Resulta triste y en algún grado, indeterminado, terrorífico, a día de hoy, observar manifestaciones o exaltaciones patrióticas, no exentas de histeria, similares a las que pudimos observar no hace mucho en el continente europeo; más aún cuando, tras lo sucedido quedó planteada cierta voluntad de renunciar a nuestra propensión maniquea para dar paso a la pluralidad y a la diversidad que nos corresponde, como especie biológica y como sujetos sin aura trascendental. No comprender esto constituye una involución, en el pensamiento y en la historia.
El caso del Estado español, en el marco europeo, es buena prueba de ello y quizá pueda sentar cátedra dentro de unos años. Las distintas identidades o sensibilidades, amparadas en determinadas tradiciones culturales y lingüísticas son caldo de cultivo para una nueva forma de intolerancia y exclusión, comienzan a inocular el germen para una sociedad enferma (neurótica) cuyo conflicto social en los años venideros está de sobra anunciado.
Vallamos por pasos y relatemos esta realidad para dar con esta cualidad enfermiza y denigrante, in-moral, del espíritu nacional como forma de identidad.
A nadie le pasa por alto que, a día de hoy, la aplicación de una política lingüística –algo que escapa a la naturalidad de lo que es una lengua viva, cuya cualidad orgánica la hace someterse a variaciones en el uso e intercambio que sus hablantes, los ciudadanos de a pie, los más inocentes, hacen de ella- carece, en todas sus aplicaciones, de las intenciones o argumentos esgrimidos para llevarla a cabo. Un estado, y me refiero a Cataluña, que se declara en su estatuto –que es su ley fundamental- bilingüe, en modo alguno, puede menospreciar, marginar o excluir una de sus lenguas. Un estado que afirma su bilingüismo no puede menoscabar el derecho de sus ciudadanos a utilizar una de esas lenguas. Un estado que “privilegia” el uso de una de esas lenguas sobre la otra es un estado enfermo; puesto que, si esa realidad es bilingüe, carece de sentido la normativa que excluye a los no catalano parlantes, también llamados ahora “castellanos”, como denominación lingüística, no geográfica, eufemismo público de xarnegos –en privado continúan llamándonos así-, de sus instituciones.
Pero adentrémonos aún más en esa realidad, auscultemos qué hay tras esa política lingüística, escrutemos el tumor de esta sociedad. No hace falta ser Foucault, en modo alguno requerimos de una amplia investigación bibliográfica, no es requerido el título de sociólogo. Tecleemos en Google el nombre de cualquier empresa catalana o afincada en Cataluña o salgamos sencillamente a la calle y busquemos el nombre de sus trabajadores, de su staff. ¿Sí, límpiense bien el cristal de sus anteojos, no es una broma? Pueden probar con diez empresas, con veinte... con todas. Sus directivos se apellidan Castell, Pols, Subirats... y sus administrativos, personal de limpieza, encargados de cartería... sí, Gutiérrez, Heredia, Hernández... –cualquier excepción confirma aún más la regla-.
¿Acaso quiere decir esto que la política lingüística de
(Hay cosas que no se pueden decir, y no me refiero al ámbito de la metafísica wittgensteiniana –a quien, por cierto, esta política lingüística le haría vomitar-.)
Las razones son sesgadas y el maniqueísmo está servido: nos acusan de opresores, de no amoldarnos ni respetar su afrancesamiento de panfleto de clínica dental y, en los últimos tiempos -¿a alguien le suena esta canción?- de “robarles” puestos de trabajo. Pero lo cierto es que, en estos últimos treinta años, quien ha chantajeado con su llave parlamentaria, con su saco de votos cautivos, al Estado español ha sido
No está lejos, quizá, el día en que estos pobres oprimidos, aupados en volandas por sus brazo político, levanten alambradas en determinados barrios o municipios periféricos para erradicar, de una vez por todas sus miedos a que sea un xarnego quien mancille el nombre de sus hijas. Tiempo al tiempo.
Cuatro imbéciles con banderas preconstitucionales y camisas azules son fascistas; doscientos con la señera, histéricos, enseñoreando su odio, sus estómagos saciados y sus barretinas de terciopelo son baluartes de la libertad mientras declaman, a voz en grito, som una nació. La misma melodía interpretada con distintos instrumentos.
A mí, que me registren, jo sí que sóc una nació.