miércoles, 24 de julio de 2013

Rai


No había cumplido aún 25 años el día en que llegué a Barcelona. Atrás dejaba una primera juventud invertida en bibliotecas y aulas de universidad; en los bares, cafés y restaurantes en los que trabajé para pagar mis estudios y mantenerme, refugiado en la fantasía de una vida que estaba en otra parte.

Había dado pasos erráticos por otras ciudades, por otras universidades… pero cinco años antes de pisar Barcelona, volví a recalar en mi ciudad de origen para comenzar la carrera de Filosofía.

Tras dos años de carrera y una “crisis” que casi termina conmigo y que comenzó una noche que cayó en mis manos un ensayo de Nietzsche (y de la que logré curarme encerrado un año y medio pintando cuadros que regalaba a todo aquel que viniera a visitarme), sin habérmelo propuesto, comencé a obtener altas calificaciones en gran parte de las asignaturas. Era intuitivo, caótico (asistemático lo llaman algunos) y lo suficientemente neurótico como para establecer originales referencias y conexiones en torno a todas aquellas teorías. Y así me hice, cada día, más iconoclasta; mientras comenzaba a salir de mi mundo. Me licencié y, gracias a este esfuerzo, a aquella pasión con que viví esos años, obtuve una beca para comenzar los estudios de doctorado en Barcelona.

Durante unos meses, los únicos de mi vida, casi pude acariciar esa vida que siempre antes había estado en otra parte. Fueron años introspectivos, también muy reflexivos, dedicados esencialmente a temas que no suelen ocupar las mentes de quienes tienen por prioridad mantenerse con vida hasta el final del día; así, uno tras otro.

No sé muy bien cómo o cuándo la frenética sucesión de acontecimientos desembocó en el punto en el que ahora arranca esta voz que escribe. Las miradas se quiebran y los parasiempres son meros juegos de palabras… No está bien trazar estas causalidades.

El caso es que llegó ese día en que comencé a ver cómo cada puerta, todas ellas, se cerraba sin que yo pudiera cruzar el umbral del lugar que nos(me) habían prometido, mientras yo corría, subido a alguna bicicleta, robada o legítima, tratando, en vano, de anteponerme a lo que, retrospectivamente, ha dado forma a este hado.

Sin haberlo previsto, sin necesidad y con una juventud que cada día que pasa se me escapa aún más de entre las manos, comenzó esta nueva gira errática que quienes me visitáis habréis podido reconstruir con mis palabras de los últimos meses (¿o van ya tres años?).

No sé.

Mientras todo esto sucedía, mientras cada giro o truco de magia con el que agónicamente intentaba escapar a esta humanidad que nos acecha era rechazado con una bofetada, en el mejor de los casos, y el continuo fracaso se convertía en una constante en mi vida, el destino sepultaba a la persona en la que me había convertido y un halo de inseguridad se ha ido apoderando de cada una de mis palabras y mis decisiones.

La peor de las desconfianzas es la que uno se da a sí mismo.

Todas las estaciones han sido de paso, pocas cosas han quedado y esas pocas han sido las que me han salvado la vida una y otra vez.

Y así me asomaba a la ventana, como el animal herido, para observar incrédulo y rencoroso la facilidad con que todos a mi alrededor medraban y cumplían sus ciclos vitales cuando yo era expulsado cada día del paraíso sin que nadie alcanzara a ofrecer una explicación. Porque cada día se sorteaba la suerte de la gracia o la desgracia y mi nombre, en muchas ocasiones, ni tan siquiera se encontraba en ese bombo.

Luego llegó todo lo demás, por inercia, porque yo estaba allí y porque en un principio, en aquellos días, todo parecía posible. Y hubo algún instante en que casi llegamos a tocar el cielo

Volvió la sed y el frío; esta insoportable sed que me abrasa la garganta y me hace decir idioteces; este frío que me paraliza incluso algunas noches de verano (como ésta).

No malinterpretéis mis palabras. Ya os lo dije, nosotros no somos ángeles; yo menos, yo no soy nada.

No me arrepiento de mis palabras. No arrepentirme de ninguna decisión es otra de tantas decisiones. El único reducto de mi libertad es este espacio, en el que, aunque cada día sea menos anónimo, me niego a la autocensura. Los funcionarios de los cuerpos de seguridad no saben cómo tomarme, y eso es divertido. Los que me visitáis, gran parte, no me conocéis, y eso me hace ser aún más libre, puesto que no me veo en la obligación de ser fiel a mí mismo y puedo hacer cuantas pruebas quiera en esto que para mí no es más que un laboratorio de experimentación (en el que he aprendido mucho) y un bizarro y constante ensayo de mí mismo.

Yo soy Rai y me sienta mal cualquiera de los trajes con los que hay que salir a la calle; dejadme, al menos, ser aquí. Mi única promesa es que, a cambio, y como podéis comprobar, siempre comparezco desnudo. Y todos sabemos que, hoy en día, las comparecencias escasean y los cuerpos tienen hambre, sed y sueño.