viernes, 8 de junio de 2012

Estampas: fundido en Vapor, Hierro y Vidrio




El Parc de la Ciutadella es de los pocos lugares de Barcelona por los que, parece, no pasa el tiempo. Dejando a un lado a los grupos de erasmus borrachos que sestean en sus jardines o a los vecinos que lo frecuentan a menudo –yo mismo, en otra época, viví a dos manzanas de allí y acudía a menudo–, aún guarda para sí cierta nostalgia decimonónica, con sus jardines delimitados por amplios bulevares y arboledas, glorietas, lagos y cascadas, y esa imagen de recinto ferial con que, observando las fotografías de la época, fue inaugurado.



Cierto es que tanto sus pabellones como el paseo de entrada al recinto, que encabeza un ecléctico Arc del Triomf de ladrillo rojizo, terroso, remachado con cerámicas y piedra labrada, todo el complejo, en definitiva, de la Exposición Universal de 1888 que se levanta en este sector de la ciudad lindante con lo que fue un barrio de pescadores, hoy convertido en pasarela de moda y espacio de juegos y frivolidades para los hijos de la burguesía europea, y la imponente Estació de França, conforma un enclave irreal. Muy al contrario que la sobriedad grisácea de los arcos del triunfo que coronan las grandes avenidas que confluyen en la Corte madrileña, o los entornos del Parque del Retiro y el Palacio Real, cuyo carácter monumental respondía a la necesidad de una época de orgullo imperial que se vanagloriaba objetivamente de sí misma, ajena al mismo tiempo a su propia decadencia anunciada, la construcción de estos espacios en la Ciudad Condal responde al empeño y desquite de una burguesía que trataba de ganar con este tesón un “estatuto” que anulara o encubriera su origen comercial y plebeyo, esa riqueza ganada con el esfuerzo y el sudor que supone adular a quienes te desprecian, congraciarse y arrodillarse para recoger cada moneda y volcar esa frustración en quienes tienes a sueldo, remedando, transfiriendo las maneras observadas, y que desde entonces ha rivalizado con esa otra riqueza usurpada a la fuerza, con las armas o matrimonios de conveniencia, que se enseñoreaba como dominio o derecho de sangre.

Por esta razón se evapora como ensoñación e irrealidad, casi como una cortina tenue de humo: porque sus jardines y bulevares son de miniatura, y porque sus piedras talladas en serie, salidas de cercanas canteras que nunca sobrepasaron los lindes de la provincia, contienden con toda su amalgama con aquellos estilos arquitectónicos observados en sus viajes de negocios y placer a las grandes capitales europeas a las que siempre quisieron emular, escenificando ese carácter de decorado cinematográfico o de cartón-piedra que hoy podemos contemplar, horrorizados, en parques de atracciones o complejos de ocio cuya función consiste en encapsular la experiencia del viajero, eliminando todo aquello que hace del viaje una experiencia.

El gesto es el mismo, y sólo las circunstancias, el aura que el tiempo ha sellado en estas piedras, y la suerte o la pericia de algún artesano anónimo, ingeniero civil o arquitecto relativamente desconocido hacen que estos lugares se yergan de forma más orgullosa y bella, incluso, que aquellos con los que, en su día, quisieron acomplejadamente competir.

La clave de esta belleza se halla en el tiempo recobrado, que nos traslada erigiendo puentes más allá de lo cronológico, entre acontecimientos, lugares y momentos lejanos, distantes entre sí; condensando, en un sola mirada, en un instante eterno encallado en la plenitud de la experiencia, todos los tiempos, todas las épocas, como monumentos erguidos por la Historia y la Memoria. Los complejos de ocio, los mundo de cartón-piedra de nuestra mísera época, anulan el tiempo y el viaje, restringen la experiencia, derogando cualquier exigencia o ímpetu de transformación. Simplemente, nuestros sentidos quedan a merced de una mera transacción económica, de una experiencia consistente en gastar el tiempo, en ocuparlo de cualquier modo conforme a escenarios que no pueden más que responder a nuestras expectativas, que las determinan como cercos para una geografía incógnita. De forma precaria, nuestra experiencia queda empobrecida, administrada y pautada según las normas del mercado y la decencia, restando cualquier resquicio a la Vida por abrirse paso y atravesar nuestra mirada para desfigurar cualquier mirar posterior.

Me detengo frente al L’Hivernacle, uno de las edificaciones modernistas más románticas –en un sentido fuerte, no vulgar– de Barcelona. La obra es del arquitecto Josep Amargós i Samaranch, quien, siguiendo la moda industrial de la época, al estilo del Crystal Palace levantado en Hyde Park para la primera Exposición Universal (Londres, 1851), y contemporánea a la Torre Eiffel (en un principio iba a ser construida en Barcelona en lugar del Arc del Triomf), edificada para la exposición que se celebraría en París un año más tarde, utilizó en su construcción como materiales principales el hierro y el vidrio. Estos mismos materiales de vanguardia serían más tarde los elegidos para la construcción de la bóveda de la Estació de França, a pocos metros de la Ciutadella, unos años más tarde, entrado el nuevo siglo, corroborando el carácter industrial con que Barcelona quiso abrir sus puertas de pleno a la modernidad y al "desarrollo" de los nuevos tiempos.

Crystal Palace (Londres, 1851). Ilustración
El pabellón está compuesto por tres naves, dos laterales completamente cerradas, y una tercera central, de mayor altura y abierta en su parte delantera y trasera. Fue proyectado para cumplir la función de invernadero que acogería la exposición botánica con plantas de origen tropical, cultivadas o traídas expresamente para la exposición y que, a causa de la condiciones climáticas de la Ciudad Condal, no hubieran resistido a la intemperie del recinto ferial.



El paso de los años, el abandono gubernamental y su consecuente deterioro no le han restado belleza; a mi parecer, todo lo contrario, se la han otorgado, proyectando en torno a él un aire romántico. El estado herrumbroso en que se hallaba hasta que el Ayuntamiento decidió invertir una pequeña cantidad para restaurarlo con motivo de su centenario, aunque de manera insuficiente, puesto que se niega a gastar por el momento un solo céntimo para su mantenimiento, hicieron que durante un tiempo, cuando se decidió no renovar la licencia de cafetería que hubo anteriormente, fuera un lugar frecuentado para correrías nocturnas e, incluso, en algunas guías turísticas para viajeros con escasos recursos fuera anunciado como albergue gratuito. A día de hoy, L’Hivernacle, la verja que da paso a su interior, se encuentra cerrada por un candado oxidado, muchas de la vidrieras presentan grietas o están rotas y las plantas que sobreviven en su interior comienzan a disputarse espacio unas a otras, alcanzado sus techos, sobresaliendo por las cristaleras como delgados y retorcidos brazos que luchan por respirar y recuperar su lugar, el lugar que esas cuatro paredes, parece, les arrebataron en un día, diría que lejano.




Detenerse unos minutos bajo la sombra de alguno de los árboles que hay en su entorno o sentado en la pequeña escalinata que da acceso a su interior es un viaje en sí mismo; un viaje a la época industrial, a su tiempo, que rememora aquella fe ciega en el desarrollo y la ciencia, para observar en la distancia, como a través de un espejo, a los que fuimos (nosotros) y ahora son otros, aquellos que en las bellísimas fotografías de época mostraban esa sonrisa bobalicona ante la velocidad vaporosa de los nuevos tiempos, ante la gran fiesta del Hombre; es también un viaje al periodo romántico, como quien deambula melancólico por el escenario de algún cuadro de Friederich, sabedor de nuestra impotencia, quizá, en este caso, no solamente frente a la fuerza de la naturaleza sino frente al destino; un viaje por la historia de esta ciudad, por la historia que hizo de ésta una pequeña gran ciudad, por la historia de otras ciudades que le sirvieron de modelo; un viaje íntimo, también, por mi historia reciente, recordando otro que fui, en otra época, quizá la más feliz de mi vida.

Caspar David Friedrich
También los espacios son capaces de concentrar, en su inmensa densidad de sentido, un tiempo pleno, un tiempo que atraviesa otros tiempos, que nos transporta a otros espacios y que nutre nuestra mirada para embellecer lo que siempre quiso ser bello sin advertir que así lo fue.


Los trenes que arriban a la Estació de França ya no emiten vapores que ascienden, hasta diluirse, en la atmósfera; el plástico ha sustituido al hierro y las ventanas de doble cristal nos aíslan del exterior en vez de dejar traspasar la luz que antes entibiaba las alcobas. Las miradas ya no ven, sólo se dejan llevar. A veces te preguntas, cuando paseas o te dejas caer por los jardines de la Ciutadella, si aún queda alguien que, al atravesar este parque, sufra similar transformación. Quieres pensar que sí, que cualquiera de ellos no haya venido simplemente a pasar la tarde; quieres pensar que alguien, ya sabes, alguna vez ha vuelto a pasar su dedo para arrastrar el polvo de ese vidrio y volver a asomarse al pasado. Por qué no.