martes, 17 de abril de 2012

Fondo


No hay mapas que indiquen el camino, se trata (¡tan sencillo!) de dar ese paso y cruzar la línea: una huída hacia delante (como la de quien corre perseguido por un ejército de energúmenos encorazados y presiente que enfrente sólo le espera un precipicio).


Pero tú sabes que no estás hecho para eso, aunque también sabes que ya no estás hecho para nada, que ya no hay lugar para ti; sabes que el frío te jugará alguna mala pasada, que la intemperie o la falta de sueño te zancadillearán y que tu mirada quisiera ser redonda y tus ojos como dos gotas posadas de lluvia, iluminados al amanecer. Sabes todo eso, y poco más.


¿La recuerdas?


Si dejaras de mirar a todos lados y de asomarte a la ventana…


Siempre hay alguna ventana.


… por eso es mejor pasear, enfrentarte al viento y retar a la lluvia, cruzar el barrio a toda prisa y recorrer Travessera de Dalt hasta la Plaza Sanllehy sin mirar atrás. Haces como si no supieras dónde vas, como si fingieras dejarte arrastrar por la marea de gente que fluía desde la Plaza de Lesseps, pero braceas, te revuelves, furioso, y ahí te encaminas, a la cima del Monte Carmelo.


Pasas desapercibido, lo sabes cuando dejas de buscar tu sombra en la acera y te acaricias el mentón, y descubres, empapada, la barba que te has dejado crecer; estás vivo: una gota de lluvia se desliza y traza un sendero por tu cuello hasta alcanzar ese recoveco en la clavícula, esa parte de tu cuerpo que se resiste a entrar en calor. No basta con subir hasta arriba la cremallera de la chaqueta negra que te regaló C., sientes la necesidad de exagerar los ademanes y pavonear un poco tu sangre bizantina, ensayando la más furiosa e indecente de la miradas frente al reflejo en el escaparate de un comercio de cuya cristalera cuelga un cartel que dice “Se necesitan clientes”. Un tipo baja por la carretera en motocicleta con atención distraída, como si todo lo que le rodeara no fuera en absoluto con él pero aún así se viera obligado a observarlo con la más solemne de las indiferencias, sujetando el manillar con una sola mano mientras la otra cae muerta, el motor en punto muerto; te saluda a lo lejos. Le devuelves el saludo y, cuando pasa a tu altura, te mira fijamente. Sostienes la mirada, como si alguna herida oculta que todavía supura legitimara un derecho ganado con sangre a pasear por esta carretera sin dar más explicaciones, como si fueras un vecino más o como si fueras uno de quienes levantaron las primeras barracas con que se poblaron las laderas de este monte. Continúas la subida y a tu espalda se aleja, ahora sí, el sonido estridente de la motocicleta.


Por momentos, el escenario y la puesta en escena te hacen olvidar esta función, y sonríes, pero es una sonrisa amarga -pese a este pequeño e intrahistórico triunfo-, aunque no exenta de dulzura, de esas que delatan que el brillo arrugado en torno a tus pupilas transparenta alguna referencia hacia la que ya no es, y que sueles ocultar tras el humo del cigarrillo.


Se llama…


No todo tiene un nombre

(a veces tu cuerpo se revela contra el lenguaje).


Sabes que las miradas no se ensayan, conoces la espontaneidad de tus facciones; sabes también, aunque te engañes, que esta tarde no eres más que un pequeño Antoine Doinel y que tomaste, cuando saliste de casa, equivocadamente, la dirección opuesta al mar. Y por esta razón, en cuanto el sonido de la motocicleta desaparece, dejas de interpretar nada y te dejas interpretar.


Ya en la cima tratas una vez más de ensayar ese paso, imaginas la línea, pero no te ves capaz de franquearla, le das la espalda y te concentras en el montículo de casas bajas y edificios terrosos, rectangulares, de este barrio polvoriento y quebradizo que por mucho que lo maquillen nunca dejará de ser un arrabal. Por momentos experimentas la recurrente epifanía de que la Historia guarda algún secreto, que tras los acontecimientos que se precipitan incansables y absurdos se pliega un sentido que nos trasciende, como si tras su pluma anónima se ocultara siempre el mismo autor.


Tratas de quitarte esa idea de la cabeza, sabes que nadie es responsable, que todo sucede ahí, sin más, y que eres tú quien lo toma todo prestado para hacer el uso que más te conviene.


Al fondo, muy al fondo, la ciudad, el Mediterráneo. La luz persiste y se sobrepone al declinar de otro día lluvioso de esta absurda primavera, fogueando el contorno de cada partícula, como un roce inhóspito que no alcanza el crepitar de la materia cansada y desprovista, como una promesa que tiene su incumplimiento en la palabra misma.


Conforme desciendes la Montaña Pelada y te adentras en el sortilegio de calles, los colores pierden progresivamente intensidad, las manadas de turistas que bajan del Park Güell se entrometen en tu camino y la luz sólo acierta a cubrir el mundo de claroscuros con los que ha de señalar cada una de las líneas, de los pasos a seguir; cualquiera puede interpretarlos, su secreto reside en escuchar.


Aquí al fondo, eso dicen, no hay lugar a la indecisión, aquí, al fondo, sólo basta una pequeña chispa para desencadenarlo todo.


Muy al fondo se oyen carcajadas; en ocasiones te tientan. En el fondo, otros días no estás más que muerto de miedo. Y es que el fondo es ese no-lugar originario, un punto de partida del que nadie debería partir. Qué más da cómo llegó uno ahí, el caso es que aquí, al fondo, apenas hay nadie y es difícil entenderse con quienes te encuentras. Por mucho que alces la voz, nadie responderá a esta pregunta, mientras no dejas de repetir dónde se habrá metido todo el mundo, y aquí al fondo la decisión no es tan sencilla como a simple vista pueda parecer. La desesperación no es, necesariamente, un requisito imprescindible para el más desesperado de todos los actos, ni tan si quiera los más subversivos; sobre todo cuando se toma consciencia del pánico que la acompaña.


Y es que, yo también, desde hace demasiados meses, como un pez golpeado por las mareas contra las rocas y balanceado mientras boquea en la orilla de la playa, sólo respiro porque sí.