sábado, 12 de febrero de 2011

La resaca tras la fiesta


Festejaban, eufóricos, a sabiendas, y por ello mismo, de que toda la comunidad internacional, esta noche, no perdía de vista, ni un minuto, lo que estaba allí sucediendo, con gritos de libertad, la marcha al exilio de quien había ocupado el poder durante treinta años, mientras mostraban a las cámaras de nuestras televisiones el signo de la paz; enarbolaban banderas y compartían bandejas de comida con quienes pasaban a su lado, deteniendo a los pocos coches que habían logrado arribar a la plaza Tahrir, el escenario de esta revolución; se abrazaban a los periodistas que desde que comenzaron las revueltas nos han narrado los acontecimientos que podían conducir a un cambio o a una tragedia anunciada, una vez más.


No me era posible congraciarme (o no con toda plenitud) con ellos ni compartir su esperanza; lo que sentía era ternura, hacia sus gestos (medidos, consecuentes ante los acontecimientos), y cierta desesperanza que trataba de ocultar a quienes me acompañaban mientras presenciábamos lo que a mí se me aparecía como otra más de las revoluciones fracasadas (si es que no hay revolución que no esté condenada al fracaso).


Todo comenzó hace dieciocho días, contagiados por los sucesos en Túnez y convocados por medio de las redes sociales en Internet, miles de egipcios salen a las calles para exigir la dimisión de Mubarak y un nuevo rumbo, un nuevo “régimen”, para Egipto. Las muertes y las protestas se suceden, la comunidad internacional lanza sus advertencias de rutina, el gobierno egipcio bloquea el acceso a las redes sociales, centenares de detenidos (algunos opositores al régimen son los primeros en caer), la bolsa de El Cairo se desploma, cesa sus operaciones… Mubarak decreta el toque de queda y emplaza a su ejército a las calles para reprimir, aún más si cabe, las protestas.


Entonces sucede algo, algo no previsto (y ya he repetido alguna que otra vez que la belleza es eso que acontece sin esperanza, de forma imprevista e intempestiva, pero que, aún así, se adecúa): el ejército toma posiciones pero no actúa, no reprime, duda, queda a la expectativa, juega sus cartas, y su pueblo lo vitorea.


Mubarak comienza a perder la partida; todavía ostenta la fuerza, pero sabe que el poder está en manos de los insubordinados y que si estos no vuelven a restituírselo, su mandato, incluso su propia vida, podría tener los días contados. De forma un tanto agónica, quiere lavar la cara de su gobierno y disuelve a su gabinete para tratar de calmar a la opinión internacional, a la masa exaltada, pero las revueltas no cesan, incluso se recrudecen, y los ánimos encrespados se extienden por todo el país; continúan los enfrentamientos, los muertos… La situación se le va de las manos, restringe el trabajo de la prensa, ya no valen los gestos de cara a la comunidad internacional, quiere que, de ahora en adelante, nada se sepa.


Mientras tanto, la oposición al régimen pacta con el ejército y éste toma posición. Mubarak promete elecciones, se descarta como candidato, pero rehúsa abandonar el poder: quiere tutelar el cambio, gobernar en la sombra. Sus partidarios se confunden con los manifestantes, incendian, más si cabe, las protestas; pretenden acelerar los acontecimientos, desplegar el caos, justificar medidas represivas violentas que legitimen el estado de sitio.


La oposición se organiza, son el centro de atención del mundo, pretenden revueltas pacíficas, pero la muerte no se detiene. Mubarak continúa enrocado en el poder y las protestas son labor de cada día en un pulso en el que nadie sabe quién resultará victorioso. Este jueves, Mubarak, en un discurso televisado, confirmaba que no abdicaría ni abandonará el país y la decepción se contagia, por momentos, entre la población. La situación es crítica, tanto que, apenas veinticuatro horas después, Mubarak abandona el país definitivamente, con una fortuna que se contabiliza en cuarenta mil millones de dólares hacia un retiro dorado.


Yo brindo por ellos, por quienes tienen fe y guardan esperanza; por quienes han festejado, y quizá continúen todo el fin de semana, el fin de su rutina, de un sometimiento prolongado. Brindo por esa juventud que nos cuenta mirando a la cámara con acento, en inglés, en castellano o en francés, que son libres y pacíficos, que se ha lanzado ebria de júbilo a las calles con comida y bebida para compartir sus esperanzas con sus vecinos, agitando banderas e ilusiones por las calles de El Cairo, con sus hijos colgados a la espalda, desconcertados… Brindo por esos ojos que se abren de par en par. Brindo por su inocencia y por esa ternura que han logrado despertar. Pero brindo con licor amargo, sobre todo, porque sé que mañana, con la resaca de la fiesta, todo volverá a su lugar, porque, una vez más, todo habrá de cambiar para que nada cambie: la bolsa de El Cairo abrirá nuevamente, los intereses económicos prevalecerán y un gobierno (tutelado) afín a esos intereses “modernizará” Egipto, que, por fin, será libre; libre para endeudarse y enriquecer a quienes han permanecido en su sillón expectantes, libres para entrar en la lógica del progreso, libres para tener 1,2 hijos de media, hipotecarse hasta su muerte, vivir hacinados y conjurar su vida al trabajo sometidos, esta vez, a un tirano sin rostro, sin nombre, al que no podrán echar de casa. Brindo por esas sonrisas de hoy, con muy poca esperanza, para que no sean el rostro de la desesperanza del mañana.


Brindo, en definitiva, por la vida que, antes de la resaca, muy de vez en cuando, se nos va de las manos.