sábado, 11 de noviembre de 2017

Repúblicas efímeras

Sin duda, soy yo un bosque y una noche de árboles oscuros.
Sin embargo, quien no tenga miedo de mi oscuridad encontrará
también taludes de rosas debajo de mis cipreses.”

Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra



Camino descalzo, hundiendo los pies en la arena, casi ajeno a la lluvia, ahora mansa, que serpentea como una caricia a destiempo, exactamente estremecedora, por ciertos lugares de la piel, aquellos lindantes al cuello: allí donde se une a la clavícula.

Siento el placer de la omisión y sonrío a la imagen evocada, a sabiendas del estrafalario gesto de complicidad con mis propias perversiones en el que me regodeo.

Un horizonte plateado, difuminado en la bruma, como un paisaje de Turner, advierte a mis espaldas otro espectáculo de furia natural, un nuevo episodio de lluvias torrenciales como las descargadas estos días sobre Barcelona. Pocos son, temerarios o des-patriados, los que pasean esta tarde de otoño por la playa de Bogatell: un grupo de veinteañeros, norteamericanos, que juegan al rugby, borrachos, completamente ajenos a la histeria colectiva propagada por la ciudad; un par de argentinos -supongo- bebiendo mate y platicando sentados en el espigón; y una madre y su hija, que juegan con un teckel color canela junto a las hamacas recogidas de un chiringuito cerrado.

Ha sido la turba, un inmenso oleaje de banderas (de cochinas banderas) desplegadas, en ese sinfín de anatomías corrompidas que es la doxa, la que me ha expulsado de las calles de la ciudad y arrinconado frente al mar. Seguía mi itinerario hacia el gótico, como cada tarde que, frente a los apuntes de la oposición, se me corta la digestión, y me han obstruido el paso a la altura del paseo Lluis Companys al canto de Un velero llamado libertad, mientras patrullas de Mossos les hacían los coros y un tipo grueso, barbado, no como los barbados revolucionarios de ese otro siglo, prolífico en efímeras repúblicas, vendía entradas para participar en la mani. ¡Contribuyamos a la liberación de nuestros camaradas! ¡Visca la Revolució! ¡Amén! ¡Plañideros, a primera fila! ¡Eeeennnndavant!

Me detengo en la orilla y trato de no pensar en nada, de estar, simplemente; absorto en la imagen de mis pies, cada nueva ola, un poco más enterrados en la arena. Pero el teckel, que ha huido de sus dueñas, reclama mi atención trazando cabriolas a mi lado y, de vez en cuando, se encarama a mi pierna. Así que me alejo unos pasos y me dejo caer sobre la arena. Pero no hay manera, me sigue, olfatea mis pantalones y enseguida me lame la mano, que le aparto para terminar de liar un cigarrillo. Pienso en que me gustan los teckel y que no estaría mal tener un perro con el que salir a pasear. Agarro un pedazo de rama húmeda que encuentro en la arena y la lanzo: corre hacia su presa y vuelve hacia mí con ella en la boca meneando los cuartos traseros con expresión de plenitud.

Somos una especie inacabada, como si careciéramos de algo esencial o como si, todas esas otras virtudes que nos distinguen, hubieran logrado anular lo esencial; empeñada en amargarse a sí misma la vida. ¡¿En qué momento abandonamos el paraíso?!

Es una reflexión vaga, que se diluye como la lluvia en la resaca del oleaje conforme la verbalizo en mi mente y vuelvo a lanzar la rama todo lo lejos que puedo para ahuyentar al teckel. En cierta manera, todavía continúa esa otra imagen ocupando el grueso de mis pensamientos; es un recuerdo recurrente, que apenas logro apartar de mi cabeza cada vez que los veo ondear sus banderas. ¿Cuándo sucedió aquello? ¿Fue el otoño pasado, en febrero...? Sucedió durante una de mis últimas “mudanzas”; pero es curioso, no recuerdo si iba o venía: todas las estaciones de paso se parecen demasiado a sí mismas. Recuerdo perfectamente, sin embargo, su rostro, la expresión de sus ojos, el ademán cansado...


*
Era moreno, flaco y moreno, de talla alta; sólo su piel, demasiado pálida, y unos ojos claros, vidriosos, como queriendo salirse de las cuencas, parecían delatar otro origen: alguna república balcánica, quizá. Se le veía nervioso, eludiendo cualquier mirada y dirigiendo la suya, suspicaz y seguramente desorientada, hacia todos los puntos cardinales. Juraría que en un momento murmuró para sí en alguna lengua eslava.

Quizá porque ambos fuimos los únicos pasajeros que permanecimos a la intemperie en aquella estación de paso, frente al bar de carretera -yo fumando, absorto en el paisaje mesetario; él temblando, abrazado a la bolsa de mano que di por cierto era su único equipaje, probablemente, todo lo que poseía en la vida, si exceptuamos los recuerdos y otras voces que no callan-. Quizá porque ambos reconocimos cierta familiaridad en el semblante esquivo, o esa opacidad en la mirada que connota la carencia absoluta de expectativas. Quizá porque el sol ya se erguía sobre nuestras cabezas y todos, salvo nosotros dos, aprovecharon el alto en el camino para comer algo, mientras, era evidente, ambos lidiábamos para engañar el hambre... Quizá, por todo esto o por ninguna otra razón en particular, cruzamos la mirada el tiempo suficiente para contárnoslo todo.

Ciertas variaciones de su semblante indicaban mayor serenidad, aunque seguía llamando la atención su obsesión por mirar a todos lados, como si de un momento a otro fuera a aparecer por algún lugar de ese horizonte de pinos y lomas rojizas alguien para amonestarlo. Así que me decidí a acercarme y trabar conversación, pero su gesto de espanto me detuvo a pocos metros del banco en el que permanecía sentado. Sin dar un paso más saqué el tabaco y, mostrándolo, le ofrecí un cigarrillo. Entonces hizo algo que me desconcertó aún más: del bolsillo de la chaqueta, una chaqueta sucia y demasiado fina como para dar abrigo (temblaba, de frío y hambre), con prisas y aspavientos, como tratando de explicarse, sustrajo un pedazo de pan negro, no más grande que la palma de mi mano, envuelto en papel oscuro, y me ofreció una parte.

Tenía hambre, mucha. Mentí. Rodee mi estómago con la palma de la mano, como queriendo indicar que ya estaba lleno, que había comido lo suficiente antes de subir al autobús esa madrugada. Dudo que me creyera, pero no insistió y acabó con el pan mucho antes de que yo, sentado ya en el otro extremo del banco, terminara de liar el cigarrillo que, enseguida, le ofrecí y prendí con mi encendedor mientras él lo parapetaba del aire con una manos largas, heridas, temblorosas. Me miró como miran los niños cuando prueban las natillas por primera vez, y yo le sonreí, con esa sonrisa amarga que esgrimen los adultos cuando están cansados de serlo y quisieran volver a ser niños -o al menos serlo alguna vez.

Ese temblor me era familiar, demasiado, y en cualquier persona que no sea yo indica que debía llevar varios días, también demasiados, sin apenas probar bocado. Le pregunté en inglés de dónde venía y me respondió, como esperaba, en una lengua que no entendía, salpicada de palabras italianas de las que deduje que llevaba varios días cruzando Europa en autobús. Sacó un mapa de la bolsa y me señaló un pueblo de la costa levantina, mientras repetía dos palabras, en su lengua y en italiano, alternativamente. No entendí ninguna de ellas, ahora sé que decía “primo”. Yo señalé en el mapa varios puntos, conforme le explicaba, sin demasiada esperanza por hacerme comprender, y él asintió, muy serio, como si estuviéramos cerrando un gran negocio, como si las lenguas, nuestras lenguas, no fueran una frontera más; como vía de comprensión de algo que no había sido dicho.

Ambos continuamos sentados en silencio observando el paisaje, el ir y venir de coches y camiones por la autopista, adormecidos por el sonido de los grillos y de las ramas de unos plataneros que el viento golpeaba contra sus troncos.

Fue el chófer del autobús, recién salido del bar, quien rompió el silencio: mientras se llevaba un cigarrillo a los labios, sin apenas mirarnos, dijo en un tono monótono “en cinco minutos salimos”. Poco a poco fue desfilando frente a nosotros el resto del pasaje a la vez que nosotros apurábamos nuestros cigarrillos. Los más rezagados, una pareja precedida por sus dos hijos, que subieron las escaleras del autobús a trompicones incordiándose el uno al otro, discutiendo también entre sí:

-Mira que li he dit a la teva mare que no li prepari porqueries als nens, que després s'acostumen i es queixen del menjar ecològic.
-Va, no fotis, serà per un dia...
-És que em fa fàstic, mira-ho.

Noté una tensión, cierta pérdida de equilibrio del contrapeso puesto a cada lado del banco por nuestros cuerpos, cuando aquella mujer amish arrojó el bocadillo a la basura. Me puse en pie, apuré el cigarrillo antes de arrojarlo al suelo y me encogí de hombros mientras asentía con la cabeza; luego subí al autobús. Una vez dentro, desde la luna delantera lo vi acercarse con el bocadillo en la mano.

Posiblemente no hubiéramos vuelto a dirigirnos la mirada el resto del viaje, si no fuera porque cuando faltaban apenas unos metros para que el autobús entrara en la autovía, unos gritos me sacaron del ensimismamiento habitual y el autobús volvió a detenerse. Al parecer, “alguien del autobús” le había robado su tablet a una chica con cara de desequilibrada que pataleaba por el pasillo con los sentidos desbocados y euforia inquisidora en la mirada.

-Disculpe, ni la compañía ni yo mismo nos hacemos responsables de los objetos que puedan ser sustraídos durante el trayecto. Lo he avisado por megafonía antes de bajar, ¿no lo ha escuchado usted? Por eso las puertas se cierran. Hemos salido todos.
-¿Seguro que las ha cerrado bien? Ése no ha entrado en el bar -señalando al pobre diablo que, en ese momento, daba cuenta del bocadillo que había recogido de la basura.

Todas las miradas, también la mía, se dirigieron a él. Quisiera decir que fue impresión mía, pero juraría que la mujer que había arrojado el bocadillo a la basura (la amish) y que, seguro, lo había reconocido, hacía una mueca de asco mientras atraía hacia sí a uno de sus hijos y lo abrazaba, como queriendo protegerle de no sé qué peligro. Era imposible que pudiera entender lo que sucedía, pero el caso es que todos le miraban y que todos, por supuesto, ya habían emitido un veredicto.

No pude evitarlo, sonreí, me puse en pie, la miré enfebrecido, chulesco (lástima no haber tenido un cigarrillo entre los labios -¡jodido mundo aséptico!-) y le comenté con tono desafiante que yo tampoco había entrado en ese bar, que por esa regla de tres había dos, no un sólo sospechoso.

-Mire, no podemos perder aquí todo el día, usted puede poner una denuncia cuando llegue a su destino o como vea... Pero el autobús estaba cerrado y nadie ha podido entrar.
-¿Y si me la ha robado antes de bajar? ¿Eh?

Salí al pasillo, con mi mochila en la mano, la abrí y le enseñé todo lo que llevaba dentro; hice un gesto indicando que una tablet no cabía en los bolsillos de mis vaqueros. Posteriormente, acompañado de un murmullo y ante la mirada divertida del chófer del autobús, me dirigí hacia él (al único del pasaje al que al parecer la determinación con la que estaba haciendo lo que estaba haciendo le daba cierta seguridad, pues seguía completamente desconcertado, aunque no dejaba de masticar el bocadillo), le indiqué con la mano que tenía que coger su bolsa y asintió con la cabeza. La abrí. Sólo había algo de ropa sucia, un mapa de carreteras manoseado y un ejemplar enmohecido de Guerra y Paz en ruso, esloveno o lo que fuera. Se la devolví. Me disculpé, por todo ellos, en castellano.

Quiero creer que comprendió y aceptó mis disculpas, que comprendió que simplemente había escogido el autobús equivocado y que los pobres diablos como nosotros siempre estamos en manos del destino: del autobús equivocado o del capricho de una manada gregaria, ignorante e iletrada; que si él no hubiera subido en aquel autobús, no cabe duda que hubiera sido yo el acusado, que por eso fui yo el primero en enseñar el contenido de mi mochila... No lo sé. Lo vi apearse del autobús más tarde, con la cabeza gacha y los brazos pegados al cuerpo, sin dirigir la mirada hacia atrás, hasta confundirse en el tumulto de la estación.


*
Evoco este episodio absorto, con la mirada puesta en las huellas que mis pies han trazando en la arena y que las olas, con nuevas y profundas sacudidas, van borrando.

El teckel, hace rato, ha vuelto con sus dueñas; de fondo escucho sus ladridos y alguna risotada de la niña. El grupo de norteamericanos se marchó hace un par de cigarrillos, pero los dos argentinos del espigón continúan con su charla; también fuman.

La risa de la niña y ese camino de huellas tachadas me hacen recordar el pasaje de Nietzsche en el que se identifica la cualidad artística del übermensch con el espíritu infantil. La referencia de Nietzsche, al atribuir a Heráclito la metáfora del niño jugando en la arena, por lo visto, está equivocada. Hace poco leí un artículo de una filóloga en el que afirmaba que la metáfora, realmente, al parecer, pertenecía a Homero. Cosas de la intertextualidad. Nietzsche conocía ambos pasajes, el de Heráclito y el de Homero, por supuesto, y al escribir el suyo de memoria atribuyó la metáfora a Heráclito. Un simple despiste, mera economía discursiva, pues ambos, hacían referencia a la misma idea: esa capacidad infantil por inventar un juego y, una vez concluido, volver a empezar o inventar uno nuevo; esa forma inocente que tienen los niños por el jugar en sí mismo, más allá del juego concreto; esa plasticidad con la que son capaces de mirar hacia adelante, sin anclarse eternamente al pasado: de renovarse en cada oscilación de ese juego eterno, de esa construcción- destrucción que es en sí misma la Vida.

Observando mis huellas, que prácticamente han desaparecido, me embarga una profunda melancolía y advierto lo difícil que es, en muchas ocasiones, ser nietzscheano. Apago el cigarrillo y recojo las colillas que he ido amontonando. Al levantarme, el teckel vuelve a acercarse y comienza a olisquear la arena donde he estado sentado. Arrojo las colillas al contenedor y sacudo con las palmas de la mano la arena de mis pantalones, humedecidos. Ambos, la niña y el teckel se me acercan.

-Vols jugar amb nosaltres.

La miro a los ojos, serio, y le respondo un altre dia, avui no puc. Hace un mohín y agacha los ojos. Trato de expiar mi brusquedad con una sonrisa, pero no surte mucho efecto, así que le saco la lengua con la más payasa de todas mis muecas. Ríe, le muda el rostro. Les guiño un ojo y les doy enseguida la espalda.

De vuelta a casa, subiendo por Marina, me felicito por haber cambiado de aires y por haber decidido venirme a vivir cerca del mar. En el horizonte, tras la silueta de la Sagrada Familia, se observan las colinas de la Teixonera, Carmel, Guinardó... cubiertas de nubes negras. Efímeras repúblicas.

Aprieto el paso, me espera la lluvia.

domingo, 13 de agosto de 2017

Inhóspito

Que hubo mañanas amarillas
que abrazado a la acogedora luz
amanecías en tu cama
maravillado por el simple declinar
del momento, de saberte vivo.

¿Acaso lo recuerdas?


*
Tu memoria está cosida, sin remedio, al estilo de estas palabras que a veces repites cuando te sorprende el canto de sirenas del amanecer y tú te amarras a la noche sin fin (desafiando este agravio), por imágenes de paraísos perdidos, retazos de Vida demasiadas veces mal remendados.

Mientras tanto, días y paisajes inhóspitos se suceden, como este cielo plomizo de agosto, en que me detengo a observar mi rostro reflejado en los estanques del Parc del Guinardó, frente a la plaza del Nen de la Rutlla; como inhóspita es la imagen, poco cabal, que me devuelven sus glaucas aguas: un ser extraño, de mirada herida -hay quien dice que hechizada-.

Hubo días, antes, en que no hacía otra cosa que mirar a los ojos y emborracharme de ideas, brindar en su nombre y experimentar con tantas fugaces y escurridizas combinaciones como posibilidades semánticas nos deparó la inocencia: vivía en un mundo-hacia-el-mañana, muy distante de este ahora en que sólo encuentro casa con quien puedo compartir derrotas e intercambiar cigarrillos.

(¿Acaso no era Lacan quien decía que un discurso no es más que la proyección obsesiva de nuestros propios síntomas?)

Vivimos un tiempo inhóspito, que sólo ofrece lugar a la disidencia como forma de heroísmo.

Pocas otras formas de heroísmo sobreviven.

La mía es enfrentarme a esta luna, y al recuerdo de sus pasos cansados, que acompasaba al ligero jadeo del fuelle amplio de su pecho; el recuerdo de unos ojos diminutos, oscuros y redondos, tras las lentes, que hablaban por sí solos.

Y con cada luna, yo busqué en todas las esquinas de cualquier ciudad una mirada, una sola mirada, que fuera capaz de hablar(me), de expresar por sí misma, algo inefable. Pero siempre acabaron por llamarme degenerado.

Todo eso fue antes, no ahora, que la juventud me dio plantón (sin avisar) y pienso la Vida en términos probabilísticos.

El error, mi mayor error quizá, fue no haber sabido darme cuenta.

Y repasas tus días, claro, cuando esta absurda cojera te permite caminar como a ti te gusta; pues caminar es el mejor remedio para tus males.

¿El último verano de mi juventud?, te preguntabas. Y maldices por no haber sabido tomar conciencia, por no haber tenido su lucidez (la de Jaime G.B.). El último verano de nuestra juventud fueron aquellos días de la Costa Brava con Helena. Ella llevaba un sombrero horrible y conducía con terquedad adolescente, y yo un bañador prestado, descamisado, con unas gafas de sol de matón-de-barrio, aún más horrendas que el sombrero de Helena, compradas a un senegalés en el paseo marítimo de Cadaqués.

De haber sabido darme cuenta, no hubiera subido al coche de Helena para anunciarle de regreso a Barcelona que aquél fue el último verano, que ya nunca volveríamos ser jóvenes, que en aquellas aguas, o extraviadas en alguna de las agrestes calas de la Costa Brava, el tiempo haría añicos la furia y el relámpago que un día me vieron nacer a la Vida, que nunca más volvería a gritar y sollozar a las estrellas como aquella noche en que la luna era inmortal y el firmamentos un espejo turbio sin pulir, hecho añicos. Que ahí acababa todo. Que lo demás no era si apenas un epílogo.

Quiero creer que hubiera optado por establecerme allí, dejado crecer barba y comenzado a fumar en pipa,
y ensanchar mi espíritu,
con los ojos ebrios de mar.

Pero no. Al parecer la historia fue que ambos volvimos a Barcelona, yo para sacrificar mi juventud por un puñado de sueños que no eran más que imágenes de otro mundo; un mundo, ese mundo, para el que fuimos concebidos y que ya no-es.

Ahora, se nos ve vagar como espectros por las calles entre desalmados turistas, voraces de vertiginosas experiencias, porque ya no pertenecemos a este mundo.

Quizá por todo esto, por esa fricción entre mundos que no pueden ser conciliados; por ese chasquido que produce el pedernal cuando es golpeado contra la piedra... ellos, que sí son jóvenes -y piensan la vida en términos posibilistas-, aunque a una cochina bandera eternamente abrazados, les increpan.

No lo sé, todo esto lo pienso porque he vuelto a pasar por la plaza del Nen de la Rutlla y ni rastro de Valentina. Desde mi regreso no he vuelto a cruzarme con ella y, sin ella, Barcelona, el Guinardó... ni siquiera yo; nada es lo mismo. Más tarde, caminando por La Salud todo me ha parecido extremadamente inhóspito. Todo. Y en ello pensaba, en estas cosas, mientras fumo un cigarrillo observando la reacción de los rebaños de turistas en dirección al Parc Guell, al encontrarse con una pintada en la pared que reza: Dear tourist: balconing is fun!


Barcelona, 7 de agosto 2017



miércoles, 17 de mayo de 2017

Aventi fundacional

El niño juega con sus gusanos de seda sentado en el suelo de la terraza. Construye abstraído una casita con palillos finos de madera para guardar los capullos, antes de que éstos rompan y emerjan las palomas. Aunque prefiere los gusanos a las palomas, que siempre escapan de la caja de zapatos y mueren a los pocos días, vive ansioso a la espera de que éstas pongan sus huevos, cientos de ellos, y nazcan, minúsculos, blanquinegros, los futuros y diminutos gusanos que alimentará con hojas de morera que recoge por los alrededores del Romea o en el jardín de San Esteban.

El niño todavía no lo sabe, pero está a punto de entrar en la Vida por la puerta de atrás.

De improviso, su cuerpo se eleva y es zarandeado como un muñeco de trapo; apenas logra desentrañar, una vez más, el sentido de esas palabras que, desde que tiene uso de razón, sabe preludio de nuevos golpes. Antes de que todas las imágenes que alcanzan a su mente se fundan en un estallido multicolor de docenas de luces que brillan hasta desvanecerse en su conciencia como estrellas en el cielo oscuro, antes de que su cráneo golpee y rebote contra el pilar de la pared, antes de todo, el niño jugaba a construir una casita para sus gusanos de seda.

Cuando todo termina, el niño reposa catatónico en el suelo con la mirada fija en su caja de cartón, volcada, mientras los gusanos de seda escapan a la misma velocidad que sus pensamientos. A un costado, quebrados, los palillos de madera con que construía la casita para los gusanos. Respira pausado y se complace en la calma que siempre sigue a estos episodios. Siente que de esta forma ya ha pagado su deuda, que los golpes son el precio a pagar por el hecho de estar ahí, de existir. Piensa que la existencia se reduce a eso: a un ciclo brutal tras el cual todo queda en paz, al menos durante unos días. Cree que es sudor lo que baja por la nuca y empapa su camiseta. No presta atención, se concentra en los gusanos, los anima en su huida. ¡Huid! ¡Huid! Uno de ellos se le acerca y comienza la ascensión por su pie. El niño lo mira, nota el cosquilleo, que le devuelve una sonrisa espontánea, inocente, una carcajada de niño, e inclina la cabeza para verlo en su ascensión.

La imagen que quedó en el recuerdo del niño guarda cierta similitud con algunos fotogramas o secuencias del cine surrealista. Un gran gusano de seda, grueso y moribundo, con sus anillos negruzcos como insertados en la carne blanca, teñido en sangre, que recta por las falanges del pie.

El niño, ya hombre, evocará esta imagen a menudo, a lo largo de centenares de noches en blanco, el resto de sus días.

El niño enseguida perderá el sentido y, cuando despierte, como hasta ahora, será incapaz de comprender todo lo que sucede a continuación.

El niño no sabe encajar la expresión en el rostro de los doctores cuando examinan su cuerpo. Tampoco adivina quiénes son esas dos mujeres sin bata que le hacen preguntas en el hospital cuando se marchan los médicos. Menos aún comprenderá lo hablado con aquella otra mujer mayor que lo trata con cariño y lo observa con tristeza y a la que tendrá que visitar en su despacho durante los próximos días. El niño, también, se siente desorientado, cuando es su padre quien le implora. El niño no comprende nada. El niño ya ha nacido a la Vida. A partir de entonces, sólo tratará de comprender.

Días más tarde vuelve el desconcierto. El niño es llevado a una gran habitación con bancos de madera, en cuyo fondo, más elevado, se sienta el hombre vestido de cuervo, que habla y pregunta, y ante el que todos callan. El niño mira asustado la bandera y la foto enmarcada de un Rey que hay a la espalda del hombre-cuervo. El niño escucha y escucha y por fin llega el momento en que el hombre-cuervo le hace esa pregunta. El niño ha aprendido lo que ha de responder. El niño sabe que todos en la sala le miran, el niño siente todas esas miradas clavadas en él y toda esta situación le hace sentir culpable y le sobrepasa. Hasta que al fin, el niño logra decir lo que ha de decir. Y toda la sala se despierta en un murmullo de voces, y vuelven esas dos mujeres sin bata del otro día y siente la mirada agradecida de su padre mientras se aleja con ellas, que le cogen de la mano. El niño, todavía no lo sabe, pero sale de esa sala casi transformado en un hombre.

El niño es llevado a casa de un familiar cercano: una mujer mayor, de la familia de su padre, que podría ser cuanto menos su abuela. El niño teme a las mujeres: son agresivas e inestables, cambian de parecer o de ánimo muy a menudo; cuando esto sucede, el niño es golpeado con inquina, luego le piden disculpas y el niño las acepta. Pero ella no es así y el niño descubre, comprende y conoce, durante unos años, otras facetas de la Vida que hacen que ésta merezca la pena ser vivida, y a estas sensaciones se agarrará el resto de sus días cada vez que la imagen de ese gusano trepando por su pie le borra el sueño. Descubre el sabor de la leche espumosa y recién ordeñada cada mañana, enturbiada por unas gotas de café; sabrá de caricias y besos dados de forma inesperada, porque sí, en cualquier momento del día, pero, sobretodo, al llegar la noche, sobre la cama; saborea la brisa salina de las mañanas de verano en las orillas del Mar Menor golpeando su rostro, y la suavidad tibia del agua, puesta en cubos al sol desde primera hora, con que ella le quitará la arena del cuerpo en el patio trasero de la casa antes de la comida. El niño olvida su pasado y se reconcilia con la Vida.

Pero ésta es ingrata (el niño, ya hombre, lo sabrá y lo dirá) y una mañana, ese mismo niño, descubre que la muerte arrebata el espíritu a las cosas, que quedan yertas, sobre un lecho, como figuras de cera. Una vez muertas, ya no hablan, no respiran ni te pinchan al besar, pues ya tampoco besan. Y el niño llora por primera vez lo que nunca había llorado, tanto que le duele, que siente que vomitará el estómago y los pulmones, desgajados, saliendo por su boca; y caminará solitario por la orilla de la playa; y evitará el paseo iluminado y bullicioso; y responderá y no, y nada más.

El niño, ahora sí, ya es un hombre, cuenta aventis y se hace acompañar de noveluchas manoseadas. De él dicen que es mala compañía, una mala influencia: hace novillos, salta por las tapias, fuma a escondidas y, cuentan las malas lenguas, capitanea un grupo de chicos mayores que él. Pero el niño sólo cuenta aventis, come naranjas y limones y fuma ensimismado mirando al cielo con una pregunta entre los labios que todavía no sabe formular; con el paso del tiempo se hará más introvertido.

El niño, ahora hombre y siempre con frío, nunca volverá a conocer un hogar y vivirá en una diáspora de pisos por toda la ciudad y, más adelante, por otras ciudades. Querrá ser filósofo y escribir aventis en primera y segunda persona, como a él le gusta contarlas; y se dejará acompañar siempre por quienes como él carecen de lugar en el mundo.

El niño, ahora hombre, cometerá muchas equivocaciones y de todas ellas, las más dolorosas sobretodo, hará una lección con la que acercarse más a sí mismo.

El niño, ahora hombre, continúa empeñado en comprender y evita cualquier respuesta sencilla, y mira a la Vida cara a cara y se encara consigo sin ambages. Es heterodoxo, políticamente incorrecto, crítico hasta el desespero, disidente de todos los ismos, enemigo de la doxa (en cuanto al conocimiento se refiere, no a la acción) y amigo entusiasta de las cosas pequeñas, de lo que está por hacer y de aquellos con quienes se cruza en el camino y tiene el presentimiento de que siempre los ha estado esperando.

El niño, ahora hombre, aborrece ese fetichismo lingüístico de nuestros días, esa obsesión reverencial que tienen algunas personas por ciertas palabras, que (ab)usan o arrojan a su antojo sin medida, arropadas por quienes jalean o aplauden; personas que carecen de vergüenza, e insultan a las palabras mismas, restándoles valor y volviéndolas inocuas cuando de ellas se espera un remedio. El niño, ahora hombre, sabe que las palabras pueden ser muy peligrosas, pues son herramienta o phámakon que puede volverse contra uno mismo; más que un remedio, pueden ser la enfermedad.

El niño, porque ahora es hombre, enmudece y se encoge de hombros ante las sombras y la mezquindad de la condición humana. Vela sus penas caminando y continúa mirando al cielo, siempre en busca de la pregunta, no de una respuesta; éstas están a ras de suelo. Sólo muy contadas veces desespera y se deja llevar por el dolor profundo, pero es que el niño, ahora hombre, también fue niño, por breve que fuera ese periodo.

Quizá esta sea la razón por la que el niño, todavía niño, lleva desde hace semanas una pareja de osos panda en el bolsillo y discute consigo, ahora hombre, por qué no se ha deshecho todavía de ellos y por qué, a veces, cuando camina por su Barcelona, suele llevarse la mano al bolsillo, sólo para cerciorarse de que ahí continúan.

Es evidente que el niño, ahora niño, quisiera un milagro: recuperar la ilusión.




Barcelona, 16 de mayo de 2017

viernes, 31 de marzo de 2017

Antropometría de una sociedad de emprendedores


Puede que, en algún momento de su existencia, tuvieran el potencial para convertirse en hombres y mujeres, pero de esto hace mucho, demasiado; tanto, que apenas si recuerdan el gesto carente de rentabilidad o el efímero armazón de lealtades y simpatías con que fueron moldeados los cuerpos inmaduros antes de aposentarse, regios y defraudados, en esa constelación de relaciones usufructuarias, intereses medidos y valores en alza o a la baja.

Los de su juventud fueron, si acaso, unos años gozosos, de poco estudio, mucha calle y algún que otro exceso sufragado con la paga adicional de aquella abuela elegante y devota que los recibía adormilada en el sillón de mimbre. Años y noches, es cierto, en que frecuentaron los viejos cafetines, atraídos por la feliz promesa del hachís y acompañados por un variopinto grupúsculo de amistades poco recomendables, a cuyos brazos se abalanzaban como si de verdad estuvieran dispuestos a vivir, envalentonados por esa amarga pátina de polvo de estrellas que amortiguaba sus gargantas.

Demasiado a tiempo, sin embargo, supieron ocupar el lugar convenido, para regocijo del padre y en honor de ese abuelo difunto que preside la estancia (y los recuerdos) en marco de plata. Y así la familia y los amigos, con entusiasmo mercantil, festejan esa presunta y mal encarada mayoría de edad, como solamente se celebran estas cosas en provincias.

Gracias a la temprana recomendación familiar, y tras alguna que otra experiencia recreativa y nada transformadora, les fue dado ensayar, sin más peligros que el de la obligación de madrugar, el tipo de hombres y mujeres que llegarían a ser, que de ellos cabría esperar; para emerger a la vida cotidiana con un peso de costumbres bien arraigadas y que exhiben sin rubor en cada una de sus facetas, sobretodo en la cualidad sonora del paso firme, el ademán imperativo y el relicario de altanerías con las que habrían de reconciliarse de una vez por todas con su estirpe.

Sentados ya a la mesa del festín y vencidas las ultimísimas resistencias, no son más que una caricatura de lo que hubieran querido ser o de lo que podrían haber llegado a conseguir, con tan solo haberlo deseado. Y todo el cortejo que los alumbra reconoce la conveniencia de ese aire de familia dado por el amanecer escarchado de sus sienes, la falta de sueños en los párpados caídos y el peso abultado de sus cinturas, engrosadas por ese tres per cent de vanidad, diligencia y falsa compostura.

Un destello de nostalgia cristaliza muy de vez en cuando en su mirada cuando observan a sus hijos y alcanzan a comprenden que, del mismo modo, también ellos devendrán en materia deglutida por el tiempo, tal y como le es dado a los hijos de Chronos. Pero es sólo un instante, enseguida vuelven a hacerse cargo de su lugar en el mundo y se apresuran a llamar la atención del camarero que se retrasa en demasía con la comanda.

Ahora, pasean con cansado orgullo e histriónica satisfacción, ese estereotipo en boga de hombres y mujeres emprendedores y poco dispuestos a perder el tiempo en cuitas propias de menestrales, emulando a los padres que no quisieron ser, y distrayendo de sí, como si de una mala fiebre o de un recuerdo incómodo se tratara, todo lo inapropiado de determinadas relaciones humanas basadas en el desinterés.

Encerrados en un mediocre e insustancial mundo de tristísimas tardes dominicales, miradas lánguidas y hechos consumados, arrastran un aura de gente-bien que casa adecuadamente con el aroma dulzón del aftershave o con el caprichoso mohín con que ellas expresan su disconformidad ante lo zafio. Sobre sus cabezas gravita una penumbra de insatisfacción bien contenida y se diría que mienten cuando, acaso, algún día proclaman, con encorsetado convencimiento, su felicidad; porque la vida, ya se sabe, adquiere la gravedad precisa y el sentido elevado que la memoria confiere, y la suya es una existencia pergeñada sobre un lodo de sueños y aspiraciones anulados antes de tiempo y configurada en base a un repertorio limitado de actitudes oficiales, horarios de oficina, espacios de entretenimiento y escasos momentos de esparcimiento (semanal y reglado).

Acodados en una cínica y medida mansedumbre como remedio a su incipiente úlcera gastrointestinal, combaten con discutible pericia dialéctica cualquier principio contrario a la poco críptica, por lo demás, axiología institucionalizada; y rara vez les tiembla el pulso cuando han de expresar su desprecio ante todo aquello que se les opone o se les niega, como niños consentidos que no han sido nunca destetados. Resignados y convenidos con lo dado, irradian esa malquerencia por todo aquello que no puede ser medido, ostentado o adquirido, pues defienden natural y necesario que la nuestra sea una época en la que todo, inevitablemente todo, deviene mercancía.

Muchos de ellos transitarán por la vida sin aportar nada: sin crear nada, sin intervenir en nada, sin innovar en nada. Sin. Otra gran mayoría vive sin freno, con mayor o menor conciencia, este ciclo neurótico de producción-consumo sacralizado por nuestra época: consumen simpatías, compran interpretaciones de temporada de sí mismos, opositan a panfletistas vacacionales en las redes sociales, abandonan las casas de sus padres sólo cuando lo indican las estadísticas del CIS, queman en los gimnasios las medidas de proteínas-hidratos-grasas prescritas por su dietista y adquiridas oportunamente en una cooperativa de consumo ecológico, acuden sin sus parejas a terapia Gestalt, experimentan con sus 1,6 hijos novísimas técnicas pedagógicas… Pero todos, todos sin excepción, viven convencidos de que para bregar en esta sociedad hay que ser “absolutamente emprendedores”, y ellos, no es discutible, lo son.


martes, 14 de febrero de 2017

Barroco


Un haz de luz, de luz densa y oblicua, con esa cualidad corpórea que la hace asemejarse a una lluvia de oro en su desplegarse por los contornos de este mobiliario que apenas me resulta familiar, ametralla la persiana de la alcoba y me despierta con la triste noticia de una geografía espectral ya olvidada: luces y sombras de un paisaje mítico y al mismo tiempo decadente que me niego a revivir.

Cansado y desorientado, sin los automatismos propios de quien anda por casa (de sentirme en casa o de estar en casa), me desprendo de las sábanas para alcanzar la ventana e, impaciente, recoger la persiana e iluminar la alcoba y disfrutar del único prodigio que esta ciudad, pobre y derrotada ciudad, puede ofrecerme.

Tras los cristales, la torre azulada del viejo palacete de los Saavedra, reconvertido en residencia de estudiantes, y, en primer plano, el desgranado escudo de la familia, tallado en piedra, junto al pequeño frontispicio barroco de su fachada principal.

Es un barrio de calles laberínticas, envejecido y oscurecido por el tiempo y un urbanismo inmaduro, omnívoro y carente de sensibilidad estética. La luz sólo alcanza a esta calle estrecha, antigua rambla, a primeras horas de la mañana. Es la misma luz que alumbró mis primeros pasos y que dio paso a las últimas sospechas. Guarda cierta materialidad al abrazarse a las cosas, como si quisiera plantarnos cara, con ese descaro de quien guarda la llave y puede hacer tambalear nuestro mundo en un instante, como si en su mano estuviera la verosimilitud de todo cuanto nos rodea. Se cuela por los callejones, por vidrieras de plomo oxidado, entre la mansedumbre del paso por el adoquinado de las calles-salón en torno al Casino; salta de fuentes, cabalgando sobre el chorro de agua al romper contra la piedra tallada, que sólo aspiran a eso: a ser fuente que refresca la plaza humilde y alegra esa vida de sucesión de balcones adornados con palmas secas y claveles.

Mendaz, como el falso oro del latón bañado en pobre metal que adorna las sacristías de barrio, las viejas capillas de barro y escayola, blancas y puntillosas en el detalle (hasta la exageración), que acompañan querubines, santos patronos de rasgos bizantinos e imposibles volutas también doradas que nunca lograrán ocultar, si es que acaso lo pretenden, antiguas reminiscencias arabescas.

El barroco tiene que ver con cierta retórica exhibicionista, con una teatralidad cuyo fin último no es tanto engañar y entretener, puede que, en algún caso, infundir temor, sino todo lo contrario: como un mostrarse entre bambalinas, como un saber hacer que se explica a sí mismo, que pide ser explicado por sí mismo.

Y esto te lo dices a ti mismo en tu infructuosa búsqueda de algún escenario que te haga olvidar, en tus denodados paseos vespertinos por los cuatro puntos cardinales de la ciudad (como quien buscara un resquicio entre los muros de la fortaleza por el que emprender una nueva huida, esta huida sin fin): ¿Cómo es posible que alguien tan exacerbadamente barroco como tú pueda sentirse tan a disgusto por estas calles, tan desnudo frente a estas estampas que bien podrías describir con los ojos cerrados?

El caso es que te sientes un extranjero y que todos te tratan como tal: lo dice tu DNI; algo en tu acento, por mucho que trates de impostarlo, te delata; incluso tus costumbres despiertas sospechas y confabuladas miradas entre los domingueros que acuden cada fin de semana a estos barrios a pasar el día por entre las calles de tu infancia y de tu primera juventud.

No puedes más que emular a Franz Tunda, ese Odiseo moderno, en su viraje por Europa: extranjero sin patria, pues no hay patria a la que regresar; enfrentado al lento proceso de reconocimiento que hace de él un sujeto siniestro ante el que todos guardan cierta distancia, sólo estrechada por incómodos lazos filiales o viejas frecuencias que ahora enmudecen los rostros conocidos. De esta forma, perdido el derecho de ciudadanía, también se le niega el derecho al anonimato: ese andar, enfermizo y abstraído, cuasi reflexivo, sin prestar atención, por la calle. Un extranjero (aquí y allá) al que todo el mundo quiere saludar pero al que nadie, jamás, perdonará su deserción. Un extranjero en casa y un (feliz y anónimo) habitante en cualquier otro lugar.

De modo que aquí me veo: es 12 de febrero, las cuatro de la tarde, los comercios permanecen vacíos desde hace ya casi diez años, y no porque sea domingo, y las familias ocupan los bancos soleados de la plaza; en las tabernas y terrazas charlan animadamente los emprendedores, algún comercial de triste estampa se entretiene más de la cuenta empolvándose la nariz en un aseo sombrío mientras coquetea con ese otro medio gramo que no le cabe en la mano, en las orillas del Segura un padre y un hijo lanzan el sedal de sus cañas sin demasiada esperanza y una joven pareja sin plena conciencia de la vida se besa camino del Malecón. Justo en ese momento, allí estaba yo, otro Franz Tunda: 38 años, salud complicada, mirada despierta y algunas monedas prestadas en el bolsillo; un hombre que quizá fue joven y pudo tener algún que otro talento, en la plaza, frente al busto de Salcillo, en un rincón apartado del mundo, sin saber qué hacer. Un tipo cualquiera, sin profesión, ni alegría, ni esperanzas, ni ambición... ni siquiera egoísmo. Nadie en el mundo era en ese momento tan superfluo y prescindible como yo.




Murcia, 12 de febrero de 2017

martes, 17 de enero de 2017

Hijos del Tiempo



La octava tesis de Benjamin comienza con ese sutil, aunque inevitable, anuncio de un nuevo sujeto histórico:

“La tradición de los oprimidos* nos enseña que el ‘estado de excepción’ en que vivimos no es sino la regla.” (W. Benjamin, Tesis de Filosofía de la Historia, Tesis VIII)

Nada es inocente; menos aún hoy en día. La dicotomía con la que pretende ir más allá de un concepto materialista de la Historia y superar la oposición categórica (burguesía-proletariado) con la que el pensamiento europeo quiso “salvar la experiencia”, se confirma con una nueva forma de narratividad histórica. Una historia que de ningún modo podrá ser ya la historia de los vencedores, y que, por ello mismo, bajo mi interpretación, jamás-ahora-ni-nunca podrá ser narrada como una restitución.

Creo, pienso, focalizada en la Historia, la tradición de los oprimidos, su relevancia en la construcción de la historia o su impulso vital hacia un mañana en el Espíritu, no podría ser jamás un acto de revancha. A cualquiera que se inscriba en la tradición de este sujeto histórico le han de faltar agallas para ejercer de verdugo y tomar el testigo.

La lucidez de Benjamin fue ese “gasto” de vida y tiempo en su batalla intelectual por dar con una nueva categoría capaz de redimir y salvar la experiencia más allá del enfrentamiento, de la oposición de la materia, del entrechocar de los átomos para una Física carente de consideraciones éticas y suscrita a la categoría de progreso, que no es más que el estandarte histórico de la otra tradición: la tradición de los vencedores, de los opresores.

Este nuevo sujeto (los oprimidos, los vencidos, los represaliados, los expatriados, los refugiados…) y su inscripción en toda una tradición histórica que preña de sentido nuevamente la Historia, es tan contemporáneo que termina por asumir plena validez en el nuevo discurso político cuando es traducido, desde hace apenas unos años, en la oposición “los de abajo-los de arriba”. Asimismo, alcanza la aspiración kantiana de universalidad en cuanto es aplicable por todo el globo.

A la tradición de los oprimidos pertenecen quienes comenzaron su odisea jugándose la vida en el Egeo y ahora sobreviven (quienes lo consiguieron) con el corazón helado y desesperanzados en los múltiples campos de refugiados diseminados por Europa (esa patria que nunca fue). A la tradición de los oprimidos pertenecen los cientos de miles de europeos que, en la última década, han visto violadas sus expectativas de vida: padres y abuelos resignados e impotentes ante la miseria de sus hijos-nietos, mi generación: varada material y vitalmente, suspendido cualquier proyecto vital, sin capacidad de reacción, emprende una huída (sin fin) hacia adelante que, todos sabemos, será dramática tarde o temprano. A la tradición de los oprimidos, también, pertenecen esos millones de mujeres que, por el hecho de serlo, ven frustradas sus expectativas, laborales y vitales, sus madres y abuelas, auténticas heroínas carentes de espíritu de revancha, piezas fundamentales en los engranajes de la Historia, orgullo de clase para los oprimidos. En esta tradición, añadimos a todos aquellos que, de alguna forma, han sido objeto de discriminación, violencia física o verbal; a todos aquellos que no han tenido su oportunidad.

A la tradición de los oprimidos pertenecen todos aquellos que renuncian de antemano, sin ninguna otra aspiración, a ocupar el lugar del opresor, porque arrastran tras de sí la sombra de la derrota, quizá porque ocuparon el lugar del represaliado en otra época (épocas fértiles para el tesoro de la sensibilidad)… ¡Qué más da!

La tradición de los oprimidos nos ha de enseñar que este nuevo sujeto histórico no puede ni debe asumir el lugar del opresor, a menos que éste quiera cambiar de tradición. Son muchos los que, esgrimiendo su pertenencia a la tradición de los oprimidos, sin saberlo, sin quererlo, ocupan, por derecho o sin él, el lugar de los vencedores; se vanaglorian y enfocan su rabia en actitud revanchista para disfrutar inconscientemente de las mieles del opresor. Su ensañamiento es un atentado a la tradición de los oprimidos y esto, como el ángel de Klee, Benjamin también lo sabía: él quisiera “[…] despertar a los muertos y recomponer lo despedazado”, pero permanece pasmado, mirando al pasado, empujado por un torbellino hacia el futuro. No hay restitución sin venganza, también esto lo sabía, pues ésta es la vía errónea por la que la tradición de los oprimidos aspira a ocupar el lugar de los vencedores.

La tradición de los oprimidos es la narratividad sin fin y es, también, no hay manera, el discurso, la poiesis, de los vencidos.


Somos hijos del tiempo (y de la furia).



*La negrita es mía.

Barcelona, 17 de enero de 2017