domingo, 3 de julio de 2011

Violencias


Hay en la bibliografía un controvertido experimento dirigido y llevado a cabo por el catedrático de Psicología Social de la Universidad de Standford, Philip Zimbardo, que, pese a todo lo que se haya dicho y escrito sobre él –existe un película y mucha literatura en torno a este caso- arroja cierta luz y viene a corroborar algunas evidencias en torno a la condición humana que, si se es un buen observador –querer ver, pese a que no te guste lo que ves-, saltan a la vista. Zimbardo se definió a sí mismo cuando diseñó este proyecto, pero también es cierto que cualquier historia sobre el conocimiento, sus formas y vicisitudes, en distintas ciencias, no puede ser precisamente una historia de humanidad y buenos modos. En realidad, este investigador lo que hizo fue reproducir a pequeña escala una serie de condiciones que se han dado a lo largo de nuestra historia repetidas veces y se continúan dando, con todas sus consecuencias, por supuesto.


Zimbardo escogió, de forma aleatoria, de entre un grupo representativo, de clase media, cuya única exigencia común era que fueran universitarios, a veinticuatro sujetos que habían superado de forma satisfactoria una serie de pruebas psicológicas. Posteriormente, también de forma aleatoria, el grupo fue dividido entre “prisioneros” y “guardias”. Su intención era averiguar si las conductas o roles forman parte del individuo o si, por el contrario, es el ambiente el que determina ciertas conductas; en otras palabras, ¿es el individuo violento o son las circunstancias las que determinan ciertas conductas?


El experimento se realizó en el mismo departamento de la Universidad de Standford, en el sótano del edificio, que Zimbardo había trasformado para emular una prisión, con sus celdas, pabellones… El tipo se lo tomó muy en serio, había cuidado hasta el último detalle, uniformes, puesta en escena…; los “prisioneros” fueron arrestados en sus domicilios y llevados a la “prisión”, en la que, desde el primer momento, fueron tratados como tales.


El primer día transcurrió sin ningún incidente reseñable, todo hacía pensar que el experimento había sido una pérdida de tiempo y que no sacarían nada en claro con él. Y quizá fue el aburrimiento lo que provocó que, paulatinamente, los “guardias” comenzaran a comportarse de una forma cruel con los “prisioneros”, dando lugar a que el segundo día, éstos, organizaran una rebelión en toda regla que fue repelida y sofocada de forma violenta en poco tiempo. Llegados a este punto, que es cuando Zimbardo debería haber dado por concluido su experimento y haber reinado el sentido común, los acontecimientos se precipitaron: quienes participaban, tanto unos como otros, se afianzaron aún más en su papel.


No voy a entrar en detalles, hasta la Wikipedia tiene un apartado dedicado al caso, pero el hecho fue que, tanto “guardias” como “prisioneros”, asumieron sus roles como si su destino no hubiera podido ser otro y el ambiente patibulario llegó a adquirir tintes dramáticos. Los “guardias” comenzaron a cometer vejaciones y humillaciones en torno a la figura de los “prisioneros” y éstos, a su vez, a asumir conductas de resistencia –llegaron incluso a preparar un plan para escapar de la “prisión”- para, más tarde, mostrar signos de trastorno emocional, episodios depresivos, ligados a la desesperación y la rabia, por lo que, cinco días más tarde del inicio del experimento, Zimbardo se vio obligado a “liberar” a dos de ellos, aquejados por crisis de ansiedad, prácticamente al borde del colapso, mientras uno de ellos se declaró en huelga de hambre. El sexto día de experimento el esperpento era tal que, presionado por una de sus colaboradoras, estudiante de postgrado, Zimbardo tuvo que darlo por suspendido.


Dejando a un lado las implicaciones éticas que estudios de este tipo pudieran tener, y dando por hecho que toda ciencia es violenta por necesidad, sobre todo cuando, además, su objeto de estudios somos nosotros, el experimento llevado a cabo en Standford arrojó luz en torno a muchas de nuestras intuiciones, pero no pudo, por supuesto, ofrecer una respuesta satisfactoria y contundente que llevara a algún tipo de principio capaz de ofrecer predicciones sobre nuestra conducta. Es más, este experimento trató de volverse a realizar y no pudo ser replicado (como experimento, digo; basta con acudir a cualquier prisión convencional para comprobar que se replica cada día).


Si había o no una predisposición de tipo genético hacia determinadas conductas, este experimento no podía ofrecer una respuesta; pero lo que sí parecía haber confirmado era que, fuera como fuera, nuestras conductas están estrechamente ligadas al contexto en que se enmarcan y guardan un vínculo fuerte con el lugar que ocupa el sujeto dentro de ese contexto; identidad que se transforma en desindividuación cuando, como en este caso, estamos hablando de grupos y no de sujetos concretos, ya que las actitudes y conductas se extienden entre todos quienes lo forman, asumiendo una identidad grupal.


Quienes todavía ponen sobre la mesa la vieja querella entre naturaleza e historia para comprender la condición humana, es que no comprenden nada, y quienes, además ni tan siquiera la cuestionan y toman parte por una de ellas para hablar de la “naturaleza violenta” de un individuo o grupo de individuos es que además están ciegos.


La violencia no es legítima ni ilegítima; la violencia tiene sus contextos. Reaccionar de forma agresiva ante un asedio reiterado y constante sobre quien lo padece forma parte del guión en que se enmarca; si golpeas y humillas constantemente a un animal, lo normal es que te tema hasta que llegue el momento en que reaccione de forma agresiva. Algo que muy bien sabe el Conseller d’Interior de la Generalitat de Catalunya, y éstas han sido las razones que ha aducido para justificar las agresiones y contenciones violentas llevadas a cabo por sus pretorianos: de un movimiento como el surgido en el mes de mayo en España sólo se puede esperar que quienes lo integran “reaccionen” de forma violenta. Este individuo cometió un lapsus linguae cuando tildó la “naturaleza violenta” de los asamblearios, ya que las estrategias de acción de los Mossos d’Escuadra están pensadas como si fueran a reaccionar de tal modo y no como si fueran, por naturaleza, violentos. Porque son conscientes: si las reacciones en la calle están justificadas, si los sujetos que las integran, en muchos casos, están desesperados, si es la indignación lo que mueve a la resistencia y si esta resistencia es una forma de reacción ante formas menos evidentes de violencia desatada contra la ciudadanía europea; si, además, los rechazamos a golpes, es estúpido suponer que su reacción no sea violenta. De modo que desatan la violencia explícita previendo una reacción violenta ante la violencia tácita; lo cual anticipa la reacción violenta de quienes, en principio, tratan de ofrecer una resistencia pacífica. Porque lo que estamos viviendo es un despliegue encubierto de acciones violentas dirigidas contra la ciudadanía, una llamada al orden y la obediencia, propia de quien ve cómo se le suben a las barbas y quiere dejar bien claro quién manda aquí: los golpes de estado que se están llevando subrepticiamente a cabo en Europa llaman a la rebelión de su ciudadanía; los paulatinos recortes de nuestros derechos que se están aprobando a nuestras espaldas en los parlamentos son violencia; el marco de condiciones sociales y laborales cada día se estrecha más, y esto también es violencia; la usurpación de nuestra soberanía es violencia.


Nuestros amigos en Grecia, la resistencia real que se está manifestando en sus calles ante lo que es un golpe de estado, puesto que su parlamento ha de aprobar una serie de medidas y leyes que no emanan del mismo, a lo que se suma que ha de hacerlo escoltado por un ejército para proteger a los “representantes” de a quienes dicen “representar”, tienen toda la legitimidad para reaccionar y ofrecer resistencia ante lo que no es más que una toma violenta y mercantil de sus futuros y sus vidas durante varias décadas. En el caso de España pintan bastos, por supuesto, aunque la sangre, todavía no ha llegado al río, quizá porque, en nuestro sótano, los “guardias”, por ahora, mantienen las formas, dentro de lo que cabe, y nosotros continuaremos siendo “prisioneros” modélicos mientras no interioricemos del todo el rol que nos ha tocado en suerte.


El movimiento surgido en España tiene la cualidad de ser pacífico porque nuestras circunstancias económicas no son las griegas, y porque quienes lo integran creen profundamente en la posibilidad democrática de que nuestra soberanía nos sea restituida, algo que en Grecia, es evidente, no va a suceder. Pero equivocamos los términos: no existen, ni pueden existir actitudes violentas cuando la ciudadanía ejerce su legítima oposición a la violencia desencadena de unos pocos contra todos. El poder que presumimos en los estados u otras instancias supranacionales emana de su ciudadanía, en palabras de Hannah Arendt, el poder es la “capacidad humana para actuar concertadamente. El poder nunca es propiedad de un individuo, pertenece a un grupo y sigue existiendo mientras que el grupo se mantenga unido. Cuando alguien está en el poder, en realidad tiene el poder de cierto número de personas para actuar en su nombre. Cuando el grupo desaparece, desaparece su poder”. Así pues, hablar de la “naturaleza violenta” de un grupo, no sólo es una estupidez, sino una inversión de términos que trata de ocultar una realidad esencial: sólo una masa ciudadana pede generar el poder que legitima al estado, quien, a su vez, puede desatar la violencia si ve amenazado el poder que trata de usurpar.


Cualquier exceso cometido por un estado contra su pueblo es una usurpación del poder delegado, pues la “violencia aparece donde el poder está en peligro”. De la masa, de la ciudadanía sólo pueden surgir estructuras y relaciones de poder –que a su vez puede ser transferido-, pero la violencia, como concepto político, es exclusiva de unos pocos contra otros muchos a quienes se pretende incautar el poder de-legado.


Violento es quien recurre a un poder que no le pertenece, porque el poder no pertenece a los individuos, sino a un grupo de individuos, para perpetuar un estado de cosas, para mantenerse en el poder. Miles de ciudadanos asumiendo actitudes de resistencia sólo pueden poner de manifiesto el poder que, del número, emana; en ningún caso la violencia. La violencia, digámoslo claro, es la usurpación agresiva del poder cuando quien lo detenta deja de representar a quienes se lo han cedido transitoriamente. De modo que nos os dejéis engañar, las imágenes que nos llegan desde Grecia sólo representan la violencia desde una de sus partes; desde la otra, la de la ciudadanía, lo que observamos es el despliegue de poder originario, la fuerza, de un grupo amplio y representativo que exige sin miedo, con razón, lo que es suyo. Digámoslo claro, la violencia comienza allí donde se anula a la ciudadanía.