miércoles, 27 de febrero de 2013

Spleen (IV)



Hay épocas o días en que no pienso en nada; simplemente atiendo las necesidades de este cuerpo que soy yo y gasto las horas haciendo de maestro de ceremonias con cuantas domésticas sensaciones nos salen al paso.

Ésta es la forma en que estar vivo se convierte en un trastorno severo, el cual me obliga a andar somnoliento durante el día y a alargar la siesta, para cerrar el ciclo que, necesariamente, me arrastra a lacerantes y continuadas noches en blanco que, a la larga, terminarán por arruinar mi salud.

Y por esto, por beber de este fármaco al que me conjuro, me doy a la palabra que, inevitablemente, me deposita, como un estrato más de la misma historia, en terreno común, que es terreno de nadie, pese a la esperanza intacta de ascender a la falla donde se quiebra el lenguaje, las palabras enmudecen y sabes que no hace falta decir nada, que todo está dicho.


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Madrugué el otro día y, mientras fumaba distraído y auspiciado por un sol tenue e incapaz de enfrentarse y vencer a estos días de escarcha, remedaba la misma sensación de incomodidad que me asaltaba de niño cada mañana camino de la escuela. Saboreaba esta afección de los sentidos como un triunfo, como un regalo o una caricia que alguien me brindaba. De vuelta a casa, pude dormir varias horas seguidas sin interrupciones.

Había pasado unos días con fiebre, una de estas madrugadas me sorprendí delirando y abrazado a mi almohada; horas después, asomado al pasillo, pronuncié en voz alta una palabra y me detuve unos segundos esperando la respuesta. Luego, estuve un tiempo indeterminado tumbado recreándome en el silencio.

Otra noche llamé a una puerta, pero alguien me despidió diciendo que estaba ocupada, que durmiera y que mañana sería otro día. “Alguien” no recordaba que me horrorizan las noches en blanco y que todos los días se parecen demasiado a sí mismos. “Días” más tarde creí ver un fantasma subido a una de las bicicletas del Ayuntamiento, si no fuera porque sé que ningún fantasma respeta los pasos de cebra cuando se circula a toda prisa.

Apenas he salido a correr por el parque estos dos últimos meses, el frío y la desidia me tienen aletargado. Bien abrigado, hay días que me la juego y salgo a caminar. Este domingo crucé la ciudad persiguiendo el manto blanco de nieve con que estaban cubiertos los montes que la rodean. Desde una de sus laderas, casi sin aliento, con un cigarrillo entre los dedos que apenas me atrevía a apurar, observaba hipnotizado las calles inclinadas e interminables que hacen que esta zona de la ciudad me recuerde a las postales de San Francisco.

Esta tarde me ha extrañado la familiaridad con que me he emocionado escuchando canciones que, hace mucho tiempo, no escuchaba.


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No hay nada de mágico o extraño en todo ello. Todo lo contrario, forma parte de la experiencia prosaica de estar vivo. En todo caso, simplemente te recuerda… eso, que estás vivo.

Yo no soy un ángel, nunca he querido serlo; supongo que por eso siempre he antepuesto la prosa a la poesía.


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martes, 5 de febrero de 2013

— eine Ethik


El otro día regresaba a casa –y ya sabéis algunos cómo son mis regresos a casa- acompañado por esta reiterada sensación (tan mía) de que la vida está en otra parte y de que vago por la vida hablando un lenguaje que muy pocos comprenden. Había mantenido una conversación con un par de personas, qué más da el contexto o las circunstancias; una conversación sobre asuntos de actualidad que cualquiera puede imaginar y que, no sé muy bien cómo, derivó en un soliloquio mío sobre los males del idealismo que pretendía concluir, sin mucha pompa, con una proclama vitalista y escéptica semejante a las que suelo dejar escritas en estas páginas. No recuerdo muy bien, pero, al parecer, entre mis rimbombantes palabras dejé escapar algunos nombres. Sólo sé que, antes de que pudiera terminar lo que estaba diciendo y aprovechando el vacío que dejó mi voz mientras yo, como me suele ocurrir, trataba de ordenar de alguna manera el caos de razonamientos que me asaltan cuando quisiera expresar una idea, alguien cortó la conversación de forma tajante con un ¿Heidegger, pero ése no era nazi?

Hubo unos segundos en que hubiera querido explicar que me importa un bledo la vida (privada o pública) de Heidegger y que, si lo había nombrado, eso no quería decir que yo estuviera de acuerdo (ni todo lo contrario) con todo lo que él tuvo a bien o mal dejar dicho. También me hubiera gustado "apuntalar" algunas cuestiones sobre el fenómeno de la cita en sí mismo y las distintas intencionalidades con que nos podemos encontrar tras cualquier acto referencial de este tipo… Hubiera querido decir muchas cosas, sí, pero es que, antes de que pudiera decir nada, mi interlocutor volvió a la carga con la libertaria sentencia yo no leo a nazis, mientras me observaba de arriba abajo con desconfianza, como si fuera la primera vez que me viera o como si fuera la primera vez que "realmente" me hubiera visto.

Desarmado ante tamaña elocuencia, aplomado por la Verdad cuando se me muestra junto a algún epígrafe categorial de buen uso y acompañada de esa actitud hostil con que el moralista cree necesario impartir su justicia imperecedera, volvía a casa, ya digo, con la profunda sensación de que si me dispusiera a gritar de forma que mi aullido pudiera traspasar los lindes de la ciudad, pocos podrían escucharlo, y de que esta sed me acompañará hasta el último día.

Ya en casa, en mi cuarto, por fin aturdido con un pitillo ardiente entre los labios, busqué el panfleto que había tratado de recordar todo el camino de regreso. Recordaba su inicio, — eine Ethik, también alguna de sus líneas. Volví a leerlo, como aquella noche de hace quince años, pero aquél, que era yo, ahora era otro, no era yo.

Todos hemos sido, alguna vez, idealistas, forma parte de nuestra condición. No los odio, pese a que me irriten (porque yo también sufrí esta enfermedad y me recuerdan a mí mismo). Sí odio el moralismo (ya sea el conservador o el de las izquierdas), no lo soporto.

El moralismo es una consecuencia inevitable del idealismo, cuando se es un idealista consecuente, aunque también es un fenómeno de su tiempo. Volví a leer el texto, mi atención, esta vez, no podía evitarlo, se desviaba tratando de discernir qué palabras pertenecían a Hegel, a Schelling o a Hörderlin; aquella lectura ya no era posible.

Eran jóvenes e idealistas, ansiaban otro mundo, otras formas que la época ya demandaba con insistencia. Años más tarde, Marx y Engels, emulando a sus predecesores, escribirían el Manifiesto comunista.

Hegel, Schelling y Hörderlin, en un gesto muy platónico, proclamaban la necesidad mesiánica de una filosofía-poética, en el sentido estético y epistémico que ya anticipan en su manifiesto y que más tarde irían desarrollando cada uno desde su propio lugar. La historia o el destino hizo que este testigo fuera tomado por un economista, que asumió una variante positiva, materialista, de ese idealismo.

Cuando levanto la vista y me enfrento al día, me pregunto con insistencia qué es lo que queda todo aquello, de esos documentos de cultura de los que hablaba Benjamin, de estas actas fundacionales que nos hicieron memorizar con orgullo en escuelas, institutos o universidades. No es una pregunta inocente. Nada es inocente a estas alturas (nunca confiéis en una frase hecha).

Basta con echar la vista atrás, contemplar los documentos fundacionales de nuestra cultura, para advertir el colapso, la decadencia, de nuestra especie y de lo que creímos una gran obra histórica. El final ya está dado; es la imprecisión de su visión lo que nos atormenta.

Aparté el panfleto y quise olvidar a los idealistas alemanes, pero cada vez que me venía a la cabeza el lamentable espectáculo que estamos presenciando, no podía evitar repetir en voz alta — eine Ethik.

No soy el primero, como es evidente, que ha señalado que la crisis de Occidente no es sólo económica; ya lo hicieron ellos hace más de dos siglos.

El espíritu de la época ya no es el mismo: nadie se asomará a la historia para demandar la necesidad de otra ética, pese a que la ética capitalista ya sólo agrada a sus gestores y beneficiarios.

No creo en la posibilidad de "... una ética" en el sentido en que la exigieron estos idealistas alemanes y, por esta razón, las palabras de Hegel, Schelling y Hörderlin retumban a cada paso que doy desde entonces, como anuncio de una catástrofe que no cesa, de esta catástrofe anunciada que yo quisiera, llevado por un instinto sacrílego de muerte, acelerar para erguirme sobre sus ruinas y por fin, esta vez sí, prorrumpir a carcajadas en un delirio ensordecedor que atormentaría por siempre a los hijos de nuestros hijos.


No puedo evitar soñar con una noche sin fin.
Y yo quisiera, eternamente, abrazarme a ella.



(¿Entendéis ya por qué no escribo?)


*

Primer programa de un sistema del idealismo alemán (1796/97?) [Hegel, Schelling y Hörderlin]

... una ética. Puesto que, en el futuro, toda la metafísica caerá en la moral, de lo que Kant dio sólo un ejemplo con sus dos postulados prácticos, sin agotar nada, esta ética no será otra cosa que un sistema completo de todas las ideas o, lo que es lo mismo, de todos los postulados prácticos. La primera idea es naturalmente la representación de mí mismo como de un ser absolutamente libre. Con el ser libre, autoconsciente, emerge, simultáneamente, un mundo entero —de la nada—, la única creación de la nada verdadera y pensable. Aquí descenderé a los campos de la física; la pregunta es ésta: ¿Cómo tiene que estar constituido un mundo para un ser moral? Quisiera prestar de nuevo alas a nuestra física que avanza dificultosamente a través de sus experimentos.

Así, si la filosofía da las ideas y la experiencia provee los datos, podremos tener por fin aquella física en grande que espero de las épocas futuras. No parece como si la física actual pudiera satisfacer un espíritu creador, tal como es o debiera ser el nuestro.

De la naturaleza paso a la obra humana. Con la idea de la humanidad delante quiero mostrar que no existe una idea del Estado, puesto que el Estado es algo mecánico, así como no existe tampoco una idea de una máquina. Sólo lo que es objeto de la  libertad se llama idea. ¡Por lo tanto, tenemos que ir más allá del Estado! Porque todo Estado tiene que tratar a hombres libres como a engranajes mecánicos, y puesto que no debe hacerlo debe dejar de existir. Podéis ver por vosotros mismos que aquí todas las ideas de la paz perpetua, etc., son sólo ideas subordinadas de una idea superior. Al mismo tiempo quiero sentara aquí los principios para una historia de la humanidad y desnudar hasta la piel toda la miserable obra humana: Estado, gobierno, legislación. Finalmente vienen las ideas de un mundo moral, divinidad, inmortalidad, derrocamiento de toda fe degenerada, persecución del estado eclesiástico que, últimamente, finge apoyarse en la razón, por la razón misma. La libertad absoluta de todos los espíritus que llevan en sí el mundo intelectual y que no deben buscar ni a Dios ni a la inmortalidad fuera de sí mismos.

Finalmente, la idea que unifica a todas las otras, la idea de la belleza, tomando la palabra en un sentido platónico superior. Estoy ahora convencido de que el acto supremo de la razón, al abarcar todas las ideas, es un acto estético, y que la verdad  y la bondad se ven hermanadas sólo en la belleza. El filósofo tiene que poseer tanta fuerza estética como el poeta. Los hombres sin sentido estético son nuestros filósofos ortodoxos. La filosofía del espíritu es una filosofía estética. No se puede ser ingenioso, incluso es imposible razonar ingeniosamente sobre la historia, sin sentido estético. Aquí debe hacerse patente qué es al fin y al cabo lo que falta a los hombres que no comprenden [nada de las] ideas y que son lo suficientemente sinceros para confesar que todo les es oscuro, una vez que se deja la esfera de los gráficos y de los registros.

La poesía recibe así una dignidad superior y será al fin lo que era en el comienzo: la maestra de la humanidad; porque ya no hay ni filosofía ni historia, únicamente la poesía sobrevivirá a todas las ciencias y artes restantes.

Al mismo tiempo, escuchamos frecuentemente que la masa [de los hombres] tiene que tener una religión sensible. No sólo la masa, también el filósofo la necesita. Monoteísmo de la razón y del corazón, politeísmo de la imaginación y del arte: ¡esto es lo que necesitamos! Hablaré aquí primero de una idea que, en cuanto yo sé, no se le ocurrió aún a nadie: tenemos que tener una nueva mitología, pero esta mitología tiene que estar a servicio de las ideas, tiene que transformarse en una mitología de la razón.

Mientras no transformemos las ideas en ideas estéticas, es decir en ideas mitológicas, carecerán de interés para el pueblo y, a la vez, mientras la mitología no sea racional, la filosofía tiene que avergonzarse de ella. Así, por fin, los [hombres] ilustrados y los no ilustrados tienen que darse la mano, la mitología tiene que convertirse en filosófica y el pueblo tiene que volverse racional, y la filosofía tiene que ser filosofía mitológica para transformar a los filósofos en filósofos sensibles. Entonces reinará la unidad perpetua entre nosotros. Ya no veremos miradas desdeñosas, ni el temblor ciego del pueblo ante sus sabios y sacerdotes.

Sólo entonces nos espera la formación igual de todas las fuerzas, tanto de las fuerzas del individuo [mismo] como de las de todos los individuos. No se reprimirá ya fuerza alguna, reinará la libertad y la igualdad universal de todos los espíritus. Un espíritu superior enviado del cielo tiene que instaurar esta nueva religión entre nosotros; ella será la última, la más grande obra de la humanidad.