lunes, 3 de enero de 2011

Amanecer


Abrió lo ojos y comenzó a gatear.


En un principio todo era incierto, apenas si podía corresponder a todos los estímulos que se abrían como un relámpago a su paso; temblaba, tenía –cómo no- hambre y frío, pero como no sabía de ello ni podía saber decidió llamarlo temor.


Los primeros días pudo sortear ovillado el obstáculo de estar vivo tratando de adoptar, sin mucho éxito, por cierto, la postura que recordaba natural antes de ser arrojado al páramo por el que ahora deambula ceñido a la amarga sensación de que tras el último paso un amplio sendero anuncia el horizonte incomprensible de una vida hecha de otros pasos, unos hacia delante y otros vueltos sobre sus propias huellas, de heridas sin lamento ni consuelo, uno tras otro, sin que nadie acertara a acariciar su nuca.


Pronto comprendió que cada animal herido sólo busca lamer sus propias heridas y que hacerlo por otro en nada implica una correspondencia por la otra parte.


El estado del mundo le perfilaba algunas cuestiones, que sus sentidos acogían con euforia o tristeza sin poder adivinar la diferencia entre una u otra, mientras presumía que cualquier exaltación no era más que uno de los distintos grados con que resultaba afectado de su contorsión contra el mundo a la vez que aprendía a caminar.


A veces centraba su mirada en otra, con esperanza, pero ésta se diluía siempre pronto, dándole la espalda. Entonces extraviaba la mirada, dirigida a todas partes sin realmente mirar, cuando su voz, entresueños, clamaba un nombre, un nombre sin referente ni patria; un nombre que no habría de tornar, que quizá nunca estuvo.


Entonces supo que se encontraba solo y que los distintos rostros que creía familiares no eran más que un juego de espejos que tan pronto se quebraban y resquebrajaban, un pliegue solipsista que proyectaba con ilusión para aplacar esa sed desgarradora que no es posible calmar en el manantial insalubre en el que hasta el momento había aprendido a abrevar.


Más tarde aprendió a mirar sus pensamientos sin huir de esta realidad que nunca atendía sus ruegos, su deseo, su querer, y mirando el pensamiento de su querer tomó consciencia de que sólo había permanecido pensando en querer, pues el objeto del pensamiento de su querer había desaparecido y, una vez vacío, el pensamiento señalaba el puro querer.


Sobrecogido por esta sensación de necesidad no correspondida, desde entonces, volvió a abrir los ojos, no como al principio, sino bien abiertos, de par en par –ya sabéis…-, y a caminar erguido, tanteando a cada paso, sin esperanza por abarcar las cosas del mundo, sin apenas pretensiones,


y así fue como el Caminante aprendió a dar sus primeros pasos.


Desde entonces jamás olvida las veredas del camino, las estaciones de paso, los abrazos que quedaron, el cariño recibido y las heridas que recuerdan cada tropiezo. En ocasiones olvida extender bien los brazos y andar con tiento; por eso alguna de ellas parecen no tener cura y vuelven a suturar como el primer día. Sabe que ha de anular la voluntad de querer, pero también que con ello anticipa su propio final. Pues qué es él, sino un compendio de deseo sin el cual apenas lograría diferenciarse de con quienes “tropieza”.


Amanece


y un cielo plomizo lo inspira, junto a la brisa fresca que le acerca el deseo perdido y le abre lo incomprendido; lo traslada de la madrugada y le recorre con la yema de los dedos el cabello hasta el cuello, luego le agarra de las manos y acaricia su falange, se detiene en sus uñas, rodea esa nueva cicatriz y le interroga con la mirada acerca de ella.


Entonces tuerce el gesto y mira hacía otro lado, perdido, sin apenas encontrar donde mirar; cada una de sus lágrimas son palabras que lo dicen todo, como un lenguaje exacto y pletórico, como esa lengua que nunca debió olvidar, pero es que nunca le enseñaron.


Guarda silencio, cierra los ojos a la mañana y se dirige a gatas a su cueva. Sabe que el día está perdido, ya no sueña con mañana, sólo sueña con el sueño.