domingo, 27 de junio de 2010

Brindemos por la belleza (sea cual sea)


Nunca había reparado hasta ese momento en el callejón que ascendía por una de las calles que limitan el Estado de Gracia; una calle peatonal de edificios recientes con baja altura y fachadas de ladrillo terroso en torno a una escuela de primaria, flanqueada por enclenques plataneros y mal iluminada a esas horas de la madrugada.


Por alguna razón que no alcanzo a comprender y que en ese preciso instante se me hacía clara y diáfana, incontrovertible, ascendía a paso lento y con cuidado, para no derramar la acuosa bebida de la copa que, minutos antes, había logrado rescatar metida en el bolsillo de aquel antro insoportable y dejado de la mano de Dios.


El callejón concluía en una pequeña rotonda frente a la fachada de piedra de una impresionante villa modernista, a simple vista, similar a tantas de las que hay diseminadas por la Ciudad de los Prodigios. No reparé en exceso en ella mientras liaba sin ganas un pitillo y veía cómo la copa, que con tanto esfuerzo había logrado mantener a mi lado, rodaba cuesta abajo y derramaba por la acera mi último trago.


Gruñía en voz alta “perra vida” cuando me sobresaltó un querubín de piedra que colgaba de uno de los balcones de la fachada y decidí acercarme para observarla con mayor detenimiento y enfocar con cierta claridad lo que a esas horas y distancia me era imposible de reconocer. Se trataba de una villa imponente, toda de piedra (desconozco la procedencia), resguardada por una gruesa muralla y con un amplio y salvaje jardín a su alrededor. La imagen, con todo, era una auténtica estampa, horrible a manos llenas: escalinatas formando un arco que ascendían al porche de la entrada principal de la residencia, jalonada por columnas de capiteles completamente bizarros; balcones imponentes, miradores con vidrieras de motivos florales, escenas bíblicas o mitológicas, incrustadas en oxidados metales que un día quisieron imitar estructuralmente al gótico; gárgolas de tebeo sin sentido ninguno entremezcladas con ángeles rollizos de todo tipo y otros personajes del estilo que no supe reconocer. A todo ello, se sumaba el deterioro y la falta de cuidados, la tupida enredadera que cubría el ala este de la fachada al completo, el deportivo verde metalizado aparcado en mitad del césped en lo que un día debió ser un jardín... La imagen ni siquiera era siniestra, sencillamente, era grotesca, hortera: diversos estilos arquitectónicos encajados sin ninguna aspiración estética más que la de exhibir un poderío económico, tratando de emular los fastuosos palacios de la nobleza europea o la grandiosidad con que la Iglesia históricamente ha resguardado el temor de Dios (y es que a cualquier exaltación del Espíritu suele precederle el sobrecogimiento).


Tomaba, una vez más, el camino de vuelta a casa y reflexionaba, de forma atolondrada y sin mucho convencimiento de todo lo que en esos momentos acudía a mis razones, sobre esta conducta que, al parecer, se repetía entre la burguesía europea. Aquellos comerciantes de las urbes emergentes, en vez de identificarse como nuevos sujetos sociales, en un primer momento, centraron sus esfuerzos por diferenciarse del vulgo e identificarse con la misma clase que los despreciaba; no fueron capaces de crear un sistema de formas propio hasta que más tarde advirtieron el rechazo de éste y tomaron el testigo de la historia dando lugar a formas de vida, de alguna manera, eclécticas, popularizando los rituales sociales que identificaban a la nobleza. Pero, en un primer momento, la burguesía trataba de mimetizar sus conductas, sus estilos... sus formas en definitiva, pese a ser incapaz de comprenderlas, de entender que aquellos palacios eran el resultado de diversas intervenciones arquitectónicas a lo largo del tiempo en torno a una estructura base y que, por ello, cuando emergió con toda su fuerza económica y social, dio lugar a una estética del colage, en la que rescataban motivos recurrentes o emulaban sin mucha suerte tantos otros, dando lugar en muchas ocasiones a objetos, bien fueran decorativos o arquitectónicos, a mi gusto, bastante grotescos.


En el fondo, aquella burguesía, junto al Modernismo o el Art decó, se asemejan de alguna manera con la figura actual de los llamados “nuevo-ricos”.


Tengo el convencimiento de que el mayor argumento que podemos esgrimir en contra del sistema de mercado, de nuestras sociedades capitalistas, es su absoluta falta de sensibilidad estética. Porque el nuestro, en definitiva, no es más que un sistema de nuevo-ricos.




***


... y hablando de belleza, por la que siempre brindo, de vuelta a casa me escoltaban, esta vez sí, las palmeras estrelladas y los bufidos de dragón del solsticio de verano, y quizá sentí envidia por quienes tenían a mano una hoguera a la que arrojar sus nubarrones, y de verdad sentí nostalgia por aquella hoguera que yo planté para calmar el frío una noche como ésta junto a Portlligat el día que cruzamos la frontera, mientras garabateaba algunas palabras que nadie leerá en un papel que no recuerdo dónde escondí.


(... me siento afortunado por no extraviar los recuerdos con la misma facilidad que pierdo los papeles.)



Por cierto, que no os engañe el verano; este calor no es más que un espejismo, continúa siendo inviernio (ya advertí que sería largo -el más largo de todos-) y yo, en el fondo, odio los fuegos artificiales, los petardos y la euforia sin motivo.


martes, 22 de junio de 2010

Κάθαρσις


Este término griego (κάθαρσις / kátharsis) puede ser traducido al castellano y a nuestras otras lenguas modernas como “purga” o “purificación”. Es un concepto muy antiguo, cuyo probable origen hunde sus raíces en el principio de los tiempos, en nuestro origen, pues somos nosotros la materia y la excusa del tiempo. Con distintas denominaciones, ha existido la práctica catártica en gran parte de los pueblos primitivos, estrechamente ligada al chamanismo, y con la misma función fue desarrollada por la cultura helena.


Con anterioridad a que Aristóteles la redescubriera en su Poética para atribuirle una finalidad última a la re-presentación trágica, el término katharma era utilizado por la escuela hipocrática, del mismo modo que en la tradición chamánica, para referir al objeto causante de un mal: el katharma era aquello que había que expulsar, bien fuera un humor corporal maligno, bien fueran las tensiones del alma, por medio de la música (en el caso de los pitagóricos) u otras artes, para recobrar el equilibrio perdido con la irrupción del katharma.


Ésta es la razón por la que René Girard (un tipo de esos que malgastan su tiempo en cosas poco rentables o productivas) trabajó con el concepto hasta dar con una estructura funcional que se repetía en todas las culturas que le dieron y dan uso: kátharsis es “expulsión”: bien fueran tensiones, humores, objetos..., fuera lo que fuera, la catarsis consistía en la expulsión de un mal del espíritu o del cuerpo en la relación, difícil, problemática y peliaguda, que ambos mantenían.


Aristóteles, que era un tipo listo, aunque nunca cursara un Master en Relaciones Internacionales, supo percibir la función que el elemento catártico de las representaciones trágicas que se llevaban a cabo en la cultura helena desempeñaba entre sus ciudadanos. Observó que el terror (phobos) y la compasión (eleos) que la trama y el héroe trágico despertaban entre los espectadores, lograba un efecto catártico, expulsando dichas pasiones, purificando, psicológicamente, al individuo, cuya empatía con el héroe lo hacían formar parte de la tragedia, congraciándose con la misma humanidad de la que participaba el héroe trágico.


Dicha función, como bien supo apreciar otro que nunca aspiró a granjearse las simpatías de sus contemporáneos (sí, Nietszche), no era meramente social, no tenía por cometido único restablecer un orden social alterado; pues el efecto catártico, de igual forma que en la tradición chamánica, tenía una orientación fisiológica: las pulsiones, las tensiones corporales, eran sublimadas, por medio de una ritual social (la magia del chamán, la música, la medicina o la representación trágica), en el individuo. Era el individuo y no la sociedad el beneficiario de la catarsis, y la cultura, sólo, de forma indirecta, mediante la purificación del individuo, obtenía algún provecho y se plegaba al individuo.



***


Estos días, por si alguien no ha tenido noticias hasta el momento, se juega el Mundial de fútbol. Quienes seguís otros blog, webs o diarios más serios, sesudos e ilustrados que éste, sabréis o habréis leído decenas de argumentos en contra de la funcionalidad de ese evento que mantiene alterada y ocupada a la masa. Y es cierto, es cierto que el presupuesto de algunos clubes de fútbol supera el PIB de algunas naciones del planeta, que las cifras que giran en torno a este deporte (por derechos televisivos, de imagen, publicitarios...) son desproporcionadas para un juego de pelota (o de pelotas). Sí, es cierto, estoy de cuerdo: no tiene mucho sentido “olvidar” nuestros problemas actuales y refugiarnos en un simple y baladí juego de pelotas, como digo; menos aún cuando, entre bambalinas, nuestra cultura se tambalea (aceptemos que a nuestros gobiernos les interesa tenernos “ocupados” discutiendo sobre una patada o un balón que volaba alto). Es cierto que poca parte de esos beneficios generados irán destinados al país en el que se celebran; que ese dinero podría ir destinado a otras acciones sociales más útiles, como subirle el sueldo a los oenegistas o doblar su número, con el fin de poblar de turistas profesionales países en guerra, recién salidos de ella o en visos de..., subvencionar la edición de manuales de autoayuda, inyectar botox en torno a los labios a las clases bajas europeas para que transmitan ese optimismo que nuestra economía necesita que se contagie o para un cambio de sexo de toda la población masculina de este planeta para que por fin, sólo compuesta por seres superiores, mujeres, la Humanidad alcance el Absoluto hegeliano al que algunos antropomorfos de nuestra especie parecen no contribuir.


Todo ello es cierto, pero sucede una cosa: los post-modernos somos como moscas cojoneras, chicos-malos, portadores de malas vibraciones, provocadores con la cara dura suficiente como para decir cosas que no se adecuan a la doxa actual. Sí, señores y señoras, yo no soy un ilustrado, y no por falta de formación.


Sí, no están mal los mundiales; cumplen una función catártica (los deportes de masas la cumplen). Todos hemos visto la película (que, por cierto, todo hay que decirlo, Eastwood tiene trabajos mucho mejores que éste último, diría más, Invitus no es una gran película) o leído el libro en el que está basada, y sabemos o “comprendemos” lo que pudo significar la victoria de Sudáfrica en aquel mundial de rugby. También hemos escuchado o leído a algunos historiadores explicar cómo la victoria de la Alemania Federal en el mundial del noventa supuso un bálsamo para todo un país dividido y acomplejado (por ser el causante de una de las últimas matanzas en serie llevadas a cabo por nuestra especie) desde hacía casi cincuenta años, para la renovación de la identidad alemana y para su desarrollo económico posterior (sí, los mismos que ahora hostigan y dictan medidas económicas en patio ajeno).


Durante unos días, nosotros, aves de rapiña, depredadores, asesinos endémicos, dejamos de un lado la política (que, como todos sabemos, no es más que la guerra común encauzada por otros medios), el corre que te pillo tras las armas de destrucción masiva, las amenazas veladas, el chantaje reiterado..., y sublimamos nuestras rencillas, envidias, miedos, odios... viendo a once tipos en buen estado de forma correr detrás o delante (algunos no corren, es cierto) de una pelota de playa y abrazarse y tocarse como nunca harían en público si no fueran vestidos con un uniforme de fútbol siempre que ese objeto redondo, al parecer, entra entre los tres palos. Enemigos irreconciliables libran una batalla en la que al final no habrá ningún muerto (bueno, no siempre ocurre eso); a su término, los vencidos lloran y los ganadores... también, pero de alegría (como la vida misma); y una vez concluido todo este circo, la vida, con sus miserias, su ordinariez, su ser-eternamente-lo-mismo, vuelve a lo que no puede dejar de ser: una tragedia constante repleta de momentos catárticos, sucesos horribles, injusticias palmarias y alguna que otra alegría no prevista pero que, de vez en cuando, te reconcilia con la vida misma y con todo lo que somos como especie.


No insulten al juego mis queridos amigos enciclopédicos, moralistas trasnochados o déspotas con carné y autorización judicial; no lo hagan: ningún juego es, por sí mismo, bueno o malo; somos nosotros quienes advertimos bondad o maldad en las cosas; somos nosotros, jugadores, quienes hacemos el juego. A mí tampoco me entusiasma el fútbol, pero me gustan las catarsis colectivas, en las que reyes y jefes de gobierno saltan y se impregnan del sudor de cientos de individuos sin rostro que, por un día, unas horas, ¡qué estúpido!, alcanzan el Olimpo.


¿No han visto a los sudafricanos, cómo celebran un protagonismo que nunca tienen? ¿No han visto cómo la selección de un pueblo humillado durante siglos planta cara a quienes los tiranizan cada día? ¿No han visto a esos niños embobados ajenos a la cámara que los enfoca y transmite su ilusión, como un conjuro, hacia medio mundo? ¿No han visto el campo abonado de posibilidades que estos eventos proporcionan para el ajuste de cuentas?


El día trece del mes que viene todo volverá a su lugar, al orden sin derecho; Sudáfrica a la violencia, el hambre y la inseguridad; otros, a nuestras deudas, miserias, deberes, frustraciones y planes de salvación; los menos, quienes nunca deben adquirir protagonismo los días de fiesta, a su estrado para dictar sentencia y ley y sostener el desorden con el que nos ordenan.


Por ello mismo, si los veis caer, si presentís su impotencia; si vuestra hambre y vuestra furia contenida os hacen más fuertes y peligrosos, no los compadezcáis en la derrota o el llanto. Ellos no lo harán el día trece.


martes, 15 de junio de 2010

Ocaso


Que la sociedad occidental se encuentra en pleno periodo de decadencia es algo que salta a la vista; y así, con el despotismo encubierto que esgrimen quienes temen el final de todo aquello que consideran inamovible, acompaña sus últimos estertores.


La fiesta ha terminado.


Cuando en Europa comenzaron a tomar forma las ideas del espíritu ilustrado, hubo quienes quisieron establecer la diferenciación entre el sujeto ilustrado y la Ilustración como proyecto; una oposición conveniente para el despotismo con que fue inaugurado. Quizá en base a esta diferencia, tras la Revolución Francesa, pudimos observar el principio que habría de regir los caminos de aquella nueva Europa.


Todo el mal que os infrinjo es por vuestro bien.


Dos siglos más tarde, dejando atrás las guerras napoleónicas, que tiñeron de sangre las franjas del viejo continente y afianzaron, aún más, si cabe, las fronteras que comenzaban erguirse en nombre de los nuevos estados nación, la nuestra continúa siendo una sociedad esencialista y déspota, que se revuelve con fuerza, casi inusitada por los fracasos precedentes, ante su ocaso.


El periodo que enmarca aquellos días del ochocientos estuvo marcado por un amplia crisis del sistema de formas tardomedieval; la Ilustración pretendió imponer una estructura axiológica universal, que habría de regir la experiencia del occidente moderno; un sistema de formas amparado en la razón, capaz de dirimir y resolver los conflictos a que el hombre se enfrentaba en el desamparo que la pérdida de fe en el antiguo sistema de formas había generado.


Pronto nace aquella razón protectora, ese tribunal de cuentas encargado de adoptar decisiones en representación de un pueblo, ejecutarlas y hacerlas cumplir enarbolando el estandarte de la Ley.


Nuestra sociedad es decadente porque presupone criterios válidos para delimitar la frontera, establecida previamente, entre el bien y el mal, lo bello y lo horrendo, lo justo o lo carente de justicia... Este esencialismo axiomático legitima el poder de los estados, que se dicen re-presentantes de una ciudadanía sobre la que dictan leyes en base a un sistema de creencias y formas que hace aguas cada día que pasa.


Curiosamente, ante la crisis de ese sistema de formas, las altas instancias reaccionan con un paroxismo agónico: prohibiendo rituales folklóricos, el uso de velos o el burka entre la población femenina de origen islámico, “cuidando” de nuestros cuerpos más allá de nuestra voluntad, determinado la edad de jubilación y el conjunto de nuestras necesidades... Se trata de una crisis que afecta a todas las esferas, la económica, la social y la del conocimiento, y que genera airadas reacciones entre los defensores del viejo sistema, quienes comienzan a asumir una actitud despótica negando la mayor: la inminente y clamorosa necesidad de reescribir nuestro presente para ser capaces, algún día, de alcanzar un futuro.


¡No lo veis!


No temáis su destrucción y su ruina; sólo esta alternativa nos ofrece la posibilidad de múltiples horizontes, allí donde se ensanchan las fronteras.


domingo, 6 de junio de 2010

De vuelta a casa (IV)

La tarde declinaba cansada y sin prisa, arrastrándose a mi espalda, en una plaza cualquiera del Estado de Gracia. Resolvía los minutos acompañando a un lazo verde que el viento ondeaba de esquina a esquina por un escenario de ensueño, entre palabras robadas y cigarrillos finos; aquel gran reloj de sol que marca las costumbres y determina el espacio de los habituales; ya conozco de vista a casi todos, alguno parece reconocerme también a mí.


El aire todavía es saludable, la sombra benigna, el sol apenas estrangula y, después del frío, me desenvuelvo como si andara por casa.


Este invierno ha derribado algunos edificios, hecho desaparecer personas y engordado al paquistaní al que le compraba cerveza el pasado verano. Casi no ha hecho mella, todo es demasiado igual a sí mismo, un año más viejo.


Apenas me había dejado arrastrar por estas calles durante los últimos meses; si abandonaba la cueva casi siempre era para acompañar a Julien y a C. a mi antiguo barrio, siempre en noches lluviosas e histriónicas en busca de alguna hoguera.


Para qué mentir, la tarde hizo de mí un despojo de ese y la imposibilidad me llamaba por las calles, excitaba mis instintos, como una voz desconocida que no se deja atrapar y que parece surgir de todos lados, y las calles se retorcían como lombrices descubiertas bajo un matorral y todas las risas siempre llegaban desde muy lejos, estridentes, y el sol se marchó sin que pudiera despedirme, sin avisar.


Comencé a silbar canciones, muy alto y con una sonrisa en la cara, para ahuyentar a las luciérnagas y a una pequeña nube negra que siempre van conmigo; sin mucha suerte, por cierto.


Satisfacía mi sed, también sin mucho decoro, hurtando vasos olvidados en barras atestadas de felices ciudadanos que me sonreían, no sé si por exceso o por celo, qué más da, el caso era calmar mi garganta.


A esa hora en que las gentes de bien se retiran a sus casas, yo trampeaba con la luna, que, como un faro, me indicaba, igual que una madre delicada, el camino de vuelta a la cueva.


Quería contarle historias, decirle cómo fueron todos estos años, mostrarle que ya era un hombre deshecho, como todos los demás, y señalarle aquel árbol sin frutos que yo planté en el jardín del desencanto, pero de pronto ella me dio la espalda y se confundió con un farol, y agaché, una vez más, la cabeza cuando advertí que era luz artificial la que me escoltaba de vuelta a casa.


No era una intuición, tampoco un presentimiento; una vez más, de vuelta a casa, supe que ese instante, tal y como en ese momento era vivido, habría de vivirlo una e innumerables veces, tal y como anteriormente había sucedido.




Muss es sein?


Ja, es muss sein.






martes, 1 de junio de 2010

Revancha o muerte


Siempre he pensado que, de todas aquéllas, son dos las ideas más horrendas, peligrosas y eficaces –aunque su rentabilidad siempre es relativa- a que ha dado lugar la cultura occidental. Éstas eran las ideas de Dios (uno y único) y la moderna idea de Patria. En nombre de ambas se han llevado a cabo las mayores aberraciones planificadas que ha sido capaz de cometer nuestra especie desde el mismo momento en que el bosque del que surgimos comenzó a transformarse en la sabana en la cual comenzó esta historia –probablemente la historia más grandiosa que pudiera contarse y que nunca podrá ser contada, porque tras el Hombre olvidamos a sus protagonistas.


Me equivocaba; las ideas no son más que una excusa, un simple ardid del que nos valemos para justificar o dignificar, según se mire, las razones por las que somos capaces de hostigar, vejar, humillar y asesinar a un pueblo o un grupo de personas, indefensas y en clara desigualdad, cualquiera.


Podemos parapetarnos tras nuestras razones


(“[...] la razón de la sinrazón que a mi razón se hace [...]”)


pero, en el fondo, tras nuestras ganas de matar o nuestras matanzas, televisadas o no, sólo se esconde el miedo.


(... y aun todavía es así.)


Ante una amenaza cualquiera, de entre todas las estrategias que podemos observar en la naturaleza, los mamíferos superiores, por lo general, responden a dos patrones de conducta concretos: la huída o el ataque. Llevamos jactándonos varios siglos de que a estas dos estrategias nuestra especie ha añadido una variante: la comunicación o interacción con el objeto o sujeto del cual parte la amenaza sentida con el fin de resolver la oposición; en definitiva: la dialéctica.


¿Qué tipo de lenguaje podríamos utilizar con un chico de dieciséis años que presenció siendo niño cómo una bomba de mortero o un edificio sepultaba y mataba, de forma arbitraria, caótica y negligente, a su única familia? ¿Con qué lenguaje podremos persuadir a una persona que, tras estos acontecimientos, la única vida que conoce es el Estado de Excepción, fraguado en el odio, por entre cloacas y túneles fronterizos, malviviendo del contrabando, y la represalia siempre jadeando tras su nuca?


Hay días en que pienso que, pese a caminar erguidos, construir una estructura simbólica como es el lenguaje y realizar complejas actividades especializadas, no deja de haber un mamífero superior en nosotros que, ante la amenaza, o en defensa de sus intereses, sencillamente, huye, si no se ve capaz de salvar el pellejo, o lucha, a vida o muerte, con su contrincante. Y, como todos sabemos, el vencedor legará sus genes e instituirá los mitos.


Sin duda, tras el complejo juego de intereses que gira en torno al conflicto en Oriente medio, se halla una lógica aún más cruda, eso sí, más sofisticada, humana hasta los huesos: esas gentes no pueden alcanzar el reconocimiento y gestionar una legalidad y un ejército propio; son hijos del odio y ningún pueblo sabe mejor que el hebreo que ese odio sólo se sublima matando.


Hace poco más de un año, el ejército que representa al estado de Israel, volvió, una vez más, a bombardear indiscriminadamente la Franja de Gaza; la legalidad internacional lo permitió, también, una vez más. Por cada soldado o civil hebreo muerto en esta contienda que se extiende años en el tiempo, familias y poblados repletos de palestinos son desalojados, ocupados o asesinados. Éste es el lenguaje de la legalidad internacional; la misma lengua, el silencio, que escuchamos hace cuatro años cuando el mismo ejército bombardeó el sur del Líbano.


Hace apenas dos años, las bolsas de todo el mundo se desplomaron, arrastradas por una caída en Wall Street. Los inversores de medio mundo habían estado jugándose nuestro futuro como les da la gana y contaminaron, con sus inversiones, a la banca mundial. Toda nuestra generación ha quedado hipotecada de por vida, socavando el poder adquisitivo de la clase media europea y retrotrayéndolo a índices de mitad del siglo pasado. La legalidad internacional ha guardado silencio y cerrado filas para sostener lo que ha día de hoy comienza ya a ser insostenible.


Dentro de este estado de cosas, lo político ha dejado de constituir un ámbito de acción ciudadana para transformarse en una forma de vida, profesionalizada, y en la institución mediante la cual el mismo estado de cosas se parapeta y perpetúa. Los gobiernos ya, hace mucho, dejaron de representar a la ciudadanía para trabajar en la defensa y mantenimiento del mismo sistema que los sostiene.


Ha hecho falta que el ejército de Israel golpee y dispare contra cuatro oenegistas para que Naciones Unidas convoque de urgencia a su asamblea y los países miembros llamen a consultas a sus embajadores. Estos cooperantes obtendrán pasado mañana una nueva plaza con la que seguir viajando a cuerpo de rey por el mundo sosteniendo, brazos en alto, banderas de colores, mientras mañana y pasado, las familias, los niños que corretean descalzos jugando con pistolas por las calles sin asfaltar de Gaza, continuarán muriendo, arrojando piedras tras el muro, nutriéndose con arroz cocido cada día y prometiendo a Alá aquello que sólo quienes carecen de futuro son capaces de prometer: revancha o muerte.


Tenía toda la razón Walter Benjamin al escribir que “No existe documento de cultura que no sea a la vez documento de una barbarie”, puesto que sí, la Historia, desde su inicio, ha sido, como vemos, un texto escrito con sangre; la sangre de los olvidados, de quienes murieron haciendo cola por un pedazo de pan con su cartilla en la mano, de quienes nunca fueron retratados para la pinacoteca real; la sangre de los mismos que nunca comprendieron las extrañas lenguas de sus verdugos ni el silencio que envuelve a la matanza.


Su agonía, como digo, siempre queda enmudecida por el rugido de los festejos nocturnos de los vencedores en la noche sobre el campo de batalla. Esa misma agonía que, como un murmullo, a veces podemos escuchar en el tupido e intrincado bosque de la memoria cuando, por fin, calla el silencio.




(“... y yo escogí la enfermedad

y escogí el frío

pero no equivocaré,

no equivocaré el camino.”)



* (Fotografía) Reuters.