martes, 7 de agosto de 2012

Fragilidad


Hay cualidades que se les arrebatan a las cosas.

(Tú también eres una cosa.)

Se las fuerza con nuestra herramienta más eficaz, la mirada; como si doblegando al más débil fuéramos capaces de enmendar nuestra impotencia.

Hay quienes reconocen oscuras razones en nuestras artes bibliotecarias con el mundo y las cosas; aunque, sencillamente, somos incapaces de vivir en este mundo de pliegos faltos de numeración y legajos sin catalogar.

De esta manera procede el bibliotecario: enumera cada disciplina, asigna un valor al nombre, etiqueta todos los volúmenes y sacude los suspiros que, como polvo, quedan atrapados entre sus páginas con el desconcierto y temor a que este vínculo nonato entre el nombre y el número resista a las, en el fondo, infecundas artes de su magia ilustrada.

Así ha sido desde aquel instante olvidado en que cruzamos el umbral sin retorno, forzando los límites del mundo, para tallar con cinceles sobre piedra las palabras o imágenes con que el sonido de cada cosa, cuando el mundo aún “parecía” tener voz, configuraba la forma de lo que siempre fue informe.


… y los nombres trocaron palabras, y las palabras se adjudicaron los nombres.


Y después de todo ello… vino el silencio; un silencio ensordecedor, dispuesto de palabras y voces que no callan, y mienten, como solamente las palabras se atreven a mentir, con esa mendacidad con que la sal cristaliza formando caprichosas figuras cuando desciende la marea de una playa ignota.


¿Fue entonces cuando olvidamos su origen?

Sí, fue entonces.


*

Hay cualidades, también, que las cosas nos ocultan.

… porque las cosas, cuando (nos) hablan, cuando concedemos la palabra al mundo que nos rodea, también mienten.

(Pero mienten para sí, a su manera, para mostrarse a sí mismas.)

De forma que esta reserva, que ese rubor, es su mayor revelación.

Así dan cuentan, sin querer darnos cuenta, de todo aquello que las hace únicas, para mostrar la extremada delicadeza de su singularidad.

Todo aquello que no puede ser reducido, más que a sí mismo, todo cuanto se resiste a la palabra, es el ámbito de lo innombrado.

Y este ahí que se esfuerza por llamar nuestra atención, que se nos ofrece de forma desinteresada, esta entrega amatoria, constituye la Vida, alumbrarla en mayúsculas.


*

Sólo basta anular la mirada para comenzar a ver.


(¡Si fuera tan sencillo…!)


De pronto, todas aquellas cualidades esenciales de las cosas se tornan secundarias, e incluso el diamante desvela su fragilidad.

La fragilidad no es una cualidad de las cosas, la fragilidad es una condición imprescindible para la Vida, puesto que sin ella, no (nos) harían falta palabras o nombres, puesto que sin ella, no habría nada que expresar… no habría cosas.

La expresión -cualquier enunciado-, por básica que sea, guarda el temor de todo lo que hay ante su fragilidad, a la vez que nos muestra, velado, el único prodigio de estar vivo: esa constancia en el decir, esta obstinada manera de ocultar(nos), esa implacable forma de estar-a-la-vista, de permanecer ahí, con que se despliega lo que trasciende al ser, el modo último de lo primigenio.

El carnaval comienza con la palabra, con la que la máscara entabla un relato convincente mediante un diálogo consigo misma, y aunque todos sabemos que, tras ello, se oculta lo perecedero, los más frágil, depositamos toda nuestra atención en su armazón, olvidando que el mayor milagro es ese mismo acontecer.

Y es así como tomamos consciencia del prodigio de estar vivos: cuando la fragilidad de todo lo que nos rodea, de improviso, se hace latente.


*

El ente es el cuerpo, y este cuerpo no soy yo. Yo es la palabra con que configuramos la unidad y expresamos el deseo de permanencia del ente que es el cuerpo.

Del mismo modo que envolvemos cuidadosamente con papel de periódico los utensilios delicados para la mudanza antes de introducirlos a cada uno en su caja correspondiente, el yo protege y disimula esa fragilidad mucho antes de asignarse a sí mismo el lugar “que le corresponde”.

Y esta correspondencia se hace necesaria siempre y cuando supere cualquier prueba de fuego frente a la palabra.

Mientras el nombre da cuerpo al ente que descubre su fragilidad, es la palabra, con su dialéctica de locos, la que pretende ocultar el inicio, o aquello que da lugar a cualquier sonido, con este batiburrillo que llamamos logos.

Y nos consolamos con la afirmación de que en el principio fue el verbo, como tristes advenedizos compitiendo por un nuevo título nobiliario, para olvidar que nosotros y todo lo que nos rodea tiene su razón en la fragilidad, que es esta fragilidad el origen del Ser y que la combinación de unos átomos de hidrógeno, oxígeno y carbono, con esa proporcionalidad tan carismática, no es más que un milagro poético, una forma de decir que todo cuanto se sostiene a nuestro alrededor, es contingente y reversible, en todo caso irrepetible, necesariamente fugaz.

Está en todas partes, siempre (en-todo-)ahí; rara vez nos apercibimos de ella.

Pocas ocasiones nos la recuerdan y nos hacen declamar, con esa carencia arrítmica de quien ha vuelto a contemplar por unos segundos eso que siempre está a la vista y en contadas ocasiones se deja mirar, una palabra, fonéticamente hablando, preciosa, cuyo significado tizna de valor y sentido este ejercicio bizantino que supone abrir los ojos cada mañana.


*

A veces nuestros cuerpos se rompen, y la es la enfermedad lo que nos despierta a este insondable. A veces es una imagen lejana, en un país que desconocemos, del que sólo hemos oído hablar por guías y relatos de viaje, del que sólo tenemos constancia por fotografías de algún conocido frente a un monumento, la que nos recuerda eso que nos hace a todos compañeros de armas y nos ayuda a comprender la suerte que nos acompaña cada día; la única verdad de nuestra condición.

A veces tiemblan frente al espejo, ante a la marca de la enfermedad. Otras se dirigen seguros, con un pitillo en la boca y la altanería de quien sabe que la suerte está echada, hacia el improvisado cadalso (siempre un muro en ruinas a las afueras de un ciudad en llamas). En otras ocasiones, homines sumus, entre gritos o sollozos, se dejan arrastrar de cualquier manera, horrorizados ante su propia y redescubierta fragilidad, incapaces frente a un final de cuya certeza nos han hablado y ahora es algo más que una certeza. A veces ofrecen resistencia, otras muestran orgullo y miran de frente a sus verdugos. A veces quisiéramos apartar la mirada. A veces tomamos consciencia de que esas escenas pueden reproducirse en nuestra propia casa.

La Vida sólo busca su oportunidad, y el auténtico prodigio, el verdadero milagro, como ya dije una vez, parafraseando el título del film de Emir Kusturica, es que no sucumba a su propia fragilidad.