jueves, 28 de octubre de 2021

Paralaje (Barcelona-Madrid)

 

“La vida no es más que una sombra en marcha; un mal actor que se pavonea y se agita una hora en el escenario y después no vuelve a ser oído: es un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que nada significa.”

 (W. Shakespeare, Macbeth, Acto V)

 

 

En sus Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal, Hegel sostiene una idea que, para quienes no somos idealistas, resulta esotérica: que la Historia estaba llamada a repetirse; que aquello que esencialmente daba “significado” al transcurso de los hechos históricos habría de volver a acontecer.

 

Aunque pueda parecer que el filósofo alemán estaba haciéndose eco de esta perogrullada ilustrada, tan sobada y manida, de que la Historia es maestra de la vida, en la Filosofía de la Historia de Hegel la Historia aparece como una sucesión de estadios necesarios que, de manera dialéctica, conforman a la Humanidad orientada hacia un final, en el que el Espíritu se realizaría de forma Absoluta, completa. Aquello que se repite no son los hechos, sino un sentido más allá de los mismos, que los trasciende, y por el cual la conciencia reflexiva adquiere un punto de vista universal, a partir de lo particular, para erigirse, de alguna forma, en rectora de los acontecimientos. Así pues, cuando Hegel afirma que la Historia se repite, no se refiere a los hechos en sí, sino a algo sintagmático en los hechos, transcendente a los mismos (“ […] los acontecimientos son distintos, pero lo universal e interno, el nexo, siempre es uno”); de lo que podríamos derivar que la vida pasada de los pueblos no sirve para dirimir el presente, que la Historia no es maestra de la vida, sino el escenario en que la Vida se resuelve una y otra vez.

 

En mi caso, que observo la Historia como un cúmulo de hechos singulares, precipitados de forma aleatoria unos sobre otros, sin guardar ningún sentido, creo, como Nietzsche, que la Vida es un eterno retorno y que la Historia y los hechos que la componen no son más que decorados, viales por los que se despliegan eternamente las mismas ansias que conducirán inexorablemente a la misma decepción.

 

La Historia es como ese conglomerado de chatarra que se amontona oxidado en el patio trasero de casa y del que, sólo en alguna ocasión, tenemos la suerte de poder reciclar alguna pieza para darle uso.

 

Es por esto que pienso que cuando Marx afirma que Hegel afirma que los grandes hechos y personajes de la historia aparecen dos veces (El dieciocho brumario de Luis Bonaparte) está forzando en demasía una interpretación sesgada de la Filosofía de la Historia de Hegel, para luego añadir un matiz: que estos hechos se presentan en un primer lugar como tragedia y más tarde como farsa o comedia. Esta última idea ha tomado popularidad últimamente por que los miembros de Podemos, que han leído todos a Gramsci afirmando que Marx afirma que Hegel afirma, la han hecho popular y porque creo que, de un tiempo a esta parte, no existe ningún articulista que no se sienta tentado a tomar la cita para encabezar alguna de sus profundísimas reflexiones sociológicas. Pero, lo que me temo, es que Marx se dio cuenta de algo de lo que más tarde también se daría cuenta Woody Allen: que es el hecho, para mí incontrovertible, de que la sátira o la comedia no es más que el producto de la tragedia extendida en el tiempo; que la farsa es eso: tragedia y tiempo.

 

A esta formulación, en mi opinión, habría que añadir otra variable relacionada con el observador: porque vosotros, por ejemplo, preferís que yo os cuente mi vida, que os hace reír, y me deje de peroratas; porque mi vida, contada en primera persona, resulta cómica y sólo cuando es narrada en tercera persona adquiere tintes dramáticos. Así que deberíamos completar la función de Marx añadiendo esta variable y su formulación podría ser la siguiente: que tragedia y comedia son términos relativos y, en algún caso, idénticos; cuyo sentido se concreta en función del observador (donde el tiempo conformaría una variable intrínseca a este observador).

 

Pero no nos pongamos serios, porque cuando yo me enserio, vosotros os ponéis tristes y la tristeza, entendedlo, es un sentimiento que nuestra época, empobrecida, cercena desde la infancia y entre mis propósitos no está el de desatar emociones subversivas. 

 

 

*

 

Hay una escena en Casablanca en que, a modo de flashback, se narran las últimas horas de Rick e Ilsa en París, a cuyas puertas se encuentra el ejército alemán. En un momento de esta escena, asomados a una ventana, la columna militar desfila frente a ellos por una avenida de la ciudad y ambos, desalentados, deciden jugar a ese juego al que muchas veces nos prestamos cuando vienen mal dadas: ¿Dónde estabas tú hace veinte años? ¿Qué era eso que hacías cuando el mundo no se había todavía desmoronado y la vida seguía su curso con hospitalidad? Ilsa responde que por ese entonces no era más que una adolescente cursi; Rick, ensimismado, balbucea: “Buscaba trabajo”. Durante muchos años me dejé embaucar por el personaje de Ilsa, hasta que un día, no sé cuándo realmente, comprendí que, el suyo, era un personaje simple, sin dimensiones, sin apenas recorrido ni atractivo alguno (una adolescente cursi), y que Víctor Laszlo, con toda su aureola, era un imbécil (que además no tenía estilo ninguno, esto hay que decirlo, para dirigir a una banda de música). Nadie recuerda a Ilsa o Víctor Laszlo y todos, sin embargo, recordamos el personaje de Rick, y no lo hacemos porque éste, en el último momento, llevase a cabo un acto de alcance ético. Me gusta pensar que Rick hace subir a Víctor e Ilsa a ese avión para librarse de Ilsa y no comprometer su vida dos veces por el mismo error; porque aquello que hace de Rick un héroe son sus aristas, o la doble faz, y esa transición que se aprecia a lo largo de la película. Un personaje que se presenta como un cínico, que pocas veces deja entrever inclinación moral alguna −él no vende ni compra personas−, precisamente porque vive rodeado de personajes inmorales, y que, sin embargo, protagoniza el único acto ético que podremos observar, mediada la película (porque no; no es su escena final): cuando titubea un segundo y ya sabe que va a ceder, cuando dice aquello de “[…] A mí nadie me ha querido nunca así”.

 

Rick aprende a ser un héroe en la derrota y la nuestra es una época en la que sólo tienen cabida héroes de este tipo. Muy poca gente mantiene sus principios, los que sean, en los momentos fundamentales; es en estos momentos en los que la mayoría flaquea y no sabe estar. Hay quienes valoran una Vida por los logros profesionales o incluso por el dinero o propiedades que se ha sido capaz de atesorar; hay quienes valoran la Vida por la cantidad o la calidad de las amistades o la familia que te rodea… pero una Vida adquiere valor pleno por el saber estar que cada uno demuestra en esos tres o cuatro momentos fundamentales que se nos brindan para ponernos a prueba. Una Vida es eso: cuatro momentos fugaces en los que cada uno tiene la oportunidad de ser quien ha elegido ser. Por esta razón nunca presto atención a la forma en que cada uno se define, o se esconde, tras un armazón de palabras; son los hechos, los actos en el momento oportuno, lo que nos define. Las mismas circunstancias que hicieron de Rick un cínico ahora lo restituyen como héroe; un héroe que deja entrever su intención de alistarse a la Resistencia contra el ejército alemán. Así que Casablanca no es, después de todo, una película romántica, sino una película sobre el heroísmo y la amistad, sobre la derrota y los principios, perdidos, (recobrados).

 

 

*

 

Pensaba en todo esto aquel trece de marzo de hace más de un año en que eso hacía: buscar trabajo. Había pasado la tarde paseando y ojeando en la cuesta de Moyano un libro sobre Casablanca bien ilustrado, con amplias fotografías en blanco y negro, anécdotas sobre el rodaje y el guión íntegro del film−, donde pergeñé esta interpretación que os acabo de exponer, y en ese momento bajaba la cuesta con una edición bajo el brazo de las obras completas de Jaime Gil de Biedma por la que había pagado tres euros. Acababa de alquilar una habitación en un piso cercano al Museo del Ferrocarril y, por fin, esa noche podría dormir doce horas de tirón. La vida era bella para alguien que no era yo, Madrid una ciudad horrible con un cielo presuntamente bonito y yo iba camino de Lavapiés, con la intención de encontrar algún camello que me dispensara un poco de marihuana y pasar todo el fin de semana encerrado en mí mismo, cuando, a lo lejos, divisé frente a la puerta de los leones del Congreso a un variopinto grupúsculo de exaltados que, de forma enérgica, increpaban a los diputados que salían por la puerta lateral. ¡Ésta es mi gente!, pensé, y hacía allí me fui dando saltitos sin prestar demasiada atención al escasísimo tráfico que había por las inmediaciones de la Carrera de San Gerónimo aquella tarde. Ya a su altura, comprobé con satisfacción que se trataba de los chicos y chicas del Partido Imaginario; así que con una sonrisa y la convicción de que su causa era mi causa me acerqué a uno de ellos (el del megáfono) y le espeté a bocajarro: qué pasa, de qué va el asunto. El tipo: treinta y tantos, barba rala, gafas redondas y uniforme Quechua, con aspecto de intelectual neomarxista italiano de los años cuarenta, me devolvió una mirada como alucinada y me respondió: Pero… ¡de dónde coño sales, no sabes lo que está pasando!

 

De pronto, observando a mi alrededor, algo ominoso se apoderó del paisaje: las calles estaban prácticamente desiertas, el tráfico era demasiado escaso y, si no fuera por el cordón policial que nos separaba del Congreso, aquello tendría el aspecto de un domingo gélido a la hora de la siesta.

 

 

*

 

La respuesta es que no, no sabía qué diablos estaba pasando, y sí, resultaba complicado explicar de dónde salía yo. Porque Madrid, escuchadlo, habría de convertirse en uno de los principales focos de una de las más peligrosas epidemias que ha vivido la Edad Moderna y sí, como todos ya sabéis, yo estaba allí. Claro que algo había escuchado sobre un extraño virus respiratorio que tenía en jaque a las autoridades chinas; por supuesto que me llegó la noticia de que se habían dado algunos casos aislados en Europa; quiero pensar que, en algún momento, llegué a sentir cierta aprehensión y por mi cabeza pasó la idea de que ese virus pudiera ser realmente peligroso y desatar una epidemia que no sólo modificase la vida de los asiáticos y pudiera afectar también a la mía. Pero, sinceramente, una enésima avería vital me tenía apartado del resto del mundo desde hacía al menos dos meses. No había leído apenas los diarios, no había visto el programa del friqui de Iker, llevaba un mes durmiendo en una habitación para ocho personas en un Hostel y comiendo lo que caía en mis manos sentado en un banco de la plaza de Santo Domingo (donde hice buena amistad con un vagabundo llamado Fritsch, quien narraba que de joven había luchado en la Gran Guerra, alistado en el ejército prusiano. Abrazaba una estricta dieta monopolizada por bebidas blancas y observaba con desdén la decadencia del mundo moderno). A Madrid había llegado a principios de enero, después de ser retenido por la Policía Nacional en Zaragoza a causa de un turbio episodio de presunto tráfico de estupefacientes... Pero recapitulemos: el punto de origen, es Barcelona.

 

 

*

 

La cosa va así: en cuestión de días fui depuesto, de manera injusta e injuriosa (en un principio escribí ignominiosa, pero fue Cortana quien me alertó de que estaba exagerando), de mi trabajo y mis compañeros de piso me revelaron que llevaban meses sin pagar el piso (yo a ellos sí les pagaba) y que en pocos días nos ponían en la calle. Me sentí tocado por los dioses: a partir de ese punto, mi vida sólo podía ir a más. Una falsa, absurda y estoy comenzando a pensar que febril euforia se apoderó de mí (yo juro ante el fuego que arde eterno en el templo del oráculo de Delfos que mi primer contagio por SARS-CoV-2 fue en diciembre de 2019). Resuelto a quemar las últimas naves, decidí volver a empaquetar mi vida en esos dos maletones que quienes me conocen me han visto pasear más de una vez durante los últimos veinticinco años, tirar el resto a la basura y repartir mis libros entre mis pocos amigos. Hecho esto, me despedí de Valentina y de la poca gente a la que quiero y di un salto peninsular sin red ni protecciones. Ya en Zaragoza, como os contaba, el autobús realiza una parada técnica de unos minutos, tiempo de sobra para bajar a comer un bocadillo y fumarse un porro. Esto que describo, lo he hecho una docena de veces; que es la docena de veces que he hecho este viaje. Bien, justo en el momento en que masticaba el último trozo de bocadillo, tres policías nacionales acompañados por un perro se interpusieron en mi campo de visión; el perro torció el cuello en dirección mía y enfiló, directo, hasta ponerse a mis pies; alzó las orejas; se sentó.

 

Disculpe, este es un perro adiestrado para la detección de estupefacientes y acaba de marcarle. ¿Lo ve? ¿Lleva encima algo que pueda comprometerle?

 

¡¿Habéis tenido alguna vez la sensación de que la caes mal a alguien ahí arriba; de que todo lo que te sucede no puede dejar de ser casual; de que de verdad hay un jodido Genio maligno en alguna parte pergeñando el hilo de los acontecimientos para que te sean adversos sí o sí?! En ese momento lo pensé así, porque sabía que estaba vendido. Decidí hacerme el tarado, con la ilusión de que sólo me incautaran lo poco que llevaba encima y me dejaran marchar, pero no funcionó.

 

−Hombre, llevo un carnet de Ateneu libertario, todo depende de lo que usted considere comprometedor.

−Deje todo lo que lleve encima sobre ese mostrador y deme su documentación. ¿A qué se dedica?

−Ehhh… Estoy en paro.

−Deje todo ahí sin hacer movimientos bruscos y apoye las manos sobre la pared.

 

El policía nacional que dio esta orden, además de dar muestras a posteriori de un severo trastorno de la personalidad, resultó ser un completo maleducado; no lo describo, pero todos podéis ponerle cara porque sale en un episodio de Callejeros (no digo cuál porque creo que estaría cometiendo un delito) en el que alardea del trabajo de la policía con sus perritos

 

Al ver que los pasajeros y el conductor del autobús comenzaban a impacientarse, debido al excesivo celo con me estuvieron registrando, enseguida intuí que si aquello se alargaba más de lo debido me dejarían en tierra; así que tras un breve forcejeo dialéctico, cambié de estrategia: decidí colaborar y yo mismo les conduje hacia el tesoro que se escondía en mis maletas. Sabía que la cantidad que llevaba en las maletas no superaba lo indicado por la ley para ser reconocido como autoconsumo, de modo que podían requisarme lo que llevara encima e interponer una sanción por delito contra la salud pública (lo que debía traducirse en una multa de entre setecientos a tres mil euros, susceptible de ser condonada a cambio de unos días de trabajos forzosos para la comunidad y de asistir a la terapia de grupo dirigida por una trabajadora social que nos iluminaría a todos nosotros, entes descarriados, sobre el nefasto futuro que nos depara el corrosivo, claroscuro e incierto sendero de la drogadicción).

 

Cuando lo tuvo en sus manos, lo alzó para que lo contemplaran sus compañeros como si fuera un tótem y, tras sopesarlo, comentó con sorna:

 

−Te has librado por muy poco; unos gramos más y… [sonrisa de idiota] De todas formas, como nos has hecho sudar, vamos a dejar que el autobús se marche sin ti y tú nos vas a acompañar a una salita que tenemos para nosotros solos, y en la que nos gusta intimidar a los sospechosos, para que nos hagas compañía mientras tramitamos la sanción. Allí podrás pasar toda la noche, porque no queremos que andes deambulando solito por aquí cuando oscurezca. Mañana por la mañana te marchas a donde quieras.

−Ehhh… ¿y eso es legal?

 

La noche transcurrió sin incidencias; los tres policías nacionales que me “detuvieron” fueron sustituidos en el cambio de turno por otros tres de edad más avanzada, más hechos al uniforme. Uno de ellos me comentó que se habían excedido conmigo y que, si en su mano estaba, no tramitaría la multa. Todo esto, junto al zumo con que me agasajaron, restituyó mi ánimo. A la mañana siguiente, con la espalda algo dolorida, pues había dormido como pude tumbado sobre tres sillas puestas en hilera, adquirí otro billete a Madrid y me subí al primer autobús que partió de Zaragoza.

 

A Madrid llegué a media mañana, cuando el bullicio en el intercambiador de Avenida de América era ya incontestable. De resultas de ello, y de que apenas podía con el peso de mis maletas, fui dando bandazos y deambulando a tientas por la estación tratando de orientarme. A causa del mal dormir y del poco comer, había que sumar los signos evidentes de una crisis metabólica que, en mi caso, se traduce en que mi piel se torna pálida, me sudan las sienes, tiemblan todos los músculos de mi cuerpo, que se quiebran como corcho, y mis ojos adquieren la textura violácea de los ojos de un yonqui. Obnubilado frente a una máquina de refrescos, mientras echaba a suertes si tomar algo y esperar o subir a la superficie y buscar un taxi, no me percaté de ese movimiento envolvente y ladino con que aquellos tres tipos sin uniformar se me acercaron por la espalda. Cuando quise darme cuenta tenía una placa policial a diez centímetros de mis narices y me tenían agarrado de los brazos; sin más palabras, me arrastraron a una habitación cerrada como la que tenían sus colegas en Zaragoza.

 

Vayamos por pasos: yo ya nada tenía que temer y lo que acababa de suceder me parecía demasiado extraño como para que me sucediera incluso a mí: ¡¿qué diablos estaba pasando, acaso alguien había dado un chivatazo a la policía y yo me había convertido en el cebo o el memo al que detenían en cada estación por la que pasaba mientras a ellos se les iba el malo?! Con una frialdad de la que todavía no sé cómo fui capaz les espeté:


−Miren, no llevo nada, mala suerte; pueden registrarme, ya lo han hecho en Zaragoza. Ahora mismo tengo una crisis metabólica, y eso quiere decir que si me encierran en esa habitación, dentro de seis u ocho horas, cuando abran la puerta me encontrarán muerto. Necesito comer y dormir algo. Llamen a Zaragoza y ellos les confirmarán lo que les cuento, pero háganlo rápido.

−¿De dónde vienes? ¿A dónde vas? ¿Qué llevas en esas maletas? ¿A qué te dedicas?

−Ehhh… antes editaba libros, pero estoy en paro; vengo de…

−Deme la documentación y vaya sacando el contenido las maletas.

 

 

*

 

Dicen que Madrid tiene un cielo bonito; dicen que Madrid fue fundada precisamente por eso, porque un emir musulmán que bajaba distraído por la orilla del Manzanares se detuvo en un vado a dar de beber a su caballo y, prendado por la belleza de ese atardecer, decidió levantar una fortificación en un montículo rocoso junto al río. Esta anécdota es falsa; por supuesto.

 

En la meseta, el cielo es claro y los colores planos; el cielo mediterráneo es, por el contrario, turbio y fiero, como el mar en el que se refleja, y los colores, dada la inclinación e intensidad con que la luz incide sobre las cosas, adquieren una textura plástica similar a la de la pintura impresionista; la experiencia es la de estar inmerso en un cuadro de Sorolla.

 

Durante los nueve meses que duró mi última estancia en aquella ciudad, no hubo un solo día (incluidos los tres meses de confinamiento) en que no mirara al cielo: una extensión añil y homogénea, carente de expresividad, que despide una luz apagada y blanquecina que a mí me resulta inhóspita.

 

Anochecía en Madrid, el azul marino del cielo viró al negro y, en cuestión de minutos, las temperaturas cayeron diez grados; los diputados y diputadas del Congreso corrían a sus madrigueras a la misma velocidad relampagueante que sus coches oficiales y el cordón policial que unos minutos antes no separaba de ellos iba perdiendo ese recato habitual que les insufla la presencia de la prensa. Los chicos del Partido Imaginario anunciaron un conciliábulo, al que nos unimos unos cuantos vagabundos y yo. De la arenga pude hacerme una vaga idea de lo que estaba sucediendo: el virus mata y el Gobierno acaba de firmar un Real Decreto por el cual se impone el arresto domiciliario a toda la población; entra en vigor mañana, con su publicación, pero hoy a las doce se abre la veda y se acaba la manga ancha. Quien no tenga casa se expone a la paliza y la detención, concluyó mi amigo del megáfono, con la consiguiente algarabía, entusiasmo y asentimiento de los vagabundos que se nos habían unido. En ese momento comprendí una cosa: tenía que hacerme con el contacto de algún camello de confianza. Le pregunté al del megáfono, quien me reprochó, paternalista y visiblemente decepcionado, que esas cuestiones las dejaban en manos del ala metafísica, o más radical, del Partido Imaginario; a la vez que me señalaba con desdén (nos vamos de fiesta y follamos todos con todos pero, intelectualmente hablando, somos irreconciliables) a uno de sus miembros más visibles: un tipo delgado, con una cresta de color rosa, mayas de leopardo, collar de perro al cuello y un bolso de plexiglás que llevaba colgado del brazo (en el que guardaba las piedras coloreadas y con mensajes felices que lanzaba con muy mala leche a los antidisturbios). La conversación fue breve; gracias a su amabilidad y entrega, me hice con el contacto de un camello que me endulzó los meses de confinamiento; después, me dio unos cuantos consejos que, dijo, me serían muy útiles en la vida y un beso en la mejilla, antes de concluir: y ahora márchate, eres demasiado guapo para que esos te peguen.

 

En ese momento, y con aviesas intenciones, se nos venía encima la primera columna de antidisturbios, que ya había hecho estragos, por cierto, entre los primeros miembros del Partido Imaginario, los del ala pragmática, que les habían plantado cara.

 

Que te detengan dos veces en un mismo día, tiene un pase, pero que te detengan tres veces en un mismo mes, está muy mal visto. Todo aquello me generó un estado de profunda ansiedad que, sumado, a la secuencia de acontecimientos que lo acompañaron, hicieron de aquel regreso a casa uno de los peores episodios de mi vida.

 

Los antidisturbios comenzaron las cargas por todo el perímetro de la Carrera de San Jerónimo y, como no cabía la posibilidad de herir a ningún ciudadano de bien, ya que todos se habían quedado en casa jugando a los bolos en el pasillo con los rollos de papel higiénico, cargaron contra todo ente humano o no humano que se cruzara por su camino (vi cómo uno de ellos golpeaba una papelera insistentemente y puedo dar fe de que ésta no había desobedecido a nadie). A su vez, recorrían con sus furgonetas el Paseo del Prado, de Neptuno a Atocha, por si a algún sospechoso se le ocurría cruzar desprevenido y podían aplastar su cráneo contra el asfalto.

 

Callejeo mal por Madrid, de modo que, en mi corretear solitario por Huertas, tuve que tomar las calles más anchas y expuestas que encontré (mientras maldecía por no estar en Barcelona). Al llegar a Antón Martín observé que Atocha también estaba cortada por antidisturbios, así que me introduje en un tonel y bajé rodando por la primera calle que vi en dirección a la Plaza de Lavapiés. Allí me encontré con un gran espectáculo: los manteros que habitan el barrio no cabían todos a la vez en sus pisos patera y se habían hecho fuertes en medio de la plaza, acordonada por la flor y nata de las Unidades de Intervención policial que, por el momento, sólo hacían tiempo hasta que dieran las doce, que es cuando el carro se convierte en calabaza y entraba en vigor el toque de queda oficioso. No obstante, de vez en cuando hacían alguna incursión entre los manteros para que entraran en calor y no se les abotargasen por el frío. Cabe añadir que, como yo era el único hombre blanco que vagaba en aquel momento por el barrio, resultaba una diana perfecta y se cebaban en mí. Logré salir de aquella ratonera llamando la atención de unos miembros del SAMUR que divisé a lo lejos y a los que pedí ayuda. Maltrecho, desorientado y sin alcanzar a comprender lo que estaba sucediendo (las explicaciones eran escasas y fragmentarias, todo el mundo mencionaba a Iker y esto acentuaba más aún el sinsentido de aquel absurdo), corrí hasta la glorieta de Embajadores y ahí fue donde comprendí que la Vida se había detenido para siempre y que, salvo esos manteros de hacía unos momentos, yo era el único idiota que andaba sin rumbo por la ciudad; si exceptuamos algunos taxis y a los repartidores de Glovo: mobiliario urbano.

 

Una vez me creí a salvo, continué caminando y, al llegar a la altura de la plaza de las Peñuelas (recuerdo el nombre porque unos meses más tarde, cruzando con Pepe esta plaza, me dice: Aquí en los ochenta había unos recreativos donde vendían grifa –pensé en los ochenta y me dije que el mundo se había vuelto puritano), fui testigo de algo que me dejó helado, sin poder hacer nada: la Policía Nacional arrastraba de los pelos por el suelo a un vagabundo que se negaba a abandonar “su ranchito” y que se resistía a ello con una animalidad que pocas veces he visto en un ser humano; una animalidad que, esas pocas veces, siempre me ha dejado perplejo, como embrujado, porque adquiero conciencia de que todos somos así, que todos podemos ser así llevados al límite, forzados por las circunstancias; una animalidad que, por otra parte, siempre es indicativa de que el sujeto que la padece ha sufrido algún tipo de agravio extremo.

 

−Usted, ¿qué hace ahí mirando, es que no sabe que hay que estar en casa?

−Todavía no son las doce –balbuceé.

−¿Las doce? Deme su documentación, ¿dónde vive?, ¿qué hace aquí?

−Salgo ahora de trabajar y me dirigía directamente a casa.

−¿De trabajar? En qué trabaja usted.

−¿Yo? Ehhh… Soy poeta.

−¡¿Qué…?! Mire, nosotros, sin embargo, somos unos animales; siempre lo hemos sido. ¿Comprende? Nos gusta pegar a la gente, sobre todo si es débil o nos cae mal; les pegamos, les despojamos de su dignidad y, cuando se sienten indefensos, nos reímos de ellos. Hacemos, en definitiva, uso de la autoridad que la legalidad constituida nos brinda como nos viene en gana y, ahora, precisamente… ¡¡Nos han dado carta blanca!! ¿Qué es lo que no entiende? Puedo darle cuatro bofetadas, atarle a ese banco y llevarle a comisaría a las doce y cinco. Váyase a casa, hágame caso, pero rapidito. Si le veo dentro de un rato lo detengo.

 

En Delicias me crucé con un convoy militar que subía hacia Atocha; Permanezcan confinados en sus domicilios, repetía monocorde una grabación.

 

El libro de Jaime llegó sorprendentemente ileso a casa.

 

 

*

 

Amanecí en una suerte de estado postraumático. Me encerré en lecturas; todas ellas variopintas y necesariamente fragmentarias. Leí y leí, compulsivamente, hasta que comencé a entrever y comprender lo que estaba sucediendo, lo que había sucedido durante los dos últimos meses. Tras un par de días comenzó a decaer mi nivel de ansiedad. Comí, dormí e, una vez repuesto, hice lo primero que cabe hacer en una situación como aquella: me puse en contacto con el camello y le encargué un cuarto de kilo de hachís porque aquello tenía visos de ir para largo.

 

Las calles, pronto, adquirieron ese aire siniestro, prometido por las autoridades y aplaudido en las portadas de los diarios, con el que se disuadía a la población de desobedecer la orden de quedarse en casa; algunas hojas secas y basuras se acumulaban en esquinas, sumideros y bajos de los coches; era extraño cruzarse con alguien que no fuera militar o policía y, cuando sucedía, el recelo y el miedo forzaban a cualquiera de los dos a cambiar de acera. El centro de Madrid se convirtió en una zona de exclusión ampliamente vigilada, a la que sólo se podía acceder con una razón (laboral, por supuesto) bien justificada. Pero la Vida, como todos sabéis, se abre paso incluso en las condiciones más adversas y esto me devolvía la fe en mi especie.

 

Fumaba, apoyado en un coche, disfrutando de la soledad urbana. Vi las luces del taxi mucho antes de que llegara a mi altura; era el único vehículo que paseaba por las inmediaciones. El intercambio apenas duró un par de minutos, el tiempo suficiente para sopesar la placa y darle el dinero. También vendo coca, me dijo a modo de despedida, con sonrisa de ratoncito pérez.

 

Al entrar en el portal, casi me da un infarto: un tipo calvo, bajito y redondo, de mirada mezquina pero vivaracha y con aires de trastornado, fumaba a oscuras en el rellano murmurando para sí palabras inconexas. Decía algo de un Plan y de que Bill Gates escuchaba sus conversaciones telefónicas. Resultó ser el marido de la portera, que vivían en un cuchitril de quince metros cuadrados y ella no le dejaba fumar en casa… Pese a lo convincente de las explicaciones, había algo inquietante en él, así que decidí darle la razón en todo, e incluso le animé: ¡A Bill Gates habría que matarlo sólo por aquello del Windows 95! El tipo me dio un abrazo y me susurró al oído: Como eres uno de los míos voy a hacerte un regalo. Se echó la mano al bolsillo, me temí lo peor, pero no; sacó un llavero, extrajo una de las llaves de la arandela y me la dio: Es del terrado, solamente la tenemos nosotros dos; para que salgas a tomar el sol, dijo mientras me guiñaba un ojo y volvía a la portería.

 

 

*

 

Contar que pasé casi tres meses encerrado en un cubículo de dos por dos y sin ventanas sería un alarde, pero me niego a rivalizar en este asunto con Ortega Lara. A decir verdad, a grandes rasgos, mi vida cambió poco; diría, incluso, que salía a la calle más que antes del confinamiento. Porque, entendedlo, yo salía; salía a todas horas; salía siempre que podía. Salía a rebañar unos minutos de sol todas las mañanas al terrado del edificio; salía por aburrimiento y me hacía unas cuantas colas en la manzana alrededor del supermercado (este ardid lo copié de unos nigerianos que estaban encantados con mi amistad porque podían practicar castellano); salía cada vez que quería fumar y me sentaba en un banco bajo la mirada de odio de mis vecinos; salía de farmacias para comprar Hidroferol, agotado en todos los establecimientos farmacéuticos del centro de Madrid desde finales de marzo, y llegaba caminando con esta excusa hasta Nuevos Ministerios; salía a pasear o hacer deporte por las vías muertas de Atocha, en la zona trasera del Museo del Ferrocarril… Un día, caminando por entre las vías, varios vecinos aburridos debieron ponerse de acuerdo para confabularse contra mí. Nada más verme comenzaron a chillar, lanzar objetos y alertase unos a otros. Con aire distraído, protocolario, saqué mi cartera del bolsillo, enseñé mi tarjeta del Club Ahorro DIA y grité: Policía Nacional, no se preocupen, continúen en sus domicilios. Nosotros velamos para que si ustedes no tienen agallas de salir de casa los demás tampoco puedan hacerlo. A lo que respondieron con vítores y aplausos.

 

Pero las horas pasaban y cada nuevo día prometía ser idéntico al anterior. Para escapar a esta creciente ola de empobrecimiento mental, me impuse un severo y extenuante programa de onanismo sistemático, intercalado por el visionado de películas bien escogidas y la lectura de los pocos libros que tenía a mano; aún así, los resultados no fueron lo esperado. Comencé a acusar el aislamiento, pues los únicos seres vivos con los que tenía algún contacto eran el marido de la portera y los nigerianos, y hasta llegó el momento en el que el propio sonido de mi voz me sobresaltaba. Así que decidí entablar amistad con los dos venezolanos que me habían alquilado la habitación. Eran madre e hijo y se hacían llamar a sí mismos exiliados: odiaban a Hugo Chávez, a Nicolás Maduro y a todos los comunistas hijueputas del mundo. Por el contrario, la madre vivía los vientos por el líder de Vox, al que asemejaba visualmente con un Califa, y el hijo militaba en este partido; razones sobradas para que nuestra relación se redujera a que yo les pagaba por la habitación a principios de mes y el resto de días nos ignorábamos. Aquello era un acomodo temporal, mientras buscaba otro dulce hogar donde ahogar mis horas de asueto, pero la pandemia lo alargó más de dos meses. Resuelto a entablar amistad con esta entrañable familia, me dediqué un par de días a aprender la lógica dialéctica de este partido neofascista que enriquece nuestra política nacional; los eslóganes, las directrices internas y todos aquellos bajos sentimientos que afloran tras cada una de sus propuestas. Un día les preparé una cena y comencé a soltar barbaridades: ¿comunistas y perroflautas?, garrote vil; ¿inmigrantes?, a sus casas (ellos no; ellos eran exiliados); ¿maricones?, a Madagascar; ¿las mujeres?, qué pesadas, pueden trabajar sólo media jornada, el resto del día que se ocupen de sus labores… En fin, cosas fachas. La cena parecía ir bien, aplaudían mis razonamientos, recibían con algarabía toda propuesta de asesinato que ellos consideraban razonable y eso era enternecedor; el hijo llegó a invitarme a participar en un acto de Vox que se celebraría en cuanto este Gobierno de comunistas hijueputas nos devolviera la libertad y en el que, al parecer (aquí bajó la voz), es posible que acudiera el mismísimo Santiago en persona. ¡Incluso me propuso emprender un negocio juntos! Borracho y emocionado por esta muestra de exaltación y amistad fraterna, me vine arriba y comencé a desvariar. Primero me subí a la mesa y, con el brazo en alto, gritaba como un animal: Sieg Heil, Seig Heil, Seig Heil; hasta que perdí el equilibrio y caí sobre el sofá. Pero no me amedrenté, les dije que ya tenía la solución para su país: deberíamos mandar al ejército, al nuestro, el de valerosos cruzados, matar a todos los dignatarios de América latina y a una tercera parte de la población, para luego restablecer la relación colonial. Sí, no pongáis esa cara; desde que nos fuimos habéis ido de mal en peor, hasta caer en las garras del comunismo. No os sabéis gobernar a vosotros mismos, necesitáis mano dura y un pueblo noble y elegido por Dios como el español para que os gobierne. Los espíritus pobres requieren de un espíritu fuerte que rija sus designios… Cuando quise darme cuenta me miraban con una extraña mezcla de asco, miedo y rabia. Creo que me había pasado de facha y tuve que volver a la soledad de mi cuarto.

 

 

*

 

Pasaron las semanas, subieron las temperaturas, caía una lluvia caótica que duraba quince minutos y en los jardines la primavera reclamaba su turno ajena a nuestra tragedia. Todo esto, vosotros no lo visteis, pero yo sí.

 

Las calles de Madrid, abandonadas por los mortales, fueron tomando la forma de un escenario de película postapocalíptica. Los servicios de limpieza ya no disimulaban que Madrid había sido dejada a su suerte; salvo alguna avenida principal, donde de vez en cuando asomaba avergonzado un camión de limpieza o el poco tráfico las despejaba de hojarascas y basuras, que se adentraban, como afluentes, por las calles laterales. Los yonquis deambulaban con ademanes melancólicos, a la búsqueda de algún transeúnte que pudiera ayudar a aplacar su dolor, pero los cajeros rara vez tenían dinero y lo habitual era pagar con tarjeta, así que su angustia de los primeros días dio paso a una forma de llanto monocorde e infantil, de desesperación ahogada; pocas semanas después, dejó de vérseles igual que desaparecen las aves cuando se avecina una catástrofe. Quienes se aventuraban a salir a las calles para hacer la compra o realizar algún trámite permitido, lo hacían temerosos, sobreprotegidos, bajo un rictus histérico congestionado en el rostro. Caminaban como sonámbulos, disgregados, huidizos, al albur de una cadencia sincopada en el pestañeo de sus ojos que nada bueno presagiaba.

 

La extraña e infantil euforia gregaria con que la población recibió la noticia del confinamiento y se hizo a ella, dio paso al hastío y la desesperación. Quienes los primeros días aplaudían a los sanitarios como si acabaran de presenciar una actuación del Circo del Sol, poco a poco fueron mudando el gesto, conteniendo la euforia, decayendo sus gritos. Esto era visible para cualquiera que levantara la cabeza hacia los balcones: donde antes hubo energía y vitalidad, ahora restallaban en automatismos; donde antes hubo aplausos y parabienes, ahora se escuchaba un gorjeo sordo emitido por seres fantasmales vestidos con camisones que miraban a ninguna parte.

 

Aquello era como pasear por las áreas comunes de un frenopático.

 

 

*

 

Murió gente, tanta que hubieron de habilitar una nave como edificio frigorífico donde amontonar los cadáveres. Murió y enfermó gente de mi entorno. Tuve miedo. Lloré.

 

Del bache me curé comprando la última botella de whisky que quedaba en el supermercado y mamándome solo entre cuatro paredes. De madrugada subí a la azotea, miré al cielo: un manto negro, y pensé: es el fin de una era y de un proyecto. ¡Morimos como cerdos a causa de un jodido virus! –grité–. Un ente que no tiene ni la capacidad de replicarse por sí mismo, una jodida cadena de ARN envuelta en grasa… ¡¡Nos mata!!

 

Aquella madrugada parecía estar invadido por un espíritu trágico y estuve deambulando por todo el edificio borracho, con una botella de whisky bamboleándose en el bolsillo del albornoz que llevaba puesto para contrarrestar el frío; actitud que atribuí al hecho de que, aparte del libro de Jaime, lo único que había tenido para leer esos días era El ruido y la furia de Faulkner (cuyo título fue tomado de la cita que encabeza esta aventi). Decidí que sería conveniente cambiar de lecturas y no se me ocurrió otro momento mejor. Recordaba que mis vecinos habían improvisado una Biblioteca junto a la portería con una estantería baja que alguien encontró en la calle. Así que baje para intercambiar mis libros por otros dos. Era bien entrada la madrugada, pero no me importó encender la duz y comenzar a dar voces según leía los títulos que me iba encontrando. ¡Qué mierda era eso! ¿Reconócete al espejo: la revolución eneagrámica? Yo no podía dejar a Jaime y, menos aún, a Faulkner junto a esa basura. ¡No podía ser! Veamos –me puse expeditivo–, un par de Cercas, varios de Follet (será por tiempo); A sangre fría y La conjura de los necios, vale, grandes obras. ¿María Zambrano? (¡Joder!) El guardián entre el centeno también tenía un pase, lo releería; Patria, una novela nada maniquea repleta de matices en la que resulta complejo delimitar quién es el bueno y quién es el malo, uffff, me daba pereza, pero… observé que alguien se dedicaba a desprestigiar nuestra Biblioteca (en cuestión de segundos me autoproclamé rector y protector de esa Biblioteca comunal) con bazofia de Paulo Coelho y otros sinvergüenzas por el estilo. ¿La Ciencia del aura; Piensa bien, actúa mejor; Entes tóxicos y Autoconciencia para principiantes? No, todos esos libros debían ir a una pira inmediatamente y arder. Si no lo hacía yo, sería el propio Faulkner quien despertara de entre las páginas de su novela esa madrugara para hacerlo él mismo. ¡Y menudo es Faulkner!

 

Mi soliloquio debió alarmar a algunos vecinos, porque vi luces encenderse a lo largo de la escalera y alguien gritó ¡cállate ya y vete a dormir, tarado!, sin dar la cara, el muy cobarde. De la portería asomó la cara del marido de la portera, que, al verme, mudó el gesto y se me acercó con ademanes de complicidad; a la vez que se llevaba el dedo a los labios para que guardara silencio.

 

−¿Te has enterado ya, eh?

−¿Cómo?

−Sabía que a ti no podía dejarte indiferente. ¡Por fin ha salido a la luz la verdad! Todo esto no es más que el inicio de un Plan bien urdido, escucha, escucha, para la creación de un nuevo Orden Mundial. ¿Conoces el Club Bilderberg? Bah, todo aquello fue una tapadera, los verdaderos organizadores de esto se están riendo de lo lindo… [Yo estaba demasiado borracho como para escuchar las chifladuras de este hombre y, a la vez, lo suficientemente borracho como para continuar con las mías]… y aquí es cuando entran en todo este asunto los reptilianos. Ellos gobiernan desde siempre, ¿crees de verdad que van a dejar que se salgan con la suya? ¡Quieren cambiarnos el ADN para transformar nuestra especie porque están modificando el clima del planeta para adecuarlo a las condiciones de la suya! Sólo en ese momento, ellos saldrán de sus escondrijos bajo tierra, porque la tierra es hueca, y la verdad será revelada.

–¡Vaya, me dejas sin palabras! Pues ahora escúchame tú a mí. ¿Ves esos libros de autoayuda y desarrollo espiritual que hay en nuestra Biblioteca? Todas esas mierdas también forman parte de un plan. Editores corruptos y criminales se prestan a su publicación y la gente termina por creer que si son positivos les tocará la lotería, las nombrarán ministras o sus abuelitas sanarán milagrosamente de Covid. Gracias a ese crecepelos impreso, estamos creando una sociedad infantiloide, ajena a la realidad, reñida con las leyes de la física e incapacitada para la frustración; una sociedad neurotizada –me miraba embobado, sus ojitos pequeños y amargados comenzaron a brillar; definitivamente, me caía bien ese chiflado–, despótica e intolerante. Ahora mismo voy a acabar con esto. Le dejaré un mensaje y, si dentro de unos días vuelvo a ver esos libros en nuestra Biblioteca, tomaremos medidas más drásticas. ¿De acuerdo?

 

En un pósit escribí: “No queremos cochinos pasquines apologéticos de ninguna secta en nuestra Biblioteca. Firmado: Tus vecinos”. Cogí A sangre fría y dejé el libro de Jaime y El ruido y la furia bien lejos de la sección de pornografía espiritualista, me despedí del marido de la portera y me subí a casa a masturbarme y leer un rato. A la mañana siguiente, cuando me dirigía a mi cita diaria con los nigerianos en la cola del supermercado, me percaté de que alguien más había dejado otra nota junto a la mía: Es verdad, son insoportables. De regreso a casa, a eso del medio día, había otra nueva nota: ¡Menos mal que alguien lo dice! Éste fue el principio de una campaña de acoso y derribo en la que yo ya no quise participar (porque a la mañana siguiente, sobrio, me sentía mal), y que terminó con una vecina llorando en el rellano de la escalera, abrazada por la portera, mientras la policía local buscaba testigos entre los vecinos.

 

El libro de Jaime desaparecía y, cada dos o tres días, volvía a aparecer en la Biblioteca comunal; supongo que pasó por todas las casas del edificio. Creo que éste es el mejor homenaje póstumo que un tipo como yo podría haberle hecho a Jaime: durante estas jornadas, tan pandémicamente suyas, Jaime alternó de casa en casa y durmió en todas las camas de un populoso edificio de vecinos.

 

 

*

 

Este último y espinoso episodio que os acabo de referir, como cabía esperar, precipitó mi salida de aquel piso. Una vez más la doxa triunfaba y, paradójicamente, los poetas eran nuevamente expulsados de la polis; para Platón, éstos serían tiempos terribles y contradictorios. Dadas las circunstancias excepcionales que estábamos viviendo y vista la precaria armonía que imperaba en aquel edificio, yo constituía un elemento demasiado desestabilizador. Estas fueron las palabras esgrimidas por los Servicios Sociales. Por supuesto, se hacían cargo de que me había visto obligado a vivir en unas condiciones incompatibles con la dignidad y el equilibrio mental, y veían comprensible que me dedicara a pasear por las zonas comunes del edificio; no así que lo hiciera borracho y recién salido de la ducha, menos aún de madrugada, por no hablar de que yo parecía ser el instigador del acoso contumaz perpetrado contra una vecina. Así que fue el propio Ayuntamiento el que decidió “reubicarme” como hacían los nazis con los judíos cuando ya no cabían todos en el gueto; sólo que entonces se los llamaba deportados.

 

Me despedí del marido de la portera devolviéndole la llave del terrado; él, emocionado, me abrazó. Hice todo lo que pude. Aquí siempre tendrás un amigo y una casa, pequeña, en la que entrar en calor. No se preocupe, el cambio es a mejor. ¡Tendría que haber hecho esto desde un principio! Vendré de visita, le advertí. Nunca lo hice.

 

Recalé en un piso no muy alejado del anterior, cercano al río, enfrente de Matadero. Mi nueva compañera había soportado con estoicismo y grandes dosis de ansiolíticos los más de dos meses que había permanecido encerrada y acurrucada, sola con sus llantos, en una esquina del salón. Recibió mi llegada con un entusiasmo que yo, habituado a la inquina y al desahucio, interpretaba como alguna extravagante forma de hospitalidad llevada al paroxismo; pero no, no era eso: se trataba de la pura emoción extática expresada en la conciencia y acción de comunicarse con un ser humano. Una vez perdido el miedo a salir hacia luz y hacia la vida, y adiestrada en mis mañas para adentrarse por las calles sin pudor, la veía partir cada tarde risueña y cantarina; llegó incluso, con los días, a inventar sus propias artimañas. Yo sólo abrí la ventana, fue ella la que echó a volar. Cocinábamos, nos emborrachábamos de vez en cuando y fumábamos juntos; a veces bailábamos y saltábamos sobre el sofá al ritmo de Basket Case a la hora de los aplausos vespertinos; salvo masturbarnos, que cada uno lo hacía en su cuarto, lo hacíamos todo juntos y, a menudo, me acompañaba en mis incursiones por una ciudad que, cuando más dejada y solitaria, más atractiva se hacía ante mis ojos. Era feliz.

 

Un buen día, Pedro Sánchez compareció en televisión; sonrió a las españolas y a los españoles, se gustó a sí mismo y dijo: El Líder provee y concede. El Líder es magnánimo. ¡Viva el Líder! A partir de ahora, podréis salir una horita al día con vuestros niños, para que puedan admirar la luz del sol y ver todas las otras maravillas desperdigadas por el mundo con que nos proveyó el Hacedor.

 

Estas nuevas medidas de apertura constituyeron tentativas de caminos y nuevas vías a explorar por mi parte. En cuestión de minutos, me hice con una muñeca chochona, a la que vestí con algo de ropa que me dejó mi compañera de piso, y me lancé con ella a la calle para probar suerte. Cuál fue mi sorpresa, cuando comencé a cruzarme con otros ciudadanos intrépidos que habían tenido ideas similares a la mía: un tipo había vestido con ropa de niño a su perro y lo paseaba sentado en un carricoche; una anciana andaba con una foto de su nieto paseando por el parque… ¡Aquello no era serio!

 

Fue entonces cuando comenzó el Fenómeno. Un acontecimiento tan complejo de comprender como frustrante de observar, que tendrá intrigadas durante décadas a cualquiera de las pseudociencias investigadoras de lo social.

 

A grandes rasgos, puede formularse de la siguiente manera: el miedo se evaporó en el mismo instante en que escucharon que podían salir a la calle.

 

Una formulación más amplia podría ser ésta: la misma población que, desde el primer día, aceptó con entusiasmo y servilismo el arresto domiciliario de todo un país; la misma población que, con fanatismo religioso, denunciaba e increpaba a sus vecinos; la misma población que entró en pánico porque la Vida es un regalo al que ellos no iban a renunciar (y si ellos no lo hacían, tú tampoco)… se echó a las calles sin ningún miramiento en el mismo momento en que se lo permitieron ajena a cualquier temor, sencillamente, porque le habían dicho que ya podían salir, que ya no había nada que temer. Ayer el mundo, la Vida y la libertad, eran algo peligroso, algo de lo que debías guardarte y tomar medidas profilácticas; hoy ya nada importaba, no había peligro, porque Pedro Sánchez les daba permiso para salir.

 

Sucedió así: Pedro Sánchez volvió a comparecer y guiñó un ojo a la población; había estado jugando al tenis esa mañana y se sentía los hombros algo cargados; estiró el cuello, dejó que la cámara le enfocara por el lado bueno y dijo aquello de El Líder es virtuoso y comprensivo. La bondad de Líder no tiene límites y el Líder, en su infinita sabiduría, ha decidido que podéis salir por turnos a la calle; primero los abuelitos, luego los niños con sus papás y, a la hora golfa, los gañanes.

 

En ese mismo instante, las calles dejaron de ser un aliciente para mí.

 

Nunca un Ejecutivo ha cometido un error de estas dimensiones sin que ello le costara silla y nómina. Como consecuencia de esto, el primer día en que entró en vigor esta medida, muchas calles del centro Madrid se convirtieron en una bacanal improvisada a eso de las siete de la tarde.

 

Ese primer día que os cuento, mi compañera no quiso seguirme porque llevaba casi tres meses sin ver a su novio y tenía cierta urgencia por solucionar lo suyo. Pobre. No se masturbaba lo suficiente. Se lo tenía dicho: el nihilismo requiere una actitud comprometida con el onanismo, a fin de doblegar los deseos, que son el germen del que se nutren las ideas, y reducirlos a la mera expresión del acto cotidiano del cuidado de sí, como es el comer, el aseo o el dormir la siesta. En fin. Yo, por mi parte, quise aprovechar la oportunidad para dejarme caer por zonas que hasta entonces me habían sido vetadas. Crucé Alcalá, subí un tramo por Gran Vía y me adentré por Malasaña. Nada hacía presagiar, a la altura de Tribunal, que a pocos metros de allí una multitud de personas ebrias estaba celebrando la desescalada como si aquello fuera la liberación de París. Ciertos grupos tumultuarios se agolpaban en las calles laterales a la de la Palma y, a la altura de la Plaza del Dos de Mayo y en la misma plaza, la estampa se asemejaba a un cuadro de El Bosco: desde los balcones, repletos como racimos de uva, caían chorros de agua de colores; en uno de ellos alguien pinchaba una música horrible que se extendía por toda la plaza, en la que cientos de personas con camisas de leñador y pantalones de pescador se abrazaban y besaban; bebían, lloraban y declamaban versos de Rilke… extasiadas en concupiscentes y espasmódicos entrelazamientos corporales. Había objetivismo y materialismo dialéctico en sus miradas; os lo aseguro. Ambientazo. La fiesta debió de comenzar en pisos cercanos entrado el día y, en torno a las siete de la tarde, se desbordó hacia las calles y la policía no pudo ni quiso intervenir. Nada más asomar la cabeza por la plaza, una individua que se movía como una autómata dando saltitos de un lugar a otro me introdujo una pastilla en la boca, me cruzó los labios con un dedo para que guardara silencio y, con un leve gesto, me indicó que la siguiera. (“A qué vienes ahora, juventud, encanto descarado de la vida? [...]”) Eso hice: seguirla, calladito, sin decir ni pío; una cosa es ser nihilista y otra imbécil.

 

El fin del Imperio Romano debió ser algo parecido. Todo decae y envejece; hay veces en que las nuevas generaciones, en su frenesí, fracasan a la hora de dar forma a la experiencia. Es entonces, cuando las sociedades se precipitan, mecidas por los acontecimientos, en una travesía sin fin.

 

Quince días más tarde, la mayoría de ellos dejaría Madrid para peregrinar a sus lugares de veraneo y propagaría el virus por todo el país (la presencia de virus en la Península fue desigual durante esta primera ola; hubo lugares en los que apenas tuvo incidencia y las defunciones se extendieron por todo el país a partir de septiembre).

 

De madrugada, de camino a casa, la policía me pedía la documentación y fui sancionado por saltarme el toque de queda. Había olvidado la receta del Hidroferol.

 

Daba comienzo la Nueva Normalidad.

 

 

*

 

Con el verano, el ritmo habitual con que enmarcamos nuestras vidas sufre un revés y, en su forma, queda aplazado; pues no es el tiempo el que determina la métrica de las cosas, sino las cosas mismas las que marcan el ritmo del tiempo. Las ciudades, sus calles y habitantes, muestran su rostro más amable, y cierta languidez se apodera de nuestras acciones y de los hechos que, en vez de precipitarse, quedan en suspenso ante nuestra mirada como en una secuencia de fotografías a color.

 

El verano es a la ciudad, lo que la infancia es al verano: un tiempo de plenitud y recreo. Desabrochado el corsé de la rutina y el deber, desarmadas las calles de transeúntes, barridas las plazas de emprendedores y liberadas las rotondas de sus atascos, la ciudad adquiere ese vigor urbano y recupera aquella capacidad de asombrar con que se la vio nacer.

 

Una ciudad en verano es un cajón de-sastre lleno de sorpresas y, quienes quedamos en ellas, somos seres tocados por los dioses dispuestos a recorrerla; como si este caminar fuera la exteriorización más precisa de ese otro itinerario incierto por el que discurre el pensamiento, de nuestras más pobres ilusiones: una forma, como otra cualquiera, de opositar a la esperanza.

 

El resto del año, sentado en el vagón, mientras atraviesas sus entrañas, empujado por la masa homogénea al cruzar una calle comercial o a las cinco de la tarde, cuando vuelves a casa del trabajo y nada tiene sentido, la ciudad es un remedo de verano, una promesa de posibilidad, la gema que aguarda enterrada su instante de esplendor.

 

Es en verano cuando se le puede coger el pulso a una ciudad, advertir la lógica de sus itinerarios, despertar el espíritu de sus gentes y circunscribir las huellas que del pasado quedan fosilizadas en sus distintos puntos cardinales.

 

Sólo un viento, venido del norte, podría haber precipitado mi salida de Madrid; pero ese viento aún tardaría unas cuantas semanas en llegar, por mucho que, algo inconsciente, incubara ya mi partida. Era verano todavía, un verano que se presentaba ante mí como un reto y un acertijo, y fue mi terquedad lo que me arrinconó en la opción de dar, nuevamente, una oportunidad a aquella ciudad. Porque, recordadlo, yo a Madrid, en un exceso de audacia, había ido a prosperar y emprender; si se daba el caso, medrar; no a que me pegara la Policía Nacional y vivir secuestrado entre cuatro paredes. No obstante, Madrid tiene una peculiaridad con la que no había contado: su clima, seco e insalubre, cobra auténtico sentido en verano, cuando el aire rasga la piel como una cuchilla, el golpe de calor está asegurado de ocho a ocho y cuesta respirar como si estuvieras ascendiendo un ocho mil. Así, sus gentes, con carácter consuetudinario, en estas fechas, reniegan de la ciudad en la que viven y se marchan a los pueblos donde nacieron sus padres o a la costa, dejándola a ésta en manos de todos aquellos que viven fuera de sus murallas, la M 30, y que ya han olvidado cuál fue el pueblo de sus padres y desconocen la dicha y el apetito repentino que propician los baños de mar.

 

Para no aburrirme en mis ratos libres, busqué un trabajo que no me ocupara demasiado tiempo y me permitiera continuar con ese relicario de excentricidades con que engalano mi vida. Sorprendentemente lo encontré en menos de una semana: de la noche a la mañana pasé a formar parte de la plantilla de una empresa de tasaciones. A simple vista, el trabajo no aparentaba grandes dificultades; sencillamente tenía que desplazarme con una cámara y hacer fotografías donde ellos me enviaran. Se trataba de inmuebles ruinosos cuyos propietarios, por lo común, estaban endeudados. Grandes fondos de inversiones especulan con activos inmobiliarios de este tipo y los intercambian como si fueran cromos; los bancos, por lo general, financian y colaboran en este tipo de extorsión y, para ello, subcontratan empresas como ésta para tasar adecuadamente su valor. La Tasadora pagaba los desplazamientos, pero yo me guardaba el dinero y caminaba todo el día de un lugar a otro perseguido por los actuales inquilinos de esos inmuebles. Porque enseguida comprendí dónde me había metido: los afectados, prevenidos del desahucio inminente, solían montar guardia a todas horas con cara de pocos amigos y, cuando veían por las inmediaciones a un cretino como yo con una cámara en la mano, aprovechaban para caer sobre mí, agarrarme del cuello y darme un relato pormenorizado de sus noches de insomnio. Por lo general, la cosa terminaba entre insultos y algún empujón sin demasiada malicia; en ocasiones intervenía la Policía Local y me sacaba en coche patrulla del barrio; pocas veces temí realmente por mi integridad y sólo una vez fui encañonado con una pistola por el hijo mayor de una familia gitana que habitaba una corrala en el barrio de Lucero. De este incidente logré salir ileso gracias a mis conocimientos de antropología, de resulta de los cuales y, tras una edificante charla con la matriarca de la familia, llevamos a cabo un intercambio para sellar nuestra amistad: yo les regalaba la cámara y ellos tenían la gentileza de dejarme salir de allí con vida. Me despedí esa misma tarde del trabajo; a día de hoy la Tasadora todavía me reclama la cámara de fotos.

 

Entre paseos y libros, sin darme cuenta, agosto cayó sobre la ciudad como un relámpago que hubiera bruñido sus aceras y despejado aún más sus calles. Todos los caminos conducían a Atocha o la Autovía del Este. También mi compañera de piso se marchó un mes a Italia con su madre y, por primera vez en veinte años, me vi con una casa enterita para mí solo. En otra época de mi vida hubiera convertido aquel piso en un lupanar, en un antro acomodaticio para todo lo perverso y prohibido, pero se ve que pierdo facultades: llamé a unos cuantos amigos, de hace veinte años: uno no se acordaba de mí, dos tenían que cuidar a sus hijos y, al último, cuentan que lo dejó la mujer, lo echaron del trabajo y se tiró a las vías del metro hacía seis años. La realidad era que no tenía a nadie en Madrid a quien tocar a su timbre para que bajara a fumarse un cigarrillo conmigo al banco; además, salir a la calle se convirtió en un riesgo innecesario, puesto que existían demasiadas posibilidades y causas por las que morir en medio de cualquier calle abandonada y de que no hallaran tu cuerpo, desecado como la mojama, hasta primeros de septiembre. Logré encajar un televisor en el cuarto de baño y pasaba los días metido en la bañera viendo películas y fumando grifa; cuando mi piel se arrugaba demasiado, sin ni siquiera secarme, deambulaba desnudo por el piso dirigiendo una orquesta imaginaria o me tumbaba en el pasillo a leer. Sé que os puede parecer estúpido, pero esta sensación de intimidad, de libertad olvidada y, también, de infancia recobrada, ha sido una de las experiencias más sinceras y enriquecedoras que he tenido en estos últimos cinco años.

 

El clima, como os cuento, ponía en riesgo mis caminatas, pero creo que, si echo cuentas, pocas veces he caminado tanto y tan bien por Madrid como aquel verano; de todas ellas pude sacar unas cuantas conclusiones: Madrid no es una ciudad en la que los vecinos te dejan bañarte en sus piscinas; Madrid no es una ciudad en la que Policía Local te permite bañarte en el Manzanares (sí permite hacerlo en los chorritos de agua que hay en Madrid Río, pero desnudo no); Madrid no es más que un pueblo castellano que ha crecido demasiado. Madrid es provincia y, sobretodo, no es ciudad. Su centro histórico, el Madrid anterior a las migraciones de los dos últimos siglos, si exceptuamos un palacio y un paseo flanqueado por palacetes, podría ser cualquier pueblo de ladrillo y teja de la meseta castellana; el resto de la ciudad se despierta como un gran arrabal improvisado, carente de cualquier consideración urbanística y enfrentado con la aspiración estética y humana que se le presupone a la arquitectura. Madrid es un dolor para los ojos y un quebradero de cabeza para quienes tenemos la costumbre de trazar mapas mentales de los lugares en donde vivimos.

 

De Madrid, me gusta la Gran Vía, el edificio Carrión (sin el luminoso) y el edificio España, pero visto por detrás, dos o tres manzanas por detrás. Me gusta el Paseo del Prado, por su flanco derecho; así como el Retiro en días laborables. Me gusta la zona de las Vistillas y el jardín escalonado bajo los arcos del viaducto de Segovia. Me gusta la calle Alcalá, pero como fue, no como es. Desde un punto de vista urbanístico y arquitectónico, el único barrio que escapa a mi disgusto es Justicia; pequeño, muy bonito, pese a predominar la arquitectura castellana. Me gusta, en definitiva, más el Madrid del dieciocho; ese Madrid que pudo haber sido, como este país, y no fue.

 

Tocado agosto y, a las puertas de septiembre, la decisión que inconsciente pergeñaba en mi cabeza comenzaba a cobrar forma. Primero adquirió la presencia de un murmullo interior; una claridad de aprehensión de las cosas que me advertía a todas horas de que Madrid se había convertido en un páramo, social y laboral, del que tardaría en brotar la yerba meses, si no años, a causa de la epidemia. Más tarde fue tomando formas más teatrales, como aquella tarde que, cruzando el Manzanares, me escuché a mí mismo diciendo Yo no me voy de aquí sin bañarme en el charco éste al que llaman río (lo hice). Definitivamente, la decisión de marcharme fue tomada a raíz de una conversación banal que tuve con mi compañera de piso pocos días después de que llegara. Qué tienes pensado hacer. En ese momento levanté la cabeza del libro, la miré a los ojos y lo tuve claro. Me marcho, a final de mes; todavía no sé dónde ir.

 

 

**

 

“El materialista histórico no puede renunciar al concepto de un presente que no es tránsito, en el cual el tiempo se equilibra y entra en un estado de detención. Pues este concepto define justo ese presente en el cual él escribe historia por cuenta propia. El historicismo levanta la imagen “eterna” del pasado, el materialista histórico una experiencia única del mismo que se mantiene en su singularidad […]”

Walter Benjamin, Tesis de Filosofía de la Historia, T. XVI

 

En mi opinión, Benjamin fue un pensador idealista, mucho más influenciado por algunos presupuestos de la Fenomenología de lo que se ha querido ver (era la escuela filosófica en boga en su época), por mucho que él quisiera adscribirse a la tradición materialista o se lo vincule al neokantismo. En algunas ocasiones se expresa como un rabino la víspera del shabat, y esto se me hace odioso; otras como un niño al que le cuesta hacerse a la idea de que ya no lo es; es entonces cuando me cae bien. Vista en su conjunto, su obra me resulta contradictoria: lo mismo expresa una visión completamente esotérica del hecho lingüístico y se distancia de Kant afirmando vías imposibles para conocer la realidad noumenal (véase su introducción a El origen del Drama Barroco alemán o cualquiera de sus reflexiones sobre el lenguaje y el conocimiento a lo largo de su obra), que asume posiciones epistémicas para definir el materialismo histórico muy cercanas al giro lingüístico o a la esfera derridiana. Esto último puede observarse en algunas de las principales ideas que subyacen a sus Tesis de Filosofía de la Historia pero, como me voy a extender, paso al párrafo siguiente.

 

A muy grandes rasgos, el llamado “giro lingüístico” consiste en traspasar el centro de gravedad, que la modernidad había anclado en el sujeto activo de conocimiento, al lenguaje. Esta deriva, inevitable, por otra parte, tiene una contrapartida: mientras que la figura kantiana del sujeto trascendental salvaba el escollo del relativismo, el giro lingüístico, a partir de Saussure, más tarde con Derrida, no puede hacer lo mismo (pese a los intentos de Chomsky por naturalizar a Kant). Desde un punto de vista epistémico, cognoscitivo, vivimos desde hace décadas en un mundo relativista, donde cualquier cosa adquiere sentido en función del sistema en el que se inscribe y del contexto que lo significa (del uso que se le dé); son algoritmos basados en probabilidades los que dibujan la imagen de universo con la que establecemos teorías o leyes que nos son funcionales, y que abandonamos en el mismo instante en que dejan de serlo.

 

Si leemos, como decía, la obra de Walter Benjamin, resulta evidente que ésta no era su posición; sin embargo, por lo que se refiere a su definición del materialismo histórico (también sucede con el tratamiento que hace del concepto de “alegoría”), sorprendentemente, dibuja en esquema que podría, en cierto sentido, ajustarse a las observaciones derridianas. Esto es menos evidente en las Tesis…, pese a que posiblemente sea su idea principal, pero se puede observar mejor, llevado a la práctica, en El libro de los Pasajes. En él dibuja un retrato del París del siglo diecinueve; el París de Baudelaire, del flâneur, de los pasajes y las exposiciones universales… Recordemos que, durante un tiempo, París fue la capital de Europa y que por sus calles desfiló la modernidad como nunca volvió a suceder, mucho antes que en Nueva York. La ciudad, entonces, fue elevada al rango de escenario de la vida humana y sus pasajes cristalizaron como una expresión de ese nuevo espíritu, confiado en el futuro, convencido de la prosperidad y el bienestar del mañana; en ellos, el movimiento incesante de personas y mercancías constituía todo un espectáculo bajo las primeras luces eléctricas; por sus vitrinas, desfilaron todo tipo de artículos, algunos manufacturados, otros venidos de ultramar; los materiales y estilos arquitectónicos servían de altavoz a las nuevas modas y costumbres… París fue la ciudad de la luz y, según Benjamin, todo aquello no fue más que una fantasía, una ilusión; una “fantasmagoría”.

 

En El Libro de los Pasajes, Benjamin define la fantasmagoría como aquello que tiene la “apariencia de ser sobrenatural”, “místico”, cuando es “natural”; la fantasmagoría es el “arte de producir una ilusión”, de “trasfigurar una cosa para que parezca otra cosa”, su “contrario”. Así, el París del diecinueve produjo la ilusión de que con el progreso podríamos resolver los problemas de la humanidad, de que la técnica podría, por fin, salvarnos de la escasez y liberarnos de la barbarie del pasado, de la pobreza o de la necesidad. Aquel “resplandor”, que nos “deslumbra” y “no nos permite ver al abismo”, ocultaba una “pesadilla a punto de despertar”: la lógica que conduciría al fascismo y desembocaría en una guerra mundial. Éste es uno de los fenómenos analizados en El Libro… y esta es la razón que le llevará a repensar el materialismo histórico en las Tesis sobre Filosofía de la Historia, donde determina que la actitud del historiador materialista ha de ser distinta a la del historicismo (que busca en la historia hechos objetivos como señales del progreso): observar en la historia aquellas fantasmagorías, aquellas ilusiones que ocultaban a los hombres lo que en el presente se hace evidente.

 

De esta forma, Benjamin, consciente o inconscientemente, está llevando a cabo una maniobra epistémica similar a la que más tarde propondrá Derrida con la Deconstrucción y con su concepto de différance. La tradición epistemológica occidental, desde Sócrates a Kant, había trazado un esquema cognoscitivo en el cual, cualquier objeto de conocimiento, habría de ser subsumido por una idea previa, que ilumina la aprehensión del objeto, o bajo un objeto previo de la experiencia en un esquema transcendental. Según este modelo, cualquier hecho o experiencia precedente, determina significativamente otra experiencia u objeto de conocimiento posterior. A este esquema subyace una idea de progreso y una concepción rígida en torno al significado del mundo, que se presenta de manera positiva, estable y necesaria; es este modelo el que ha condicionado y posibilitado la ontología occidental y una noción fuerte de lo que es “verdadero”. En contra de ello, Derrida propone un esquema de significación que opera de manera contraria: en la que los objetos y signos lingüísticos adquieren significado en la diferencia y oposición, y no en la identidad o semejanza, dentro de un contexto temporal, no determinado, contingente, que se proyecta en un eterno contínuum significativo. De manera que un texto, un objeto, un hecho histórico… adquiere significado en el “presente” que lo lee o interpreta; es la mirada presente la que da sentido al hecho pasado, y no al revés. Y esto, curiosamente, es lo que afirma Benjamin que debe ser la actitud del materialista histórico. Claro que hay matices entre Derrida y Benjamin, ya que éste último pone una gran carga humana en esa mirada, como si la interpretación del materialista histórico hiciera algún tipo de “justicia” al hecho interpretado, donde en este caso la “justicia” no es de tipo epistémico (en cierta manera, Benjamin sí cree que es también epistémica; es por esto que lo considero un idealista), sino ética/histórica, mientras que la de Derrida no puede ser de otra manera más que neutra.

 

 

*

                                                                                                    

“La historia es objeto de una construcción cuyo lugar no es el tiempo homogéneo y vacío sino el que está lleno de ‘tiempo del ahora’ (jetztzeit).” Walter Benjamin, Tesis de Filosofía de la Historia, T. XIV

 

Existe cierta armonía en nuestros movimientos corporales, una sintaxis en la flexión de nuestros miembros y la más fiel traducción en cada entonación con que nuestras pupilas reflejan el mundo. En cierto sentido, todos somos poetas.

 

Por esto me fijé en él, porque andaba con ese recato propio de quien se encuentra por primera vez en una situación que desconoce y no puede controlar. Estrenaba ropa que, lo más seguro, no había elegido; y esto, contrastaba con una bolsa mediana, de tela sucia y roída, de la que no quiso desprenderse cuando se acercó a mí para preguntarme a quién debía enseñarle su billete de viaje. Terminé de acomodar mis maletas en el maletero y le señalé al conductor del autobús, que ya se encontraba en la puerta esperando a los pasajeros. Hablaba un castellano neutro; lo más seguro es que hubiera nacido aquí y que jamás hubiera pisado Marruecos. Mientras fumaba un cigarrillo lo vi entrar y acomodarse en los primeros asientos; pese a mantener la calma, saltaba a la vista que se encontraba nervioso. Todavía faltaban unos minutos para la salida y el resto de pasajeros remoloneaban en torno al autobús; la mayoría se concentraba en el maletero y discutía cómo encajar las maletas; el conductor, con un pañuelo en la mano con el que se secaba el sudor de la cabeza, se dirigió hacia ellos para poner orden.

 

Aproveché ese momento para subir y, nada más entrar, me encontré con su cara; tenía la bolsa entre las piernas y me miró fijamente.

 

–En Zaragoza hay un control, con perros; los pasean por todo el autobús. Deshazte de eso como puedas y vuelve a tu asiento; si sales ahora y tratas de marcharte, aquellos dos tipos del pasillo, ¿los ves, el gordo y el del bigote?, son policías, te detienen seguro.

 

Conforme hablaba, su cara dio un giro, espantada; continué hacia mi asiento sin esperar respuesta. Lo observé cuando se dejaba caer por la puerta trasera, aprovechando un descuido del conductor, y vi cómo el muy cabrón depositó la bolsa en el maletero del autobús que había aparcado a nuestro costado y que partía hacía Bilbao en unos minutos; con agilidad volvió a subir y se encaminó, despreocupado y aliviado, hacia su asiento. No volvió a cruzar su mirada con la mía en todo el viaje. Ni siquiera una vez que llegamos a Zaragoza, donde la Policía Nacional revisó el autobús de arriba abajo.

 

El perro se detuvo unos segundos, imagino que eternos, a su lado y continuó hacia el fondo. Cuando lo tuve a mi altura le susurré: olisquea, olisquea, cabrón, me he bañado en gel hidroalcohólico antes de salir de casa.

 

Fue entonces cuando sentí aquello, esa experiencia tan benjaminiana de que, en ese instante, se cerraba un ciclo, de que ese momento, contenía otros momentos y, de alguna forma, daba nuevo sentido a lo sucedido en mi viaje de ida. De pronto, ambos viajes, ida y vuelta, se vieron significativamente entrelazados y, como si de una partida de ajedrez se tratara, pude ver todas las piezas dispuestas y deshacer la jugada, advirtiendo las consecuencias de otros movimientos posibles. De forma súbita, vino a mí una disposición distinta de ésta, una disposición en la que, por lo que fuera, yo no hubiera sido detenido en mi viaje de ida. De ser así, a buen seguro, al precio que podía conseguirlo en Madrid, me hubiera hecho con una cantidad considerable de hachís (pongamos por caso, como para fumar un año) y las consecuencias hubieran sido las imaginadas. Pero no fue así y, lo que en un principio parecía un golpe de mala suerte, se transformó en su contrario, adquirió otro sentido a la luz presente; aquel suceso sin importancia, nos había salvado la vida a dos desgraciados, a ése que temblaba rígido allí delante en el autobús y a mí. Él todavía no lo sabía, y nunca lo sabrá; yo sólo pude comprenderlo más tarde, cuando ese acontecimiento formaba parte del pasado, se iba alejando, como en un sueño, y aquel autobús recorría la Península, como un torbellino que me arrastraba por el horizonte cobrizo de la meseta, hacia el mar.

 

A lo largo de mi vida he experimentado esta sensación innumerables veces: la sensación de que un acontecimiento pasado cobra nuevo sentido en función de otro acontecimiento presente, distanciado en el tiempo; diría más, creo que es una condición epistémica muy presente en mi forma de ser. Hay quienes me consideran un imbécil o un tarado por ello.

 

 

*

 

“Vete. Esta tierra está maldita. Mientras permanezcas aquí, te sentirás el centro del mundo, te parece que nunca cambia nada. Luego te vas, un año o dos, y cuando vuelves todo ha cambiado. Se rompe el hilo. No encuentras a quienes quieres encontrar. Tus cosas ya no están. Debes ausentarte mucho tiempo, muchísimos años, para encontrar al regreso a tu gente, la tierra donde naciste.”

Cinema Paradiso (Despedida de Alfredo y Totó)

 

 

En Barcelona me esperaba Mire para ayudarme con las maletas. Nada más verme asomar por la puerta del autobús, me recibió con un abrazo. En Madrid me despidió Meri, mi compañera de piso, a quien regalé el libro de Jaime, con otro abrazo. Una vez más, con sendos abrazos esta vez, volvía a cerrarse un círculo; a lo que habría que añadir la inversión de letras de los nombres, trazando extrañas simetrías. No sé qué diría Benjamin de todo esto, supongo que tendría que consultar a un cabalista.

 

Durante mi último mes en Madrid di infinidad de vueltas a todas las opciones que se me presentaban y, el regreso a mi tierra, era una de ella. Pero entonces recordé las palabras con que Alfredo anima a Totó a dejar Sicilia; recordé también mis últimas visitas o estancias en Murcia y tomé la decisión de volver a casa, a mi Barcelona.

 

Lo primero que hice, en cuanto me despedí de Mire, fue ir a ver a Valentina; esa misma noche. Los días siguientes no hice otra cosa que caminar, como a mí me gusta, por Barcelona, tomando itinerarios que sólo yo comprendo. Nada había cambiado. Tenía la impresión de estar, cómo no, en casa; de que sólo me había ausentado unos días y de que Madrid y los meses precedentes no habían sido más que una larga y agotadora noche en vela. En pocos días encontré habitación en un piso horrible con gente horrible, donde todavía sigo viviendo. ¿Sobre el futuro…? A mí no me preguntéis; a mí el futuro no me incumbe, el futuro es suyo, de quienes todavía tienen un presente; el futuro no es nuestro, no se lo arruinemos.

 

 

**

 

A día de hoy la cifra oficial de fallecidos por SARS-CoV-2 en todo el planeta ronda los cinco millones de personas (4,9 millones a fecha de 17 de octubre de 2021, según las OMS); en nuestro país, el INE calcula unas noventa mil (87.132 muertes notificadas a fecha de 21 de agosto de 2021). Todas estas cifras habría que multiplicarlas por dos para hacernos una idea real de la magnitud de la epidemia. No obstante, estos números, por el momento, son irrisorios si los comparamos con los datos de otras epidemias precedentes (según los historiadores, se estima que entre 50 y 100 millones de personas murieron a causa de la gripe de 1918), pese a que dicha comparación no resulte funcional: tanto los medios técnicos como los conocimientos médicos, así como la cobertura sanitaria y el contexto histórico, estaban, en este caso, de nuestro lado. Pese a ello, pese a tenerlo todo de nuestro lado, el SARS-CoV-2 nos tuvo en jaque durante un año, colapsaron nuestros sistemas sanitarios, hubo que suspender derechos fundamentales y retrotraernos a medidas de otras épocas para contener la epidemia y, hasta que no llegó la vacuna, la tasa de mortalidad había bajado en nuestro país, desde el diez por ciento inicial, al cinco por ciento (un portavoz de la OMS afirmaba, en voz baja, hace unos días, que la tasa global de mortalidad del SARS-CoV-2 está entre 0,5 y 1; una tasa muy alta para un virus que se transmite como la gripe). Para medir, realmente, el alcance de la tragedia, sólo bastaría sustituir esos diez millones de abuelitos muertos por niños y creo que, entonces, todos comprenderíais de lo que estamos hablando; si así hubiera sido, este último año de desescalada hubiera sido bien distinto y, probablemente, la nuestra hubiera sido una generación herida sin remedio, como lo fueron las generaciones posteriores a las dos guerras mundiales.

 

Recientemente, el Tribunal Constitucional declaraba inconstitucional varios de los apartados contenidos en el Real Decreto por el que se proclamaba el Estado de Alarma en España; dicho fallo no fue una sorpresa. Cualquiera que eche un vistazo a nuestra Constitución (o a cualquiera de las de nuestro entorno), observará que existe un apartado de derechos fundamentales que son inviolables; toda modificación de estos derechos, aunque sea una sola coma, requiere un procedimiento de modificación agravado de la misma; lo que implica un referéndum. Las únicas vías que contempla nuestra Constitución para poner en suspenso estos derechos es la declaración del Estado de Excepción o de Sitio, algo que solamente puede llevar a cabo el Congreso de los Diputados, no el Ejecutivo; razón por la cual, el Gobierno optó por la declaración del Estado de Alarma. El problema es que la propia Constitución insiste en que dicho Estado, el de Alarma, no puede suspender derechos fundamentales; de modo que cualquiera de aquellas medidas que, de alguna forma, incurrieron en la suspensión de estos derechos, quedan deslegitimadas, a posteriori, por el Tribunal Constitucional, así como sus consecuencias: todas aquellas sanciones interpuestas durante el Estado de Alarma.

 

Durante unos meses, no solamente colapsó el Sistema Sanitario; colapsó el Estado en su conjunto. Los cientos de miles de sanciones impidieron que pudieran tramitarse todas las otras sanciones que, ajenas a la epidemia, seguían su curso. Gracias a ello, la denuncia interpuesta en Zaragoza contra mí por un delito contra la salud pública expiró en sus plazos y murió, sin gloria, como había nacido, en el limbo burocrático; en la tela de araña que el Gobierno mismo había tejido. Otro tanto sucedió con las sanciones que me fueron impuestas por pasarme por el forro los sucesivos toques de queda.

 

La respuesta del Gobierno ante este ridículo ha sido la promesa o amenaza de legislar una nueva Ley de Pandemias. ¿Qué quiere decir esto? Básicamente quiere decir que el Gobierno quiere tener la potestad de suspender derechos fundamentales, sin tener que recurrir a la mayoría del Congreso, por razones de “salud y medioambientales” (esto último puede leerse como un cajón desastre en el que todo cabe: sequías recurrentes, lluvias e inundaciones fuera de lo normal, desabastecimiento de recursos básicos –agua, pan, maría…–). Pero también quiere decir otra cosa: independientemente de cómo evolucione esta epidemia, parece que hemos asumido que el futuro que nos espera será así. Esto último, en mi opinión, es lo más grave que está sucediendo.

 

Una sociedad honesta, una Cultura con mayúsculas, hubiera exigido ya a estas alturas un nuevo estatuto para OMS y la firma de un tratado internacional, con el fin de “contener”, dentro de lo posible, futuras epidemias como ésta, o al menos establecer un protocolo conjunto de actuación. Una sociedad libre y valiente, ha de tener la capacidad de abordar un problema, mirarlo a la cara y cortarlo de raíz. Del mismo modo que existen tratados de no proliferación de armas nucleares, deberían existir tratados que aborden el no-uso de armas biológicas y agencias de inspección para evitar cualquier otro tipo de investigación “exótica” con entidades de este tipo. Una sociedad audaz, hubiera sido capaz de desmantelar todas las grandes explotaciones ganaderas en el planeta, puesto que el foco parece estar en las macro granjas, y aprovechado la coyuntura para prohibir el uso de vehículos movidos por combustibles fósiles dentro de núcleos urbanos. Pero no somos una sociedad audaz; no somos una sociedad libre ni valiente; no somos una sociedad honesta y, tampoco, una Cultura con mayúsculas.

 

La Historia no es maestra, menos aún de la Vida. Porque la Vida es absurda. Nada enseña: la Vida no puede ser maestra de sí misma; a vivir se aprende viviendo. Tratar de buscar un sentido oculto a la Historia o a la Vida, no es más que la expresión de un anhelo, que dice más del sujeto anhelante que de la Vida en general.

 

Ha habido otras epidemias, podría ser que éstas sean algo consustancial a nuestra condición; del mismo modo que los grandes saltos evolutivos y extinciones parecen vinculadas a cambios climáticos bruscos. Todo hay que decir, correlación no implica causalidad, del mismo modo que una reiteración tampoco implica la constante. Dudo que podamos tomar medidas que “eviten” de forma segura futuras epidemias o enfermedades; sí creo, por el contrario, que podemos tomar medidas ad hoc para no “desencadenarlas”. El matiz es importante: no podemos evitar nuestra naturaleza finita; no podemos gobernar el presente, como dioses que escribieran su historia. Sí podemos, en base a errores pasados, advertidos como errores en un presente, evitar las condiciones que en otras ocasiones nos condujeron a la catástrofe; no para evitar la catástrofe en sí, sino para no propiciarla.

 

Que nuestra acción sirva para hacer justicia a los muertos de ayer.

 

Gran parte de las medidas “excepcionales” que se tomaron (uso de mascarillas, distancia de seguridad, toques de queda y confinamientos selectivos) quieren ser naturalizadas, normalizadas: reguladas en una nueva Ley de Pandemias. Todas estas medidas no buscan hacer justicia a nuestros muertos ni pueden, ni quieren, evitar nuevas epidemias: son una forma de convalidar aquellas condiciones que ya una vez la desencadenaron. Es como quien tiene una gotera en casa y, en vez, de subir al tejado, reparar la entrada y cambiar la teja, obliga a toda su familia a comprarse un paraguas y utilizarlo cuando llueve. ¿No es absurdo?

 

La Vida, repito, es absurda y, a estas alturas, sólo estoy convencido de una cosa: que las cosas buenas son las que no se consiguen, porque así nunca dejan de ser buenas.

 

 

 

 

Barcelona, octubre de 2021