sábado, 23 de abril de 2011

Por qué la palabra



… porque la palabra fuese el phármakon. Aquí reside la razón de la palabra (y su fracaso, el de la razón y la palabra).

De creernos enfermos a sabernos infectados por el mal que dicho fármaco ha de contrarrestar para paliar una sintomatología a todas luces fuera de cualquier lugar, sólo media este instrumento de sonidos elocuentes con el que intervenimos quirúrgicamente la naturaleza lejana y expropiada, la de las partículas que reaccionan entre sí, la que no se pliega a la mirada, a menos que recurramos a prótesis de representación microscópica, para extirpar el silencio: la Nada.

Y la palabra, que se acomoda en este vórtice para tomar impulso, repelida por la vorágine de una fuerza que la extraña del vacío originario del que emana toda potencia, no es más que la arquitectura del modo de nuestras aspiraciones. Son caprichosas y exigentes. Difícilmente alcanzamos a poder satisfacerlas; cada una de ellas demanda sus requerimientos gramaticales, tras los cuales orquestan e imponen un orden de las cosas que, sin ellas, flotan ingrávidas, sin centro, des-temporáneas, más allá toda constelación.

Como pertrechos, camuflajes, con-forman su melodía, mientras nosotros, éstos que, dicen, decimos ser, sancionamos el silencio que envuelve el mundo sin palabras, e inventamos, como niños sin hogar, indigentes, el desquiciante juego de la autoría, el de las preguntas y respuestas, moldeando con arcillas de otras calidades el recuerdo del calor de la lumbre que, en verdad, jamás nos alumbró.

Y es que el horror de la nada ha sido un aliado común de las palabras y sus apetitos: el afán de enmudecer la ausencia de sonido y pensamiento, su inclinación por amueblar la morada de cristal que preside el páramo baldío de la existencia y la ambición palaciega por coronar el mundo y laurearlo de sentido.

Mientras tanto, la palabra que, sin aspiraciones, prorrumpe desacompasada con la naturaleza que no es capaz de ocultar o sustituir; el gruñido, el sonido que, como un guiño, acompaña a la sensación, pero que no es sensación, sino el desquite mismo fonéticamente onomatopeyado, reverbera, y se hace eco, lanzado, como registro, que cesa con la misma sensación a la que la palabra y su adecuación física, en forma de conducta, tratan de acallar, modificar en su representación o estar-en-lugar-de.

Y así buscamos refugio en las palabras, como plegarias con las que dar forma o ocultar esta Nada, que yo soy, que me rodea, que somos todos. Que últimamente salta a la vista.

Quisiera poder tener palabras con las que decir “no tengo palabras” y hacerme comprender y lograr olvidar que también comprender es otra palabra. Pero esto, sólo lo puede el silencio, este silencio que habla y grita. (Escuchadlo.)

Cómo decirlo: que no quiero ser un tipo odioso, tan idéntico a mí mismo, que no me consuelo con palabras declamadas o pensadas para tal fin (el consuelo), que celebraría ser, en el mejor sentido de la palabra, Otro, y poder sentir, más allá de cualquier satisfacción, que soy, de mis palabras, guardián en usufructo, sin alardes, como el diálogo del ventrílocuo: un malabarista sobre el escenario.

Se nos van: nunca fueron nuestras, somos nosotros quienes les pertenecemos. (Anudados a ellas.)

… se (me) van. (Miradlas.)

Y nosotros con ellas.

(...)