De entre todas las esquinas del Raval, la que mejores, más decentes, recuerdos me evoca, más que cualquiera de las que suelen quedar retratadas en las guías turísticas, es la plaza del Pedró. Un espacio triangular, resultado de la confluencia de dos calles históricas de Ciutat Vella, el carrer del Carme y el de l’Hospital, antiguas vías medievales de entrada y salida a la ciudad por su muralla occidental, de la que todavía podemos observar hoy sus huellas junto al museo marítimo, cerca de Drassanes, por donde da comienzo la ronda de San Pau, testigo, hoy, de su antiguo trazado.
Se trata de un lugar sombrío, con olor a orín y frecuentado por vagabundos y desocupados, amigos del vino barato, los chistes fáciles y las disputas a la hora de la siesta, al que sólo alcanzan los rayos del sol a determinadas horas del día y que suele quedar anegado cuando llueve, resguardado por la iglesia de Santa Eulalia y la capilla románica de St. Llàtzer, de un antiguo hospital de leprosos, hoy rehabilitada, con una fuente en su centro sobre la que se yergue el monumento a la que fue patrona de Barcelona hasta el siglo XVII, razón por la cual, el nombre Eulalia, Laia, es común en Cataluña. Según la leyenda o la tradición oral, que vienen a ser la misma cosa, el cónsul Deciano la condenó a torturas y artes disuasorias de todo tipo y, antes de crucificarla en la plaza del Ángel –frente al actual museo de arte contemporáneo-, introducida en un tonel, fue rodando por lo que hoy es el carrer del Carme hasta la plaza, donde fue expuesto su corazón clavado en una cruz de San Andrés como escarnio y como advertencia para quienes desobedecieran las leyes de Roma.
Esta fuente-monumento, inaugurada a principios del siglo XIX para dotar de agua a un barrio que fue y ha sido siempre pobre, es en la actualidad el elemento más representativo de la plaza y “baúl” improvisado de quienes hacen vida y, en algún caso, duermen en ella. Con una portezuela en su base que da acceso a un habitáculo, en principio, de uso exclusivo del Ayuntamiento, es lugar de encuentro, no sólo de devotos extraviados o transeúntes confundidos por los viejos callejones de la ciudad, que aprovechan para hacer un alto en el camino y beber de su agua, que yo no recomendaría, de quienes allí “viven”. Podemos verlos desde primera hora de la mañana, “aseándose” en la fuente, guardando sus “camastros” en el habitáculo y escogiendo las prendas del día de entre bolsas de basura repletas de ropa usada que guardan en el interior de la fuente. Allí pasan el día y la noches, protegidos por cartones en la falsa esquina que los parapeta del frío entre la capilla de St. Llàtzer y el carrer de l’Hospital.
Durante un año viví junto a aquella plaza y, como me suele ocurrir, terminé por hacer migas con los vagabundos de la zona. En todos los barrios de Barcelona en los que he vivido, al final, mis únicos “amigos” han terminado siendo estos personajes que sólo faltan en algunos barrios, y siempre por alguna casualidad, pero ésa es otra historia. En este caso, la casualidad que me hizo deparar en los habitantes de la plaza del Pedró fue Eulalia, Laia, pero no la de piedra, sino una mujer que rondaba la sesentena, de mirada suspicaz, dura y arrugada, enorme, gruesa, que paseaba por el lugar como si fuera el salón de su casa saludando a los vecinos o hablando sola, en bata y zapatillas, con el pelo, que algún día fue rubio, grasiento y revuelto, amarillento, que solía llevar recogido con un sombrero inconfundible, horrible, de color carmín con flores azules.
Siempre he temido ir a comprar cualquier cosa a una tienda y no tener dinero para pagarla, razón por la cual, rara vez voy con los bolsillos vacíos y me cuido mucho, antes de entrar a comprar nada en algún lugar, de comprobar que llevo el dinero suficiente para el caso. Aquella mañana no lo hice, entré en el estanco y pedí mi tabaco de costumbre; allí estaba Laia, conversando con la estanquera mientras miraba hacia el suelo con gesto enfurruñado. Cuando fui a pagar me di cuenta de que me faltaban cinco céntimos y, como digo, pasé apuros para explicar a la estanquera que vivía a quince metros de allí y que en un minuto le traía la moneda que me faltaba. Pero sucedió algo, algo extraño, porque todo lo bello, en eso consiste la belleza, es extraño y acontece sin pedir permiso. Laia sacó cinco céntimos del bolsillo enorme de su bata y los puso sobre el mostrador, sin decir una palabra ni mirarme a los ojos. La estanquera ni se inmutó, cogió la moneda del mostrador y la echó sin miramientos a la caja. Le di las gracias y, por un segundo, sólo un instante, Laia, fijó sus grisáceos y cansados ojos en los míos y dijo con brusquedad y voz grave: “ya me los devolverás otro día”.
Tuve varias oportunidades para devolverle aquellos cinco céntimos a Laia, pero ella nunca me los aceptó; sólo aceptaba una botella de vino o de cerveza, rara vez comida. A raíz de aquello, fui conociendo a los vecinos o habitantes de la plaza del Pedró y, gracias a ellos, pues ella solía ser más bien discreta, hermética o introvertida, pude ir recomponiendo, salvo algunas lagunas, la historia de
Muchas noches, cuando no tenía dinero para salir a cenar y tomar unas copas con los conocidos de la ciudad, solía comprar unas latas de cerveza en la calle y me sentaba con ellos en el escalón de la base de la fuente a escuchar los rumores de la plaza del Pedró, cuando la conversación decaía o declinaba en algo muy propio de quienes viven en la calle, cuando, cada uno, mirando a ningún sitio, comenzaba a hablar solo, para sí mismo, articulando palabras, imágenes y personajes inconexos, fijaba mi vista en Laia, en su piel curtida y arrugada, sentada, hierática, con esa sabiduría en la mirada de quienes ya no creen en nada y saben reconocer al minuto qué o quiénes merecen la pena en esta vida, en aquellos ojos que, por momentos, sólo unos instantes y sólo en esas circunstancias, dejaban entrever cierto brillo, mientras tarareaba canciones de otra época que yo nunca sabré reconocer. Entonces me despedía, allí los dejaba, cada uno con sus voces, dando vueltas por el triángulo de la plaza... Laia siempre me hacía un gesto con la cabeza, una leve inclinación, simplemente. Nunca me dijo hasta mañana.
Hacía un año que me había trasladado a vivir al barrio de Gracia y, como digo, hace un año que no cruzaba la plaza del Pedró. Quería saludar a los “amigos”, pero apenas reconocí a alguno, las caras habían cambiado, las voces eran las de siempre. Me acerqué al estanco y pregunté por Laia, sabía que la estanquera y ella eran viejas amigas, quién sabe de qué tiempos. Cuando pronuncié su nombre, ella me miró a la cara, haciendo un esfuerzo por reconocer o quizá tratando de adivinar si yo era o no alguien de fiar. Tras unos segundos, con indiferencia fingida, la estanquera me comentó con brusquedad que “a
No son, estos, tiempos heroicos, apenas queda gente así, y soy muy consciente de que el viejo neorrealismo y sus personajes no son más que eso: viejas película o novelas, que morirán, supongo, junto con quienes saben disfrutarlas. Aquellos que conocen, frecuentan y viven en el Raval desde hace años, quienes han visto pasar el siglo en sus calles y ambientes, suelen hablar o comentar con nostalgia o acritud, según el caso, que este barrio no es lo que fue y ya nunca podrá serlo. Tienen razón, cierto que no ha llegado a los niveles de esnobismo que sí ha alcanzado el barrio de