sábado, 16 de junio de 2012

Ευρώπη (Europa)


Hace poco más de un mes asistía a una charla-encuentro organizada con motivo del aniversario del 15 de mayo en Barcelona e impartida por el economista Arcadi Oliveres. Oliveres se ha convertido en una especie de estrella mediática para los asamblearios, lo adoran y adulan como a una estrella del rock, pese a que casi siempre repita, palabra por palabra, el mismo “texto” y lo amenice con los mismos chistes. Algo que al público (o a sus grupis) parece no molestar, ya que todo eso no quita que tenga razón, que sus análisis de la situación financiera que estamos atravesando sean del todo acertados y que sus amplios conocimientos en este campo hagan de él un interlocutor imprescindible aquí en Cataluña.

Quiero recordar aquella tarde porque, esta vez, Oliveres, con la artesanía de quien está acostumbrado a enfrentarse a un público entregado y sabe medir los tiempos y pulsar el ánimo de su auditorio, introdujo de forma un tanto tendenciosa al final de la charla, en el turno abierto de preguntas con el que se daba paso a un debate, una cuestión novedosa a las numerosas charlas y encuentros en los que a lo largo de este año se ha prodigado.

Os ubico un poco, el encuentro tenía lugar en las escalinatas de acceso a la “majestuosa” sede central del BBVA que hay en Plaza Cataluña. Era domingo 13, la noche anterior varios miembros del movimiento 15M habían acampado y hecho suya, como hace un año, la céntrica plaza (una ocupación pactada con el Ayuntamiento, que dio de plazo hasta el día 15 para despejar la plaza). El día amaneció soleado e hizo que las convocatorias, a decenas, que se habían organizado fueran secundadas por cientos de vecinos, simpatizantes, detractores, gente que pasaba por ahí, vendedores ambulantes… La charla de Oliveres, centrada en cuestiones económicas, había sido programada en el único lugar de la plaza donde, a esa hora, las cinco de la tarde, protegía la sombra de los casi 35º que teníamos de media por aquellos días en Barcelona; era un lugar simbólico (la sede central en Barcelona de uno de los mayores bancos del país), con un ponente de renombre, aunque intuyo que esa sombra de la que os hablo tuvo mucho que ver para que casi un millar de personas decidieran asistir a esa hora a una charla sobre macroeconomía en un día de resaca como aquél (eso y la Ley de Atracción de la Muchedumbre).

Llegados al final de la charla, después de que un universitario apasionado, que previamente había hecho de maestro de ceremonias, diera paso al turno abierto de preguntas, Oliveres tomó otra vez el micrófono como solamente él sabe hacer y pidió orientar el debate siguiente en torno al futuro del euro. Quienes hayan participado en algún evento masivo de estas características organizado desde del 15M pueden hacerse una idea de lo que sucedió: tras unos inagotables segundos en los que todos agachamos la cabeza o decidimos que debíamos fijar nuestra vista en algún punto lejano en la plaza al que, hasta el momento, no le habíamos prestado la suficiente atención, y llegados al momento en el que unos y otros nos miramos con caras de circunstancia, comenzaron las intervenciones. El primero en hablar fue un tipo de mediana edad y estética okupa que, tambaleándose con una cerveza en la mano, agarró el micrófono para decir con voz ronca “yo… soy marxista” (reproduzco con puntos suspensivos el espacio de tiempo dejado entre el sujeto y el predicado de la frase tal y como llegó a mis oídos), dicho lo cual devolvió el micrófono al joven universitario que sonrojado buscaba una esquina donde esconderse o alguien dispuesto a tomar el micrófono con la intención de continuar con la línea de debate abierta por Oliveres. Hubo suerte, una chica que conozco, estudiante de economía, completamente azorada ante un público tan variopinto y numeroso, dijo… pues eso: que era estudiante de económicas y que no tenía claro cuál debía ser el futuro del euro o si, de alguna forma, el euro había traído algo bueno.

Terminada su intervención todos volvimos a mirarnos a las caras, más de uno hubiera querido decir algo, pero también intuíamos, al menos yo, que los derroteros a que Oliveres había reconducido el debate estaban más que cercados y que, en caso de intervención, el debate dejaría de ser un debate y se transformaría en una disputa ante un interlocutor contra el que no teníamos nada que hacer y sí mucho que perder. Dicho y hecho, Oliveres, con cierto desdén, que no sé si muchos pudieron apreciar, volvió a tomar la palabra y de forma escueta, con un catalán imposible, dijo algo así como que jamás tendríamos que haber aceptado una moneda única dentro de una unión de países con economías y regímenes fiscales diferentes, que esto era lo que nos estaba llevando a la ruina y que la UE lo mejor que podía hacer era disolverse.

Volvía a casa con unos compañeros de la asamblea de barrio y daba vueltas a las últimas palabras de Oliveres. Todos, a estas alturas, o al menos muchos de nosotros, hemos llegado a la conclusión de que la unión económica ha de ser disuelta sin demora para que cada país pueda afrontar algún tipo de futuro digno según su propia coyuntura, puesto que no existe ninguna intención de cooperación por parte de determinados estados de la Unión, temerosamente sumisos a otros intereses. Pero me negaba, quizá porque yo sí, al menos, albergo ese sentimiento de pertenencia o identidad, a admitir la disolución de Europa, sea lo que quiera que sea ser europeo.

Durante estas semanas no he dejado de pensar en ello y, releyendo un artículo firmado por Francisco Jarauta en 2010 (“El futuro de Europa”*), me he animado a mí mismo a escribir esta entrada, quizá como forma autocomplaciente de convencerme a mí mismo de que sí existe algo así como un espíritu europeo que, de forma estratégica, aún tiene mucho que decir ante los nuevos acontecimientos, quizá porque es mi propia identidad la que está en juego.

La realidad es que Grecia, nuestra idealizada cuna, a la que hoy dejamos desasistida y a su suerte, mientras unos miran para otro lado y otros nos lamemos displicentes, pero incapaces de dar un golpe en la mesa, las heridas, no sólo construyó esta Europa geográfica que hoy en día conocemos, sino que dio a la Historia un modelo de pensamiento y un sistema de formas arcaico sobre el cual, mejor o peor, con mayor o menor suerte, con todas sus taras, ha sido construida la identidad que puso a Europa como garante o epicentro de la cultura occidental.

Durante siglos así fue, la Historia tuvo un único centro de protagonismo y fue escrita a la medida y voluntad de una cultura que se laureó a sí misma como modelo central y único garante de universalidad. Fue el Proyecto Ilustrado traído por la Modernidad el que dio lugar a una primera experiencia de Globalización e impuso un único sistema de formas universalizado, oteando en el horizonte, ante la variabilidad cultural a que se enfrentaban los colonizadores; constituyéndose a sí misma, en palabras de Francisco Jarauta, en “centro del saber, del nombrar y del interpretar, [como unidad] de poder y dominio”. Así es como fue sucediéndose cualquier experiencia colonial: imponiendo un único modelo que haría de Occidente la cultura dominante de un mapamundi que, conforme pasaba el tiempo, parecía estrecharse. Pero este modelo entra en crisis tras la I Gran Guerra y, aunque durante el periodo de entreguerras, muchos fueron quienes trataron de re-instaurar la hegemonía europea re-pensando nuestra identidad, tras el segundo intento de matarnos entre todos, finalizada la II Gran Guerra, cunde el pesimismo entre todos aquellos intelectuales o artistas que trataron, quizá en vano, de evitar que el viejo navío zozobrara y de recomponer lo que Valéry llamó l’esprit de l’Europe.

La vieja Europa, enfrentada a sus propios traumas, que como viejos fantasmas se apropiaban de la mansión, dividida en bloques, endeudada con los vencedores, un excéntrico campo abonado al resentimiento, incapaz de cerrar sus propias heridas que, como los cascotes precipitados de sus más afamados símbolos, hacían mella en sus calles mientras se anunciaba una epidemia de hambre y miseria que duraría dos décadas, sufre una grave crisis de identidad que afecta a todos los campos del conocimiento y que tuvo una profunda repercusión en el marco político y geoestratégico mundial.

Éste fue el nuevo horizonte neoliberal que ha terminado por imponerse y ante el que los esfuerzos de Europa por mantener cierto espíritu heredado de la Revolución francesa y del Proyecto Ilustrado, dando lugar a lo que hasta hace un par de años llamábamos el “estado del bienestar” y esas clases medias, que, por momentos, hicieron enorgullecer a la Socialdemocracia europea, hoy en día ha entrado una vez más, y parece que por siempre, en crisis.

Desde el inicio de la Unión, tras toda la retórica ilustrada y post-revolucionaria con que disfrazaron la forma en que Europa, tratado tras tratado, claudicaba y perdía su hegemonía ante el Nuevo Orden mundial, el viejo continente siempre ha centrado todos los debates en torno a cuestiones domésticas (económicas, políticas y sociales), muchas veces demorando hasta el exceso su ampliación territorial y la inclusión de muchas de aquellas naciones que por historia y tradición participaban de ese sentimiento de identidad, y casi siempre dejando a un lado la reflexión del papel que debía asumir dentro del Nuevo Régimen, acrecentando, aun más si cabe, esta pérdida de hegemonía en un marco geopolítico globalizado.

“Pocas épocas como la nuestra se han visto sometidas a procesos de transformación tan profundos y acelerados que afectan por igual a sus estructuras económicas, políticas, sociales y culturales […] un nuevo orden mundial que ha transformado cualitativamente el sistema de poder heredado de la Segunda Guerra Mundial.”

Así describe Francisco Jarauta el contexto previo a la crisis sistémica que hoy nos afecta y que ha sido su detonante. Este Nuevo Orden mundial al que se enfrentaba Europa no hace mucho, digamos, hace cinco años, había dado lugar a una seria y preocupante transformación de lo político, principalmente a la transformación del “espacio” político clásico. Los estados-nación se habían visto superados (hoy es más que evidente) por instancias de poder supraestatales, y las decisiones políticas, aquellas conflictos de interés que sólo podían ser dirimidos en un espacio político (con todo lo que esto conlleva), estaban siendo sustituidas (y supeditadas) por la nueva lógica de intereses creados en torno a agentes económicos y financieros. Se trataba, como vemos, como estamos viendo hoy, de un Mundo gestionado por un sistema de intereses ajeno por completo a cualquier horizonte histórico o al bien común.

¿Por qué sufre así Europa? ¿Por qué el espíritu europeo se ve impotente e incapaz de dar un golpe en la mesa y se deja llevar por un juego de intereses que nos conducen a la barbarie?; dejando a un lado el hecho de que, una vez más, sean los de siempre los que, parece, nos van a abocar a una nueva guerra, como si a los europeos nos encantara, de forma cíclica, matarnos los unos a los otros, como una cita inexcusable con la historia, como un campeonato continental de un deporte que, de vez en cuando, todos también practicamos en nuestras casas, como hacen las culturas mediterráneas en la noche de san Juan, obligadas a arrojar a la hoguera, a las llamas, las cargas de todo el año, como forma de purificación para recomenzar una nueva vida.

La razón de todo esto se halla en una paradoja de la que los europeos no hemos sido del todo conscientes, resultado de habernos engañado a nosotros mismos. Superada la II Gran Guerra, Europa entera queda en deuda con EE UU y durante años vive periodos de escasez y miseria. Su prosperidad económica ha sido reciente; no olvidemos que hasta hace tres décadas, Alemania no había sido reunificada y que su actual apogeo económico comienza cuando termina de pagar sus deudas, como país vencido, a los vencedores. Durante la construcción de la Unión, debido al lugar estratégico que ocupaba como frontera de los dos bloques, le fueron concedidos unos privilegios que hicieron valer cada vez que un nuevo tratado era rubricado… Los factores por los que Europa fue configurada como lo fue durante la segunda mitad del siglo xx son múltiples y muy complejos, de modo que podemos ahorrarnos el reparto de poder dentro de la misma Unión. Lo importante, lo que quisiera destacar, fue el resultado: de todas estas concesiones, la consecuencia fue, en palabras de Jacques Le Goff, una unión con un “fuerte poder económico” y un “débil poder político” en un marco global donde los poderes financieros supranacionales, regido por su propia lógica de intereses, han secuestrado la potestad decisoria que anteriormente tan solo era facultativa de los estados-nación mediante imperfectos e insuficientes, pero más dignos, sistemas de representación. Esta paradoja es ahora a la que se enfrentan todos los estados-nación del planeta.

Son muchos quienes abogan (Francisco Jarauta cita varias alternativas y autores) por un cosmopolitismo de orientación kantiana capaz de reinstaurar lo político, amparado en nuevos espacios jurídicos e institucionales, dentro de este des-concierto post o supranacional. Y quizá, entre todo lo que se está escuchando últimamente, sea la salida más digna, puesto que la otra alternativa es la barbarie, el horror de dejarnos guiar hacia el abismo sin más orientación que unos intereses particulares carentes de toda legitimidad para enfocar el futuro de toda una especie.

Escribo esto a pocos días de la posibilidad de que Grecia decida abandonar la Unión (pese a las presiones y el intento de influir, con el miedo, por parte de la Troika, en los próximos resultados electorales que se celebrarán dentro de dos días) o de que la inviten a marcharse, de que sean los bárbaros quienes se apoderen de Europa en nombre de la civilización y la legalidad, en nombre de Europa.

Desconozco cuál será o deba ser el futuro de Europa, y mi ansiedad jamás ha mirado a la capacidad de influencia que ésta pueda llegar a tener en ese futuro desde un punto de vista geopolítico. Lo cierto es que pintan bastos. Lo cierto es que, tras Grecia, todas las culturas del Mediterráneo, las mismas que dieron un día nombre y cara al continente, pueden verse dejadas a su suerte, excluidas de su propia identidad, expulsadas de su propia casa. Lo cierto es que, tras todas las reclamaciones, de orientación ilustrada, que exigen la constitución de Nuevo Orden legal internacional capaz de restaurar lo político en un nuevo espacio supranacional, la ciudadanía está exigiendo como alternativa todo lo contrario: capacidad directa de decisión sobre aquellos asuntos que les incumben; capacidad de autogestionar los recursos y una radical descentralización del espacio político.

El debate que Oliveres propuso (¿Europa o no Europa?), creo, trataba de ocultar el auténtico debate: ¿qué Europa?

En todo esto pensaba hace unos días de vuelta a casa tras la charla de Arcadi Oliveres. Pensaba en que Europa se merecía a sí misma, en que valía la pena y en que Europa como proyecto debía ir mucho más allá de una unión económica, de un club exclusivo de amigos ricos al que solamente pueden pertenecer aquellos que han pagado puntualmente sus deudas. Pensaba que el Proyecto Ilustrado ha dado a su fin por agotamiento, por falta de ideas (además de otras razones más oscuras de las que muchas otras veces os he hablado). Pensaba que la auténtica paradoja no era la de un poder político supeditado a un poder económico; pensaba que la paradoja consistía en que quienes tienen la capacidad y el poder de decisión, quienes detentan el discurso y, por tanto, marcan la frontera de lo común cuando éste se hace sentido, abogan por un cosmopolitismo que restituya lo político más allá de cualquier frontera, cuando la población, todo lo contrario, encabeza de forma legítima la exigencia de encarnar y protagonizar el espacio político prescindiendo de cualquier instancia nacional o supranacional.

Pensaba, en definitiva, en que el mundo, hasta ayer, era muy aburrido y que, de improviso, nuestra generación se ha convertido en espectador e invitado de excepción de esta novela caprichosa y sin fin que es la Historia. Pensaba en una solución, a sabiendas de que los problemas, los acertijos, nunca tienen solución, simplemente se crean o se enuncian. Pensaba en que el futuro se dirimiría en los próximos meses, que probablemente no estaba escrito y que, pese al despotismo y fe ciega con que gobiernos e instancias nos estaban abocando a la miseria, al mismo tiempo tampoco existía la intención de llevarnos al precipicio, al cruce de caminos que suele arrastrar al mamífero a dejarse cazar o luchar hasta la muerte. Pensaba que Plaza Cataluña, una vez más, era una burbuja, y que todos aquellos que pasaban la tarde sentados en las abarrotadas terrazas de Rambla Cataluña ni tan siquiera podían entrever las tribulaciones con que me dejaba llevar y retomaba el camino a casa con cierta apatía. Pensaba, memos mal, que había hecho bien en callarme; que mi timidez ante las masas, en esta ocasión, había sido buena consejera. Pensaba en mi mañana y no veía nada, e incluso pensaba que era demasiado joven para eso y que era una pena. Pensaba también en lo cansado que me encuentro, cuando todo esto no ha hecho más que empezar.


Pensaba en que últimamente todos nos las vemos con sentimientos encontrados.







Barcelona, 15 de junio de 2012




* El artículo de Paco fue publicado por Le Monde diplomatique en diciembre de 2010, nº 182. Desconozco si puede encontrarse en Internet, pero yo tengo un PDF y se lo puedo adjuntar por mail a quien desee leerlo.