viernes, 26 de abril de 2024

Sobre la identidad como arte colectivo


 

 

El carrer de Montcada es una de las calles más concurridas de Barcelona y, según se lee en las guías de viaje, parte de ese itinerario indispensable para el turista ávido de experiencias manufacturadas para su consumo por el que discurre el “barrio gótico” de la ciudad condal. Fue urbanizada en plena Edad Media, en el siglo XII, como vía de comunicación entre dos villas nacidas extramuros –Vilanova del Mar y Sant Cugat del Rec, los actuales barrios de la Ribera y de Santa Caterina–, pero no fue hasta entrado ya el siglo XIII cuando los más destacados comerciantes marítimos de la ciudad decidieron congregarse en torno a esta vía y establecer allí sus residencias privadas, constituyendo, en lo que era un barrio de artesanos y pescadores, un nuevo centro económico distanciado de los poderes administrativo y religioso. Éstas fueron las casas señoriales de las primeras grandes familias catalanas, cuya actividad comercial iría transformando a Cataluña en una de las mayores potencias del Mediterráneo y cuya época cristalizará en el imaginario colectivo como su momento de máximo esplendor y en plúmbeo motivo de orgullo nacional.

 

Hoy en día esta calle aloja diferentes y curiosos museos que hacen las delicias del turista: un espectáculo flamenco, actividad de grandísimo arraigo en Cataluña, se anuncia en el patio de un palacete del siglo XVIII; justo en frente, en otro de los palacetes mejor conservados del siglo XVI que hay en la ciudad, un tipo nacido en Plasencia te asalta en inglés e intenta venderte entradas para un sonrojante museo del diseño con nombre escatológico, mientras te señala con una sonrisa vaga la figura de una especie de mapache gigante plantada en medio del patio del palacio, como si con aquello estuviera ya todo dicho; antes de llegar al Museo Picasso, que acoge la colección Sabartés, podemos encontrar una galería de arte, tropezar con distintos vendedores callejeros, apartar los cadáveres de un par de cooperantes de la ONG del chef José Andrés, contraer una enfermedad venérea o incubar entre todos un virus que pueda acabar de una vez por todas con la humanidad; y, por último, extraña paradoja urbana, juego de matrioskas pétreas, llegamos al Museo Etnológico y de Culturas del Mundo, como si esta calle no fuera ya en sí misma un museo etnológico y de culturas del mundo al aire libre.

 

Por Navidad, en el extremo de la calle que desemboca en Santa María del Mar y en el paseo del Born, el Ayuntamiento instala, suspendido de una fachada a otra, un letrero luminoso en el que se nos da la bienvenida: “La calle de los museos. Welcome”.

 

 

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Fue en el siglo XVII cuando se popularizó la expresión le Grand Tour, acuñada por Lord Granspeare, para referirse a aquellos viajes emprendidos por jóvenes pertenecientes a las nobles familias europeas y que tenían como destino Italia; el redescubrimiento del mundo clásico. Dichos viajes tenían como expectativa la formación del sujeto y aspiraban a un tipo de experiencia ligada a los postulados de la Ilustración, donde no había lugar a la fantasía, el espíritu de aventura o la improvisación, el placer o el pasatiempo que caracterizara los relatos de viajes precedentes. El mundo debía ser clasificado y catalogado con un nuevo lenguaje, el lenguaje de la razón, que, como un fármaco, satisfaría nuestras ansias y descubriría el velo con el que hasta ese momento se nos había mostrado. Por esta razón la primera premisa de la que partía el viajero ilustrado era la de desprenderse de todo prejuicio previo sobre la cultura o el país de destino, con el fin de alcanzar una visión más realista: una veracidad en torno al testimonio. Dicha actitud era contraria a la que más tarde llevaría a los viajeros románticos a visitar el mundo más allá de Italia y adentrarse en Oriente, donde la imaginación, el pre-juicio, se ven enfrentados con la realidad y el viaje se constituye en un proceso de ajuste epistémico, y donde el viajero queda transformado y ya nunca vuelve a ser el que fue.

 

Los turistas que deambulan por el carrer de Montcada o por la ciutat vella carecen de cualquier actitud epistémica, ilustrada o romántica, con respecto a los espacios que visitan o a sus monumentos. Su actitud no es ilustrada porque desconocen la manufactura historicista de dichos lugares y el documento histórico, su historiografía, está alterado. Tampoco es romántica, pues aunque, con su viaje, anhelan consumir una experiencia idealizada de lo medieval, de lo “gótico”, no existe un proceso de ajuste posterior por el cual dicha proyección previa se vea transformada por la realidad. En ambos casos, el viaje queda constreñido a la mera experiencia encorsetada y vacía, carente de cualquier aspiración epistémica: el “turista” regresa a casa siendo la misma persona que partió, aunque con menos dinero en la cartera.

 

 

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Existe un error conceptual, habitual entre la población del norte de Europa y en los países anglosajones, por el cual se identifica la Edad Media con un estilo artístico determinado, el Gótico; dicha relación está tan extendida que es incluso posible encontrar ambos conceptos utilizados como si fueran sinónimos. Este error, a mi entender, implica algunos sesgos que sería conveniente matizar. En primer lugar, cabe decir que hemos idealizado y distorsionado “lo medieval” hasta tal punto que lo identificamos exclusivamente con un estilo arquitectónico, olvidando que estamos hablando de un periodo histórico que abarca diez siglos. En segundo, habría que destacar que el Románico, que era el arte hegemónico en el continente europeo en plena Edad Media, surge del arte pre-románico que se extendía por el sur de Europa y sus formas son horizontales, mediterráneas. En tercero, y esta interpretación es mía, habría que decir que el Gótico no es en sí mismo un estilo arquitectónico, sino más bien una moda decorativa venida del norte de Europa y propiciada por dos soluciones arquitectónicas, el arco ojival y la bóveda de crucería, que introduce la llamada arquitectura gótica en la arquitectura románica. Esta es la razón por la que el Gótico llega tardío y mermado a los países mediterráneos, sin desarrollarse con plenitud, aportando algunos elementos decorativos (como el rosetón o los vitrales) y sus innovaciones arquitectónicas, sólo cuando se hacía necesario o como moda, a estructuras que siguen la línea de la tradición románica, tal y como puede observarse si paseas por ciutat vella y haces caso omiso a lo que cuentan los guías que cada día muestran el “barrio gótico” a cientos de turistas.

 

Bastaría que dejaran atrás el carrer de Montcada y, siguiendo por el paseo del Born, se asomaran al yacimiento arqueológico que hoy ocupa el subsuelo de su mercado. Allí podemos encontrar un complejo de edificios y calles medievales detenido en el tiempo, fosilizado con los derribos tras el sitio de 1714. Se hace obvia la diferencia del empedrado de esas calles con el tipo de piedra que “decora” el carrer de Montcada. Se ha podido documentar el nombre y la ocupación de las personas que habitaron esas casas y se ha podido reconstruir dichas viviendas, algunas con origen en los siglos XII y XIII, tal y como debieron ser. En los renders realizados por el Ayuntamiento se nos muestran viviendas con arcadas de medio punto, cuyos muros de piedra quedaban enlucidos, en algunos casos en color, y dejando a la vista sólo los sillares enormes que los cimentaban. Algunas ilustraciones también nos lo muestran: la de una ciudad luminosa, llena de vida y repleta de color, en los ropajes y en las fachadas de los edificios; imagen que dista de lo medieval, tal y como lo representa el cine o le representamos en nuestras calles actuales: ciudades hechas de piedra ennegrecida por la humedad, oscuras y decoradas según una moda que en el templado y luminoso Mediterráneo nunca llegó a cristalizar del todo.

 

 

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En su popularizada, comentada y discutida tesis, Agustín Cócola (El Barrio Gótico de Barcelona. Planificación del Pasado e Imagen de Marca, Ed. Madroño, Barcelona, 2011) documenta y ejemplifica cómo las distintas intervenciones urbanísticas y arquitectónicas llevada a cabo en ciutat vella desde mediados del XIX deben enmarcarse dentro de la denominada “Industria de la Conmemoración”. Dicha industria tiene como finalidad la transformación o el devenir de la Historia en simple “recurso turístico” gracias al carácter simbólico con que opera significativamente la realidad del “monumento”. Si la actividad del historiador consiste en la elaboración de una narración por medio de la cual un conjunto de significados queda actualizado, consciente o no de que toda Historia es una re-escritura, el Capitalismo reinicia dicha maniobra incentivado por la posibilidad de transformar el pasado en mera mercancía; lo cual implica que la conmemoración de la historia sea absorbida por las leyes del mercado.

 

Según esta lógica, el “Monumento” es aquello capaz de acoger cualquier tipo de significación (atractiva y dispuesta para su consumo); lo que implica que el significado añadido está por encima del propio objeto; cualquier cosa puede constituirse en monumento, aunque sea una copia o una representación, un lugar en sí o un espacio pintoresco, porque lo que destaca es su vaciedad, su valor de (presunta) antigüedad, el aura al que se refería Benjamin.

 

Cócola identifica estos dos momentos o movimientos del valor del Monumento dentro de la Industria de la conmemoración, tal y como opera hoy en día en la ciudad de Barcelona. El “barrio gótico”, su carácter monumental, mantiene esta doble operatividad: por una parte, dicha monumentalización tuvo un primer carácter simbólico, que sirvió para la construcción del Estado Nación, Cataluña, vinculado a una identidad, la catalana; en un segundo momento, su función es la de ser reducido a “icono”, carente en sí mismo de sentido: un emocionante objeto antiguo, constituido en ventaja competitiva para la promoción urbana. Así pues, el monumento, puede variar constantemente de significado o incluso no tenerlo.

 

Ésta es la paradoja: quienes pasean por el carrer de Montcada o por las calles del “barrio gótico” observan dos realidades diferentes. Por una parte nos encontramos con el turista, que acude en busca de una idea de lo medieval y lo que pone en valor frente al monumento es su aura de antigüedad, sea ésta real o fingida. Por otra parte está la población catalana o barcelonesa, quienes valoran el carácter monumental de ciutat vella por su función simbólica y por la capacidad de ésta para afirmar su identidad como pueblo por medio de un estilo artístico, el Gótico, que lo unifica. Así pues, donde el turista observa meras piedras envejecidas por la historia en rincones pintorescos o atractivos, el autóctono proyecta una realidad distinta: los escenarios de la Seu, por donde discurrió el Consell de Cent; los tropos donde nombres como Borrell II, Wifredo el Velloso o Ramón Berenguer adquieren carta de naturaleza y les inquieren desde un pasado remoto.

 

 

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Por lo que se refiere al Monumento podemos destacar dos momentos o formas de acción para su rehabilitación y puesta en valor. Una primera, que se extiende desde el siglo XVIII hasta entrado el siglo XX, denominada “acción restauradora”, tiene su origen en la Revolución Francesa y fue más tarde popularizada teóricamente por Viollet-le-Duc como “restauración en estilo”. Dicha propuesta está encaminada al repristino de los edificios, monumentos o espacios; entendido éste como una forma de devolver el valor a aquello que lo había perdido. Para ello se hace necesario rehacer, completar o dar con el aspecto ideal de ese objeto histórico para devolverlo a su forma prístina. La “acción conservadora” fue propuesta a partir de la Carta de Atenas de 1931 y, por el contrario, su formulación iba encaminada a respetar y documentar cada etapa del edificio o monumento; consolidando cada una de ellas, limpiando los añadidos carentes de valor y completando, cuando estaba justificado hacerlo, con elementos o materiales bien diferenciados de los originales.

 

El repristino, tal como fue teorizado por Le-Duc y como fue sistemáticamente llevado a cabo en la restauración de ciutat vella en Barcelona, anula definitivamente la posibilidad de que un monumento siga siendo un documento histórico, puesto que antepone el valor artístico o simbólico del objeto histórico al valor documental; en palabras de Cócola, “[…] Es el proceso por el cual la hipótesis historiográfica sustituye y corrige la historia, la idea a la materia, el sujeto al objeto” (p. 125).

 

Los arquitectos catalanes pertenecientes a la Renaixença trataron de re-escribir la historia de Cataluña por medio de la restauración en estilo de la Barcelona vieja, de ciutat vella. Para ello establecieron un modelo historiográfico de la casa catalana, un modelo ideal que serviría como hipótesis y que el propio Puig i Cadafalch reconocía que no existía, pero que fue aplicado de manera sistemática a toda construcción de piedra que se encontrara en el perímetro de ciutat vella, en un ejemplo catastrófico de cómo la realidad es el resultado de una construcción social e ideológica impuesta por un grupo dominante, en esta caso la burguesía catalana. No contentos con ello, proyectaron el estilo, Gótico, de este modelo o dicha hipótesis en toda la ciudad; puesto que, en el proyecto de construcción de la nación catalana, el monumento constituía su principal expresión y promoción, ya que lo que destacaba es su validez simbólica y no su realidad material. Mediante este proceso, la nación catalana emerge de un periodo histórico concreto, la Edad Media, identificada con un estilo artístico determinado, el “gótico catalán”.

 

Pero, si echamos la vista atrás, con anterioridad he mencionado a Wilfredo el Velloso o al gran Ramón Berenguer, figuras monumentales de la historia de Cataluña. Lo curioso de ello es que estos personajes desarrollaron sus vidas en un momento en que la arquitectura gótica no existía y no podía haber llegado a la Península. Es desconcertante que, durante el momento de mayor esplendor en la historia de Cataluña, aquel al que hacen constate referencia sus monumentos, –que no es otro que cuando, consolidado el territorio como Marca Hispánica por los reyes francos del Imperio Carolingio, la nobleza goda, enfrentada a la franca, adquirió el derecho de sucesión; hito que marca, según la historia escrita en Cataluña, el nacimiento de la nación Catalana–, el estilo artístico predominante fuera el Románico. Es también desconcertante que Cataluña tenga una de las mejores colecciones de arte Románico de Europa en su museo Nacional.

 

Es contradictorio que, siendo el Románico el estilo arquitectónico predomínate en ciutat vella (y en Cataluña en general), los arquitectos de la Renaixença decidieran establecer como estilo artístico nacional el Gótico. Si caminamos por ciutat vella observamos que, pese a su evolución, existe una continuidad arquitectónica que alcanza hasta los siglos XVIII, XIX e incluso XX; predominan construcciones de dos y hasta tres o cuatro alturas, como máximo, cuyas portaladas están formadas por arcos de medio punto y cuyos patios están también porticados con arcos de este tipo; impera la austeridad del Románico, en las líneas, en las fachadas, prácticamente lisas, con pequeños vanos para dejar la entrada de luz, y tejados, también planos. Los arquitectos catalanes, como Montaner, Puig i Cadafalch o Bassegoda no niegan este fenómeno, reconocen la continuidad del Románico en la arquitectura y en las artes en general y son conscientes de que, salvo la evolución documentada en los vanos de las ventanas, las líneas arquitectónicas que se desarrollan en Cataluña durante la Baja Edad Media son románicas con algunos añadidos góticos, como puede ser la evolución que sufre la ventana coronella y la introducción de la bóveda de crucería o el arco ojival, siempre y cuando se hiciera necesario. Esto podemos observarlo en la misma catedral del Barcelona, cuya fachada principal mantenía una línea románica (arco de medio punto, fachada plana y ventanales con arcos ligeramente apuntados) hasta finales del siglo XIX (cuando le fue añadida una fachada neogótica con su rosetón y con sus torres y pináculos en la parte superior), puesto que no hubo presupuesto para una fachada de más relumbre y se descartó construir en altura en esa zona de la catedral. La nave, por el contrario, tiene su bóveda de crucería y el patio es de estilo gótico, así como el portal de san Ivo, para el cual sí hubo presupuesto y fue construido en estilo gótico con una torre elevada. Los elementos góticos que predominan en la ciudad de Barcelona, el arco ojival y el tipo de ventana coronella correspondiente, llegaron tardíos y sólo fueron utilizados como muestra de opulencia, por lo que menudean en la arquitectura civil y prácticamente quedaron restringidos a la arquitectura religiosa (los arcos ojivales que podemos observar sobre la torre romana de la plaça dels Traginers proceden del derribo del convento de santa Caterina y fueron recolocados en ese edifico, hoy en ruina, en el siglo XX para medievalizar un edificio del siglo XVI).

 

La tesis de Cócola queda aquí, no va más lejos, no puede; aunque Cócola sí hace referencia bibliográfica a un fenómeno parecido en el norte de la Península con algunas obras románicas. En general, el estilo predominante en los países mediterráneos es el Románico y por esta razón dictadores como Franco o Mussolini hicieron bandera de dicha arquitectura, llevando a cabo grandes proyectos en este estilo o restaurando en estilo edificios de origen románico, que habían sufrido intervenciones posteriores con otros estilos, para que alcanzaran su “forma pura”, su forma prístina. Sólo así se hace evidente y podemos comprender la razón por la cual los arquitectos de la Renaixença adoptaron como estilo arquitectónico nacional de Cataluña el llamado “gótico catalán”, ya que la adopción de un estilo artístico guardaba una función diferenciadora con respecto a los otros pueblos de la Península y adoptar el mismo estilo arquitectónico implicaba la negación de esta diferenciación.

 

 

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Cuando llegué a Cataluña, con veintipocos años, me dejaba impresionar con facilidad por las formas góticas y desconocía que una buena parte de esta arquitectura en Barcelona era falsa. Supongo que, por aquel entonces, me hubiera decantado antes por el arte Gótico que por el Románico. Supongo que me hago viejo y ahora es al contrario. Quizá suceda que cada estilo artístico tenga su momento, su edad, y el Gótico sea un arte que eleva a la juventud hacia altas cotas y el Románico el que nos pone los pies en la tierra. Me gusta la arquitectura y pintura románicas porque se afirman en unas líneas más simples, más planas e infantiles; esa falta de perspectiva y expresividad en la pintura, esa inocencia en el trazo y en los recursos para contar una historia; aquella horizontalidad y austeridad de la arquitectura, aquellas bóvedas de cañón, angostas como cuevas paleocristianas…  El Románico es ese arte de la frontera y del fin del mundo, un estilo pequeño y un tanto acomplejado que miraba con orgullo, quizá con cierto celo, las fastuosas ruinas de quienes le dieron nombre, de sus antecesores; de aquel pueblo antiguo, sabio y desconocido que construía templos como montañas en honor de dioses paganos, grandes puentes y acueductos. Es quizá por esto que sea un arte esencialmente medieval y mediterráneo.

 

 

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Al final del carrer de Montcada, ahí donde desemboca en el carrer dels Carders, se encuentra una pequeña capilla de origen románico, la capilla d’en Marcùs. Ha sufrido distintas intervenciones a lo largo de su historia, se sabe que tuvo un ábside donde hoy se levanta un edifico del siglo XVIII adosado a ella. Está dedicada a la Virgen de la Guía, que los correos medievales adoptaron como patrona, y a ella acudían para recibir su bendición antes de partir, montados en sus caballos, a tierras lejanas. Más adelante, siguiendo por Carders, llegamos a la plaça de Sant Cugat, donde estuvo la iglesia de la que toma su nombre. Se observan los restos, fosilizados en los muros de algunos edificios, de los arcos de una iglesia, también de origen románico, erigida en honor a san Cucufato y vinculada a un cementerio paleocristiano que discurría junto a la Vía Augusta. En sus alrededores se almacenaba en grandes pozos la nieve traída del Collserola para su posterior comercialización. Si continuamos más adelante, en dirección al Portal Nou, y nos desviamos hacia la izquierda, sobrepasando lo que fuera la Rec Comtal, nos encontramos con la iglesia que formaba parte del monasterio de Sant Pere de las Puelles. A simple vista podría ser una de tantas iglesias “góticas” de Barcelona, pero si convencemos al catecúmeno con cara de amargado que hay en la puerta, sentado a una mesa, que venimos a orar, podemos pasar sin pagar entrada y descubrir una iglesia románica bajo su armazón. Es preciosa. A veces pienso que es una auténtica pena que no queden apenas restos de la antigua catedral románica de Barcelona; salvo un pórtico, maravilloso, en el lateral que da al patio. Fue un acierto, por parte de los arquitectos que intervinieron en las distintas reformas de la catedral de Santiago de Compostela, mantener los elementos románicos más destacados, como la cripta o el Pórtico de la Gloria. Apenas tenemos referencias y desconocemos cómo era la antigua catedral románica de Barcelona. Conocemos los volúmenes de su planta y la zona urbana que ocupaba, mucho menor que la actual catedral; pero desconocemos su fachada y puerta principal, no hay apenas testimonio de cómo fue su interior. Aunque si echamos un vistazo al interior de Sant Pere de la Puelles, un humilde convento ligado a un pequeño burgo extramuros, podemos imaginar una antigua Seu impresionante, cuyos muros se vinieron abajo en el siglo XIII, para duplicar su tamaño, según el estilo de una moda extranjera y ante la mirada extrañada de una población que había vivido bajo el temor del fin del mundo y que todavía continuaba llamando a las ruinas romanas del templo de Augusto el Miracle, como si la vida no fuera más que eso: un milagro.

 

  


Barcelona, abril de 2024