jueves, 5 de abril de 2012

Héroes griegos

Unas horas más tarde todos podíamos leer sus últimas palabras, la noticia llegaba a España bien entrada la tarde, las redes sociales la propagaban como un virus, los telediarios de mediodía, como vienen haciendo hace meses con cualquier información procedente de Grecia, la omitían, pasaban de largo, como si el cruce de declaraciones entre los dos principales partidos del país en torno a los Presupuestos Generales del Estado pudiera aportar algún conocimiento mayor de la realidad a la que hoy, más que nunca, estamos ligados.


Dimitris Christoulas era un ciudadano como cualquier otro, como tú o como yo; tendría sus defectos; seguro, padecía sus pasiones; es más que probable que en algún momento de su vida perdiera sin remedio la compostura y pronunciara palabras que no habría querido pronunciar o realizado acciones de las que nunca, así es, se sintió del todo orgulloso. Simplemente era un hombre, y ser hombre, en todos los tiempos, ha sido siempre un heroicidad. Quizá pensó en ello la mañana de ayer, quizá poco antes de las nueve de la mañana, junto a ese árbol, bajo su sombra, pensó en su mujer y su hija. Seguro que pensó en ellas. Así somos; dudo mucho que en ese momento viniera a su mente la imagen del primer ministro griego, de los funcionarios alemanes enviados para “supervisar” las medidas económicas de un gobierno de títeres, de los miembros de la Comisión Europea o del presidente del Banco Central… Lo dudo, ya digo, Dimitris era un hombre, ayer lo demostró ante toda Europa.


Había sido farmacéutico, y no me cabe duda de que tuvo una vida plena. A sus 77 años, ya jubilado, fue testigo de todos los acontecimientos que hicieron de Europa un proyecto esperanzador, hoy en día cercenado. Nació bajo un dictadura, sobrevivió a la Segunda Gran Guerra y a la ocupación nazi, más tarde pudo sortear las balas durante una guerra civil que, como todas las guerras civiles, no sólo dejó su huella como muescas sobre las piedras en monumentos y calles, o en campos que albergan fosas comunes, también en la piel, la mirada y el recuerdo de quienes tuvieron que levantarse al día siguiente con la confusa e inesperada sensación de saber que la vida, de forma implacable, continuaba y que lo haría con ellos o sin ellos. Y Dimitris así lo hizo: ayudó a desescombrar la vieja península, a reconstruir las calles de sus ciudades, a plantar nuevos olivos y a desacostumbrar al sol que riega sus campos a las lágrimas de un pueblo que, a lo largo de la Historia, esta vez con mayúsculas, ha enseñado a todo un continente a vivir con los pies en tierra y la cabeza en las nubes. También tuvo tiempo para enamorarse, porque estas cosas siempre llegan, y dejar testimonio de ello en su hija. Qué más da cómo se llamen.


Porque pensaba en ellas, y en todos los hijos, esposas y maridos, ayer Dimitris perdió la paciencia, no pudo aguantar más. No fue un acto íntimo y solitario, no quiso que su muerte fuera silenciada una vez más; lo hizo frente al Parlamento, en la Plaza Syntagma, de frente, a la vista de todos los que quisieran verlo y escuchar sus últimas palabras.


En tan sólo tres años, Grecia ha duplicado el índice de suicidios (índices que, por cierto, crecían cada año en los países occidentales de forma exponencial antes de la crisis financiera y a los que nunca se les dio ninguna difusión, como si trataran de anular con paliativos o calmantes lo síntomas de la enfermedad que ahora nos merma enquistada en nuestros cuerpos), varios organismos no gubernamentales han denunciado el incremento desmesurado de los índices de pobreza en el país heleno, la imparable desnutrición infantil, que poco puede solucionar la leche en polvo y el reparto de frutas en las escuelas; todo ello, vinculado a los recortes draconianos de los bienes y servicios públicos, a la bajada de un 15 y 20 % de las pensiones y sueldos... Cuánto tiempo puede aguantar una población en estas condiciones, cuál es el grado de humillación que somos capaces de soportar, de qué manera esperan sobrepasar los límites.


Otra noche más, las calles de Atenas, que albergan en su seno la fértil matriz de todo un continente, iluminaban el camino de esta vieja y maniática Europa. Cientos de jóvenes, otra noche más, ocuparon sus calles para reclamar y hacer legítimo su derecho innegociable a abonar esta tierra con su sangre para que nuevas generaciones, para que sus hijos, reescriban la historia, como así lo hizo Dimitris y toda su generación en circunstancias similares. Pero esta vez no lo hicieron, como de costumbre, amparados en el hambre y la rabia, o siguiendo unas consignas que cada día que pasa pierden fuerza ante el fulgor de los acontecimientos; lo hicieron, esta vez como no alineados, como hombres que saben que la libertad no es más que una aspiración, que saben que cualquier aspiración queda por encima de todos los conceptos, para cumplir la última voluntad, para hacer justicia a sus últimas palabras, para vengar la muerte de todos los Dimitris; lo hicieron para abrazar a su esposa y secar las lágrimas de su hija; lo hicieron para que Dimitris, tras su muerte, jamás vuelva a morir.


Aquí tenéis, traducidas, las últimas palabras de Dimitris Christoulas, uno de los últimos héroes griegos:



El gobierno Tsolakoglou* literalmente aniquiló para mí cualquier posibilidad de supervivencia, que estaba basada en una pensión digna que, durante 35 años, yo sólo (sin la ayuda del Estado), estuve pagando.


Y dado que tengo una edad que no me da la capacidad para responder dinámicamente de forma individual (aunque, por supuesto, si un griego tomara un Kalasnikof, yo sería el segundo en hacerlo), no encuentro otra solución que poner fin a mi vida de una forma decente, antes que terminar hurgando en los contenedores de basura para poder subsistir.


Creo que los jóvenes sin futuro, algún día, tomarán las armas y, en la Plaza Syntagma, cοlgarán boca abajo a los traidores de la nación como lo hicieron en 1945 los Italianos con Mussolini (plaza Poreto de Milán).



* Tsolakoglou fue quien presidió el gobierno colaboracionista durante la ocupación Nazi.