobremanera la exaltación sensorial o pasional que se desataba entre la población que acudía en masa a “experimentar” las representaciones trágicas, que los ciudadanos llegaran a “comprender” o justificar ciertas acciones llevadas a cabo por los héroes trágicos para “sortear” la ley o un destino que, en su final, terminaría por imponerse y que, todo esto, fuera provocado por un arte representativo, imitativo, retórico, orquestado para tal fin. Pero lo que realmente temía Platón era algo que en verdad se nos mostraba al tiempo que lograba velarse en la poética. Lo que en verdad temía el filósofo griego, no era, como entiende Vargas Llosa, la libertad latente con la que un poeta es capaz de crear un mundo ficticio en contraposición con una realidad no excesivamente abierta a ámbitos de libertad, lo que temía es que la división entre realidad y ficción, cuya ontología servía de fundamento a una teoría del conocimiento, en la cual estaba basada toda su filosofía, pudiera resquebrajarse. Toda la arquitectura platónica, todo el fundamento de nuestra cultura puesto en evidencia en la actividad poética: los poetas trágicos hacían evidente el artificio en que se desenvuelve nuestras vidas, la retórica con que se compone nuestra realidad, la contingencia que está en la base de aquello que se nos presenta como necesario y, aún más, la capacidad poética para su devenir.


De modo que permítanme corregir, ya que éste, parece, que es mi oficio, al nuevo premio Nobel de literatura: no es que la ficción transforme necesariamente los sueños en realidad y la realidad en sueño, sino que el acto de soñar la vida, hace evidente, muestra de forma velada, que la vida, como todos sabemos gracias a Calderón –u otras experiencias que no vienen al caso-, es sueño. Y si así es, no requiere contraste, puesto que carecemos de un criterio para tal acción, con ninguna realidad que se nos presente como tal; puesto que lo soñado es contingente, flexible, sometido a su tiempo y está persuadido por una “realidad” dada que, en la misma medida, también lo es.


No soñamos para transformar la vida -la vida no puede otra cosa que ser soñada-; es soñando como nos percatamos de que la vida, tal y como nos es dada, es también un artificio, un producto manufacturado en la historia, debido al tiempo, y que, como tal, lo que tenemos frente a nosotros es un horizonte abierto de posibilidades, y la literatura nuestro campo de batalla, nuestro espacio de entrenamiento, nuestro laboratorio de ensayo: nuestra propuesta estética.