viernes, 27 de enero de 2012

Invierno


El invierno comenzó hace seis años, a la hora de la siesta, en septiembre, un par de días después de defender frente al tribunal aquello que, por entonces, repetía con entusiasmo: que un escritor no es más que un tipo que escribe.


Supe entonces, desde el primer momento, que éste sería el invierno más frío, porque llegó la madrugada y continuaba vomitando y porque, diez días después, no había sido todavía capaz de sentarme a escribir una sola línea.


Cuando, al fin, derramaron, las palabras, a borbotones, cubiertas de fina escarcha, como dagas hirientes, ya no era palabras, eran otra cosa. Lo supe entonces y, mi tesis, se confirmaba conmigo mismo.


Alguna otra vez he sentido arcadas, pero no he vuelto a vomitar como aquella vez; quizá, de alguna forma, había quedado inmunizado y recubierto por aquella pátina de hielo.


Creo que estuve enfermo, muy enfermo, durante meses; quienes me conocieron por aquellos días lo atestiguan, los amigos de siempre saben que mis sonrisas nunca han vuelto a ser tan espontáneas. Uno de ellos vino a recogerme una mañana de hipotermia y me llevó con él al Sur.


Pero allí también era invierno y llovió durante varias semanas seguidas, y yo, que soy un escarabajo pelotero, regresé a Barcelona arrastrando conmigo la lluvia y el invierno. Y, pese al invierno, a veces sonreía, y escuchaba canciones camino del trabajo, aquel edificio de despachos cerrados, donde yo dejaba abierta siempre la puerta del mío y me distraía observando a la gata del despacho vecino, que solía dormir en horas de trabajo sobre la mesa de reuniones cuando no deambulaba adormilada por los pasillos.


Yo sólo alcanzaba el sueño tratando de leer tumbado sobre la hierba del parque (yo sólo consigo dormir en los parques; debería cambiar esta cama por un parque).


La vida transcurría sin anécdotas, los días se diferenciaban porque había que cambiar de novela, cuando se acababan, y porque los achaques de las bicicletas del Ayuntamiento hacían de cada mañana una aventura.


Hubo un verano en que creíamos que este invierno llegaba a su fin, pero no fue así: Agosto se deshizo en lluvias, el frío persistía y las personas desfilaban con sus máscaras, disfrazadas, a mi encuentro, para desvanecerse, como la luz y los días, como las palabras que no se sabe bien por qué son dichas, con el mismo ímpetu gélido con que aparecieron.


Y en la crudeza de este invierno, di con otros que también lo padecían, hartos de esta trilogía del hambre, el sueño y el frío, y algunas noches aullábamos a la luna en manada ebrios de desesperanza, con la temeridad de quien no espera nada del mañana; algunos más sutilmente que otros.


Por momentos tengo la esperanza de que, de alguna forma, concluya esta estación; por momentos, ese deseo, colapsa nuevamente contra la realidad. Y en esta vorágine, otro patético escritor que no escribe.